[DE: Alberto Luque]
En su penúltima última
obra, Algo va mal (2010), Tony Judt nos ha dejado un breve y
hasta gastado decálogo de buenas intenciones, una especie de testimonio simple
en defensa del civismo que, según él mismo, caracterizó las sociedades
norteamericana y europea hace varias décadas, una especie de sentimiento
democrático del bien público, un sentimiento socialdemócrata que incluso muchos
liberales socialmente responsables habrían abrazado hace décadas. Creo que Judt
no comprendió bien la naturaleza de la lucha de clases, ni por supuesto el
complejo modo en que esta lucha se institucionaliza, se perturba, se vuelve
paradójica… Lo que le impidió comprenderlo, en mi opinión, fue su postura
banalmente anticomunista, por más que nunca haya falseado ni exagerado, como
historiador riguroso, los atroces defectos del socialismo real. Pero una cosa
es no falsear los hechos y otra muy distinta haberlos interpretado
adecuadamente. No quiero ahora, sin embargo, dilucidar los defectos teóricos de
Judt, sino todo lo contrario, aquilatar lo que tiene de encomiable, incluso en
ese casi pueril testamento político que es Algo va mal.
En las últimas décadas se
ha naturalizado el capitalismo en su más técnica, deshumanizada y
a la vez irracional integridad, hasta imponerse como prejuicio
universal y transparente el culto al mercado no regulado, o a la desregulación
de los mercados… Parece por momentos haberse materializado esa imbecilidad del
final de la historia que un retardado como Fukuyama popularizó hace tres
décadas. Se ha dejado fuera de escena a la ideología, a todas las
ideologías, o mejor dicho a la política, en el sentido primordial,
filosófico, que había tenido antes. La nuestra puede caracterizarse, entre
otros síntomas, como la época de la desorientación filosófica, de la
perplejidad ante el opaco sentido de toda la vida civil. Pero no es del todo
cierto que esto valga para toda ideología: simplemente ha
triunfado una, el liberalismo, y el hecho de ser la única que queda
en pie es lo que equivale a su naturalización, a la incapacidad de pensar
siquiera en una alternativa, más o menos como en la Edad Media era impensable
una democracia liberal, o un régimen cualquier no teocrático, o como en la
Antigüedad era impensable una sociedad sin esclavos… «Hoy, ni la izquierda ni
la derecha tienen en qué apoyarse», dice Judt (p. 18). Hay que matizar: la
izquierda no se apoya en nada, porque apenas existe o no
cuenta gran cosa; la derecha no necesita apoyarse en nada,
porque el orden social se acomoda íntegramente a su perspectiva, le permite,
con toda su horrible inercia (las normas, las instituciones, las costumbres…)
seguir beneficiándose sin obstáculos. Naturalizar una idea significa eso: creer
que una convención, un estadio o circunstancia cualquiera es una condición
definitiva, perpetua, ajustada a la «naturaleza humana», inmutable, eterna… «El
fin de la historia», Fukuyama…
Desde luego que siguen
existiendo otros regímenes sociales (débilmente socialistas, o intensamente
autoritarios, oligárquicos y hasta semifeudales…). Pero todo eso se ve como
pequeños obstáculos o pasajeras desviaciones de la norma universal: la sociedad
de mercado absolutamente libre. Esos otros modos posibles de sociedad se
contemplan como escoria de la historia, como anomalías transitorias, como
paradójicos residuos que el capitalismo mundial no tardará en eliminar o
corregir. No se sienten como alternativas, ni aun como ejemplos. Y tampoco se
conciben alternativas «ideales» (como el «comunismo ideal» que ha preconizado
Vattimo, y que en realidad no es ninguna entelequia). En fin, el triunfo del
liberalismo, que es la negación de toda posibilidad de pensar en la política como
la actividad racional a partir de la cual los hombres pueden ordenar la vida
social como realmente deseen y les convenga, el triunfo de esa negación de la
voluntad general bajo el falaz aspecto de la mano oculta del mercado, ese
triunfo es lo que ha llevado al «pensamiento único», a esa costumbre de
abominar las «ideologías», que significa en realidad abominar la inteligencia.
Porque ignorar las ideologías no es evitar caer en ellas, y sobre todo en las
más falsas; las ideologías, toda ideología, ha de interesarnos como mínimo para
discutirla, corregirla o rechazarla conscientemente. Quienes niegan tener
alguna ideología simplemente ignoran cómo se llama la suya propia
(mondolirondismo, satisfechismo, repampinflismo…). Es como en el terreno de la
moral, según ya explicaba muy certeramente Ortega en La rebelión de las
masas: nadie puede ser amoral, sino que a lo sumo puede
esforzarse en ser inmoral. Del mismo modo que nadie puede dejar de
ser una persona para convertirse en una no-persona:
a lo sumo podrá dejar de ser una persona humana, volviéndose
inhumana, o infrahumana, o…
Vuelvo a Judt. «Nuestro
problema no es qué hacer, sino cómo hablar acerca de ello» (p. 21). Se
refiere sobre todo a los ciudadanos estadounidenses. «El dilema europeo es un
tanto diferente» (ibíd., cf. pp. 45 y s.). «No se ha dado respuesta
a los críticos que sostienen que el modelo europeo es demasiado caro o
ineficiente desde el punto de vista económico» (ibíd.). Todas estas
críticas a medias son cosa sabida y olvidada (hace cuatro décadas, las hallamos
en un Schumacher [Lo pequeño es hermoso]; más recientemente, en un
Galbraith [La cultura de la satisfacción]; e incluso en un Stiglitz, es
decir en toda una serie de científicos sociales que políticamente abarca desde
un liberalismo responsable hasta una postura socialdemócrata más o menos
combativa).
Adhiero a esa idea de
Judt de la necesidad de recuperar un lenguaje eficaz, un lenguaje que sirva
para hablar sin trampas, sin equívocos. Lamentablemente, el suyo es todavía el
lenguaje de medias tintas de la socialdemocracia: por ejemplo, cuando dice «nosotros»
(p. 161), yo me pregunto quiénes somos, o quiénes son,
ese «nosotros»; mi única manera de darle un contenido inequívoco a ese
pronombre plural es enjuiciarlo desde el punto de vista de la lucha de clases,
pero ése es justamente el punto de vista que Judt quiere evitar. La oposición
de un «nosotros» a un «ellos» se da en una miríada de niveles y circunstancias
distintos, pero a mí me parece irrelevante focalizarla como oposición entre
políticos y ciudadanos, por ejemplo (p. 162), en lugar de, digamos,
banqueros y asalariados. «Necesitamos un lenguaje de fines, no de medios», dice
Judt en otro lugar (p. 172; cf. p. 217). Y yo contesto a esta proposición al
modo en que lo hacían Abelardo y en general los escolásticos (sic et non):
sí y no; hay «por un lado…», y hay «por otro lado…», hay un pro y un contra, y
por supuesto hay que llegar a una síntesis dialéctica de todas esas
contradicciones.
No quiero ahora discutir
esto, sólo sugerir la reflexión sobre esta necesidad imperiosa de recuperar un
lenguaje eficaz. Como explicaba Ortega, corrientemente el lenguaje no sirve
para expresar los pensamientos, sino para ocultar los sentimientos. Ya lo había
enfatizado Quevedo en una sublime antítesis:
¿No ha de haber un
espíritu valiente?
¿Siempre se ha de pensar
lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir
lo que se siente?
No quiero que, de
momento, mis comunicaciones excedan de unas pocas páginas, por el temor de no
agotaros. Pero sé que esto puede ser aún más agotador. En lugar de entrar
detenidamente en la exposición de mis criterios, sugiero los asuntos sobre los
que creo que debe meditarse. Ahora os envío en correo-e aparte los excerpta de
Robespierre (Virtud y terror) introducidos y editados por Žižek. Por
supuesto, nadie debe considerarse comprometido a leerlo, si ha de atender a
otras ocupaciones más perentorias. Se trata de ir compartiendo cosas. Sé que
algunos de vosotros sí disponéis ahora de tiempo y ganas suficientes para
abordar una discusión, así que sugiero esa lectura de Robespierre —que, como
quizá sorprenda a algunos, entronca muy directamente con los planteamientos de
Polanyi que tenemos pendientes de discutir. Ahora dejo pasar unos días antes de
iniciar esa discusión, así como la de la cuestión del lenguaje a recuperar.
[…]
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