17 de febrero de 2012

De Judt a Robespierre…


[DE: Alberto Luque]

En su penúltima última obra, Algo va mal (2010), Tony Judt nos ha dejado un breve y hasta gastado decálogo de buenas intenciones, una especie de testimonio simple en defensa del civismo que, según él mismo, caracterizó las sociedades norteamericana y europea hace varias décadas, una especie de sentimiento democrático del bien público, un sentimiento socialdemócrata que incluso muchos liberales socialmente responsables habrían abrazado hace décadas. Creo que Judt no comprendió bien la naturaleza de la lucha de clases, ni por supuesto el complejo modo en que esta lucha se institucionaliza, se perturba, se vuelve paradójica… Lo que le impidió comprenderlo, en mi opinión, fue su postura banalmente anticomunista, por más que nunca haya falseado ni exagerado, como historiador riguroso, los atroces defectos del socialismo real. Pero una cosa es no falsear los hechos y otra muy distinta haberlos interpretado adecuadamente. No quiero ahora, sin embargo, dilucidar los defectos teóricos de Judt, sino todo lo contrario, aquilatar lo que tiene de encomiable, incluso en ese casi pueril testamento político que es Algo va mal.
En las últimas décadas se ha naturalizado el capitalismo en su más técnicadeshumanizada y a la vez irracional integridad, hasta imponerse como prejuicio universal y transparente el culto al mercado no regulado, o a la desregulación de los mercados… Parece por momentos haberse materializado esa imbecilidad del final de la historia que un retardado como Fukuyama popularizó hace tres décadas. Se ha dejado fuera de escena a la ideología, a todas las ideologías, o mejor dicho a la política, en el sentido primordial, filosófico, que había tenido antes. La nuestra puede caracterizarse, entre otros síntomas, como la época de la desorientación filosófica, de la perplejidad ante el opaco sentido de toda la vida civil. Pero no es del todo cierto que esto valga para toda ideología: simplemente ha triunfado una, el liberalismo, y el hecho de ser la única que queda en pie es lo que equivale a su naturalización, a la incapacidad de pensar siquiera en una alternativa, más o menos como en la Edad Media era impensable una democracia liberal, o un régimen cualquier no teocrático, o como en la Antigüedad era impensable una sociedad sin esclavos… «Hoy, ni la izquierda ni la derecha tienen en qué apoyarse», dice Judt (p. 18). Hay que matizar: la izquierda no se apoya en nada, porque apenas existe o no cuenta gran cosa; la derecha no necesita apoyarse en nada, porque el orden social se acomoda íntegramente a su perspectiva, le permite, con toda su horrible inercia (las normas, las instituciones, las costumbres…) seguir beneficiándose sin obstáculos. Naturalizar una idea significa eso: creer que una convención, un estadio o circunstancia cualquiera es una condición definitiva, perpetua, ajustada a la «naturaleza humana», inmutable, eterna… «El fin de la historia», Fukuyama…
Desde luego que siguen existiendo otros regímenes sociales (débilmente socialistas, o intensamente autoritarios, oligárquicos y hasta semifeudales…). Pero todo eso se ve como pequeños obstáculos o pasajeras desviaciones de la norma universal: la sociedad de mercado absolutamente libre. Esos otros modos posibles de sociedad se contemplan como escoria de la historia, como anomalías transitorias, como paradójicos residuos que el capitalismo mundial no tardará en eliminar o corregir. No se sienten como alternativas, ni aun como ejemplos. Y tampoco se conciben alternativas «ideales» (como el «comunismo ideal» que ha preconizado Vattimo, y que en realidad no es ninguna entelequia). En fin, el triunfo del liberalismo, que es la negación de toda posibilidad de pensar en la política como la actividad racional a partir de la cual los hombres pueden ordenar la vida social como realmente deseen y les convenga, el triunfo de esa negación de la voluntad general bajo el falaz aspecto de la mano oculta del mercado, ese triunfo es lo que ha llevado al «pensamiento único», a esa costumbre de abominar las «ideologías», que significa en realidad abominar la inteligencia. Porque ignorar las ideologías no es evitar caer en ellas, y sobre todo en las más falsas; las ideologías, toda ideología, ha de interesarnos como mínimo para discutirla, corregirla o rechazarla conscientemente. Quienes niegan tener alguna ideología simplemente ignoran cómo se llama la suya propia (mondolirondismo, satisfechismo, repampinflismo…). Es como en el terreno de la moral, según ya explicaba muy certeramente Ortega en La rebelión de las masas: nadie puede ser amoral, sino que a lo sumo puede esforzarse en ser inmoral. Del mismo modo que nadie puede dejar de ser una persona para convertirse en una no-persona: a lo sumo podrá dejar de ser una persona humana, volviéndose inhumana, o infrahumana, o…
Vuelvo a Judt. «Nuestro problema no es qué hacer, sino cómo hablar acerca de ello» (p. 21). Se refiere sobre todo a los ciudadanos estadounidenses. «El dilema europeo es un tanto diferente» (ibíd., cf. pp. 45 y s.). «No se ha dado respuesta a los críticos que sostienen que el modelo europeo es demasiado caro o ineficiente desde el punto de vista económico» (ibíd.). Todas estas críticas a medias son cosa sabida y olvidada (hace cuatro décadas, las hallamos en un Schumacher [Lo pequeño es hermoso]; más recientemente, en un Galbraith [La cultura de la satisfacción]; e incluso en un Stiglitz, es decir en toda una serie de científicos sociales que políticamente abarca desde un liberalismo responsable hasta una postura socialdemócrata más o menos combativa).
Adhiero a esa idea de Judt de la necesidad de recuperar un lenguaje eficaz, un lenguaje que sirva para hablar sin trampas, sin equívocos. Lamentablemente, el suyo es todavía el lenguaje de medias tintas de la socialdemocracia: por ejemplo, cuando dice «nosotros» (p. 161), yo me pregunto quiénes somos, o quiénes son, ese «nosotros»; mi única manera de darle un contenido inequívoco a ese pronombre plural es enjuiciarlo desde el punto de vista de la lucha de clases, pero ése es justamente el punto de vista que Judt quiere evitar. La oposición de un «nosotros» a un «ellos» se da en una miríada de niveles y circunstancias distintos, pero a mí me parece irrelevante focalizarla como oposición entre políticos y ciudadanos, por ejemplo (p. 162), en lugar de, digamos, banqueros y asalariados. «Necesitamos un lenguaje de fines, no de medios», dice Judt en otro lugar (p. 172; cf. p. 217). Y yo contesto a esta proposición al modo en que lo hacían Abelardo y en general los escolásticos (sic et non): sí y no; hay «por un lado…», y hay «por otro lado…», hay un pro y un contra, y por supuesto hay que llegar a una síntesis dialéctica de todas esas contradicciones.
No quiero ahora discutir esto, sólo sugerir la reflexión sobre esta necesidad imperiosa de recuperar un lenguaje eficaz. Como explicaba Ortega, corrientemente el lenguaje no sirve para expresar los pensamientos, sino para ocultar los sentimientos. Ya lo había enfatizado Quevedo en una sublime antítesis:

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

No quiero que, de momento, mis comunicaciones excedan de unas pocas páginas, por el temor de no agotaros. Pero sé que esto puede ser aún más agotador. En lugar de entrar detenidamente en la exposición de mis criterios, sugiero los asuntos sobre los que creo que debe meditarse. Ahora os envío en correo-e aparte los excerpta de Robespierre (Virtud y terror) introducidos y editados por Žižek. Por supuesto, nadie debe considerarse comprometido a leerlo, si ha de atender a otras ocupaciones más perentorias. Se trata de ir compartiendo cosas. Sé que algunos de vosotros sí disponéis ahora de tiempo y ganas suficientes para abordar una discusión, así que sugiero esa lectura de Robespierre —que, como quizá sorprenda a algunos, entronca muy directamente con los planteamientos de Polanyi que tenemos pendientes de discutir. Ahora dejo pasar unos días antes de iniciar esa discusión, así como la de la cuestión del lenguaje a recuperar.
[…]

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