29 de febrero de 2012

Historia y derecho


[DE: Alberto Luque]

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El tema Garzón es interesante desde muchos puntos de vista, incluido el puramente biográfico o psicológico. (Pero, en el puro sentido biográfico, ¿quién no es interesante? Hasta los lógicos han demostrado que la división entre interesante y no interesante es paradójica.)
Voy a referirme a tres de los temas suscitados, en orden creciente de complejidad:
(1) El tema de la «coincidencia» (en el tiempo y en el sujeto) de las tres «persecuciones», y si esta coincidencia nos autoriza a sospechar. Mi opinión sigue siendo abelardiana, dialéctica: sí y no. En efecto se trata de una coincidencia, y en efecto también, como coincidencia es automáticamente sospechosa. Porque hay algo que no es pura coincidencia, a saber: que existe un conjunto de personas derechistas unidas en su enemiga ideológica a Garzón, a quien toman como «representante» del rojerío. Aprovechan cualquier arma que tengan contra él. Ahora bien, resulta que algunas de las cosas que pueden reprocharle son ciertas. En otro lado se colocan quienes, como reacción global, o incluso radical, sin matices, a esta ofensiva ideológica, mantienen una defensa casi a ultranza de Garzón, de la persona Garzón, y no sólo de aquellas ideas o sentimientos de que se le ha hecho «representante». Me parece una posición equivocada, porque reconocen la demagógica mentira de aquéllos otros: que Garzón sea realmente un representante genuino de la actitud democrática y progresista. El problema de aceptar argumentos ad personam es que uno queda comprometido absurdamente, que es lo que pretenden los reaccionarios: ¡mirad lo que significa un rojo, alguien que se embolsa un millón y medio de dólares de manera, como mínimo, éticamente dudosa!
Así que sí y no. (a) Sic: si se atiende a la unicidad del origen de las acusaciones, no hay casualidad; y no tenemos necesidad de sospechar nada: está claro que Garzón sufre la persecución de sus enemigos; (2) et non: si se atiende a la naturaleza concreta de cada acusación, resultan independientes, la verdad o falsedad de alguna de ellas no compromete la verdad o falsedad de las otras, y entonces su simultaneidad es pura coincidencia, que no nos autoriza a desentendernos de su examen particular con la simple sospecha o contraacusación de que se trata de una conspiración.
Antonio ha aclarado que su defensa de Garzón no lo era de su persona, sino de lo que «estaba representando».  Hay algo peligroso en esto. Desde luego que sería aún más erróneo defender a la persona incondicionalmente, pero insisto, defender «lo que él representa» es algo que no está nada claro, si se le involucra a él mismo como «representante». Le decía hace días a Antonio, en conversación privada, que ésta había sido la primera vez que yo había tenido que hablar de garzón frente a alguien que defendiese su actuación. Sólo me había topado con gentes que lo consideran un tema interesante sólo para llenarlo de insultos bastante odiosos, gentes de derechas. Frente a ellos, yo siempre había defendido, como dije a Antonio, no a la persona garzón, sino su derecho a hacer su trabajo, a perseguir el crimen, y al mismo tiempo aprovechaba para censurar a esas personas sus pérfidas intenciones. Pero si Garzón comete alguna falta, o incluso prevaricación, yo no tengo por qué defenderlo. Ésta puede ser una cuestión espinosa, controvertible, peligrosa y hasta paradójica. ¿Quiénes toman a Garzón como un «representante» de una actitud cívica o política, digamos la de quienes quieren recuperar la memoria histórica, etc.? Son justamente sus acusadores, que obviamente cargan contra él porque para ellos «representa» el paradigma del rojerío. Pero si pueden desacreditar a Garzón, y admitimos que Garzón es un paradigma de rojo, entonces admitimos que todo ello desacredita al rojerío. Esto no es sensato.
(2) Otro tema es si puede convertirse el «error judicial» en «prevaricato»; sería como pretender que siempre es posible demostrar la mala fe, lo cual es absurdo. Yo podría cometer solecismos o faltas ortográficas a propósito —por cualquier motivo oculto—; los demás habrían de decir: aquí hay erratas, lapsus, etc., cualquier cosa indeliberada; ¿quién podría demostrar que lo hice conscientemente? Que un juez cuya reputación intelectual es sólida deba ser siempre consciente de si sus interpretaciones son o no correctas es una falacia; la compatibilidad o incompatibilidad de ciertos principios generales de derecho respecto a ciertas leyes, como la de Amnistía, me parece que será siempre cuestión de controversia (si los crímenes de Estado, las detenciones ilegales, etc., pertenecen a la categoría de los que prescriben o no, por más que se los diferencie de los crímenes de guerra). El voto particular de José Manuel Maza es así de lo más peregrino: su argumento es que Garzón no puede errar, sino sólo prevaricar, puesto que es lo suficientemente inteligente para interpretar correctamente las leyes. Esto sería, a lo sumo, un cortés elogio a su inteligencia, a expensas de su moralidad. Pero ¿quién puede preferir pasar por malo, en lugar de pasar por tonto?
(3) El tema de la memoria histórica y de la vindicación de las víctimas del terrorismo de Estado bajo el franquismo, y si puede realizarse esto como una tarea propia sólo de los historiadores, no de los jueces. He aquí un tema duro. Coincido también sentimentalmente con Antonio en esas impresiones que nos transmite al final de su texto. Y propongo darle algunas vueltas más al asunto.
La cortés actitud del tribunal viene a ser una ociosa repetición del ya obsoleto pacto de la Transición: corramos un tupido velo, dejemos que los mecanismos civiles democráticos se encarguen de corregir las infamias de la memoria histórica. Esto significa que todos tenemos derecho a estudiar la historia y a explicar las cosas que se hicieron, en particular los crímenes impunes amparados por el Estado fascista. Todo eso se puede exhibir en los memoriales, en los documentales y hasta en los libros de texto. Pero también pueden los postfascistas seguir reproduciendo la infamante historia franquista (digamos, los Pío Moa, los César Vidal, los programas de la COPE, los documentales de Intereconomía, etc.). ¿Cómo evaluar si la cosa se resuelve con la libertad de cada cual de contar la historia a su gusto? No tenemos leyes —me parece— contra la falsificación histórica, del mismo modo que no las tenemos para condenar a los echadores de cartas —a quienes, al contrario que a cualquier otro vendedor, no se les exigen garantías, sino que sólo para ellos rige el antiguo caveas emptor. Ahí está: «Tonto el que se lo crea», ésta es nuestra democrática solución…
En realidad no puede haber «solución» que valga más que en términos de hegemonía social, o cultural, por no decir en términos de poder (recordad el lema de Lenin que he señalado en mi anterior intervención). ¿Cuándo —y cómo— serán todas las víctimas del pasado definitivamente rescatadas, cuándo será su memoria definitivamente vengada de la infamia? Sólo cuando el poder deje de estar en manos de los hijos y nietos de sus verdugos. Entre tanto, siempre hay un tira y afloja. Casi todo el camino estará hecho no cuando se logren imponer nuevas leyes, sino cuando las que ya tenemos se hagan cumplir. (Entonces será el momento en que muchos corazones habrán cambiado ya…) Entonces la Historia —es decir la historia escrita en los libros escolares— coincidirá con el Derecho, y parecerá absurdo que alguna vez pudiese afirmarse que los jueces no deben dirimir la verdad en la historia, sino sólo la verdad en casos circunspectos y personales.
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