24 de febrero de 2012

Robespierre (1)

[DE: Alberto Luque]

La Revolución francesa sigue ofreciendo, dos siglos después, un fascinante conjunto de ejemplos de crítica y de participación, de agitación y de invención política, de inteligencia y experiencia rápidamente acumuladas por las masas que adquieren conciencia revolucionaria y sus más vigorosos líderes. Puede parecer que aquellos tiempos fueron más bárbaros, que las acciones fueron indeseablemente más crueles que las que hoy encontramos tolerables o imaginables, pero eso es una ilusión. No sólo hemos asistido en años recientes a matanzas inverosímiles en los Balcanes, sólo comparables al Holocausto. Y no digamos la perpetua y atroz guerra infligida a diario por países poderosos a pueblos prácticamente desarmados (en Irak, en Palestina, en Afganistán…). Hace pocos días los sindicatos griegos se han lanzado a dos impresionante huelgas generales, la primera de 24 horas (el 7 de febrero) y la segunda de 48 horas (10 y 11 de febrero), en las que inevitablemente se han producido violentos enfrentamientos entre manifestantes y policías. Uno se pregunta con cuánto entusiasmo y por cuánto tiempo podrán esos policías, a quienes se les reduce el sueldo a niveles de pura subsistencia, exactamente como a aquellos trabajadores a quienes tienen que disolver a golpes o tiros, por cuánto tiempo podrán seguir siendo empleados en esa faena, cuándo resultará inevitable que los mismos policías se unan a los manifestantes, como el ejército al mando de Chávez lo hizo en Venezuela. Recordemos los disturbios de Londres, o los de París hace un par de años. El grado de violencia manifiesta es realmente inquietante, y no menor que en otras épocas. La brutal actuación reciente de la policía en Valencia parece indicar una vuelta a los mismos medios violentos de siempre para reprimir las protestas, cuando tantos ingenuos se habían vuelto a acostumbrar, por enésima vez, a que los hábitos «democráticos» y «civilizados» se tomasen como el resultado necesario y definitivo del orden social capitalista. Pero resulta que esas costumbres parecen ociosas en los cíclicos períodos en que, como el actual, el libre desarrollo de la economía capitalista produce un estrangulamiento acelerado de los medios de vida de la mayoría.
Pero tenemos que preguntarnos qué es exactamente lo que llamamos «violencia». Freud opinaba, contumazmente, que la agresividad es algo así como un rasgo indeleble de la condición humana (en las Lecciones introductorias al psicoanálisis, en El porvenir de una ilusión, en la carta sobre la guerra dirigida a Einstein…), y de ahí que desconfiara de las experiencias revolucionarias de los soviets, aun cuando reconociera con toda franqueza que el experimento estaba dirigido en una buena dirección —sobre todo porque sustituía las ilusiones religiosas por una educación realista, racional, científica. Podemos admitir que la agresividad sea un rasgo difícil de extinguir o mitigar, un rasgo genético que debió de jugar un papel crucial en etapas decisivas de la evolución biológica de nuestra especie, sin el cual no habría podido sobrevivir. Pero también me parece innegable la estrecha dependencia que, cada vez más, ese rasgo va adquiriendo respecto al orden social (o «cultural», si se quiere). En la medida en que los hombres se dotan de unas infraestructuras que lo elevan por encima de las presiones naturales, su agresividad no desaparece, pero se canaliza, se racionaliza, se ejerce socialmente, por motivos sociales, culturales, y no sólo por imperativos biológicos —y mucho menos «inconscientes», al modo como lo entiende el psicoanálisis. En todo caso, me parece más interesante el problema de la violencia ejercida y motivada sólo en la esfera de lo social, y no la agresividad abstracta que aflora en nuestras experiencias psicológicas primarias. Es en este terreno social en el que quiero colocar el sentido de la pregunta: ¿A qué llamamos violencia? Y la experiencia del Terror jacobino es un ejemplo precioso para procurar dilucidarla.
¿Cómo han pretendido los reaccionarios que concibiéramos o interpretásemos el Terror? La tremebunda imagen que al efecto han construido, en el caso de la Revolución francesa, es la misma que los fascistas y la Iglesia católica elaboraron para el caso del «terror rojo» en España. ¿A qué llaman, pues, «terror» los reaccionarios?
Incluso un conservador tan notable como John Morley reconocía que el Terror fue un acontecimiento secundario, casi minúsculo, en el proceso revolucionario, y más aún, que todos los actos extremadamente sangrientos fueron la lógica reacción a la amenaza terrible de los imperios coaligados contra Francia («Robespierre», en Critical miscellanies, t. i [1877], Londres, MacMillan & Co., 1913, pp. 58 y ss.). Pero incluso este hecho manifiesto e incontestable ha sido sofísticamente interpretado por historiadores conservadores. Michel Vovelle (Introducción a la historia de la Revolución francesa, Barcelona, Crítica, 1981) respondió muy bien al error de historiadores liberales como François Furet o Denis Richet cuando introdujeron el tema del «patinazo» de la Revolución francesa. Según estos autores, la intervención de las masas revolucionarias fue una anomalía, que impidió el natural desarrollo de una transformación liberal; y tal anomalía se debió a una artificial o demagógica exageración del miedo a la contrarrevolución, tejida con el tópico del «complot aristocrático», etc. Es decir, que todo fue algo ficticio. Esta tesis se basa en una errónea subestimación del peligro contrarrevolucionario. Pero las batallas que se libraron, en el extranjero y en el interior, no tuvieron nada de imaginarias. Si alguien pretende que todo se debió a la paranoia de los jacobinos, es que él mismo sufre una notable pérdida de realidad. Y aun si se pretende que los enfrentamientos acaecieron realmente, pero que su causa fue un temor infundado, se nos conduce a una paradoja pragmática del estilo «huevo y gallina», o acción-reacción-acción… Aun así, todos estarían obligados a colocarse en algún bando, el del huevo o el de la gallina.
Otra cosa. El papel directo de Robespierre en los ajusticiamientos fue también mucho menor de lo que se sugiere siempre: las condenas se multiplicaron cuando él abandonó el Comité de Salud Pública, como computó Saladin: «en los 45 días que precedieron a la retirada de Robespierre del Comité de Salvación Pública, el número de víctimas es de 577, y en los 45 días que siguieron a esta retirada, hasta el 9 de termidor, el número es de 1.286».
Más que como pura matanza —en lo que no puede competir con las guerras, especialmente las imperialistas y las contrarrevolucionarias—, el Terror carece de sentido si no se aprecia la índole de la política de que fue medio. Tenemos, pues, que preguntarnos: ¿qué significa políticamente del Terror? El Terror fue la ley contra los acaparadores, la ley que limitaba el precio del grano y la ley que garantizaba el salario mínimo. Preguntémonos si estas leyes, que distan aún mucho del comunismo, no debían ser aplaudidas por razonables y humanitarias, por garantizar el «derecho a vivir». Lo más importante de la proposición de Robespierre para una nueva Declaración de los Derechos del Hombre (1793) fue justamente la limitación o subordinación del derecho de propiedad, en la medida en que entra en contradicción con derechos más fundamentales. Ya cuando se opuso a la limitación del sufragio universal en 1789 («Sobre el marco de plata») había esclarecido mucho, en un plano aún meramente jurídico, el modo en que la riqueza privada actúa contra la libertad y el derecho a vivir dignamente. «Los ricos lo quieren todo» y lo sacrifican todo; porque nada hay sagrado para ellos salvo el dios Mammon.
En fin, también hay que recalcar que la posición de Robespierre en el lado de la revolución es la del aristotélico justo medio: contra los exagerados (hébertistas), por un lado, y contra los indulgentes, por otro. Éstos eran dos peligros reales para la revolución. En las propias palabras de Robespierre, el Gobierno revolucionario

Debe navegar entre dos escollos peligrosos, la debilidad y la temeridad, el moderantismo y el exceso; el moderantismo, que es a la moderación lo que la impotencia es a la castidad, y el exceso que se parece a la energía como la hidropesía a la salud. [Virtud y terror, ed. Žižek, p. 200.]

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