[DE: Alberto Luque]
Sigamos con Robespierre.
Cabe preguntarse si el
Incorruptible no fue sufriendo insensiblemente una pérdida de realidad, una
inflamación de entusiasmo, confundido con una potencia real, y universalmente
contagiosa. No me refiero a ninguna clase de «paranoia», como sugieren esos historiadores
reaccionarios para quienes las amenazas a la Revolución eran simples camelos,
excusas para imponer gratuitamente el terror. Esto es absurdo. Me refiero a
otra cosa cuando hablo de «pérdida de realidad»: el optimismo exagerado. Quizá,
como parece sugerir Žižek, la clave del éxito revolucionario esté en el radicalismo…
que es como confiar demasiado en el milagro (lo que me recuerda el maravilloso
«materialismo del encuentro» de Althusser, del que ya hablaré en otra
ocasión). Todo eso es muy hermoso, muy poético, sin duda, pero acaso
profundamente impolítico, ineficaz o insensato.
«…sois más fuertes que Europa
—decía Robespierre a los convencionales el 27 brumario del año ii (18 de noviembre de 1793) [Virtud
y terror, ed. de Žižek, p. 184]—. La República francesa es
invencible, como lo es la razón; es inmortal como la verdad…», etc. Éste es el
Robespierre poeta suplantando al Robespierre político. Podemos hablar, con
Gramsci, de optimismo voluntarista frente a pesimismo (o derrotismo) racional.
La revolución es como el amor, produce sus mismos «efectos», ni más ni menos
que aquellos que tan certeramente enumeró Lope en un célebre soneto: «Dar la
vida y el alma a un desengaño…»
Pero a veces una revolución
triunfa, como triunfa un amor eterno, frente a todos los obstáculos y todos los
pronósticos «sensatos» o cobardes. Es el triunfo de lo imposible… Aun así, me
parece que sigue tratándose de poesía, no de realidad —y por supuesto no de
prudencia… y por supuesto no de «conciencia», al menos en ese sentido en que la
conciencia «hace de todos nosotros unos cobardes», como decía Hamlet.
Me parece indudable que la llama
ardiente de ese deseo de felicidad universal, de amistad entre todos los
hombres, que Robespierre se esforzaba por contagiar con su vibrante voz,
prenderá siempre en un cierto número de corazones, donde permanecerá
eternamente inextinguible. Pero es muy dudoso que llegue a conmover a todos, ni
a la mayoría, ni siquiera a una gran muchedumbre, salvo en momentos milagrosos.
(Por ejemplo, Babeuf siguió peleando por los principios igualitarios tras
Termidor —y aunque fue mucho más allá que Robespierre, quien nunca rechazó el
derecho de propiedad salvo cuando entrase en contradicción con el derecho a
vivir, Babeuf apenas tenía nada que reprochar a Robespierre.)
Todo esto parece —porque lo es—
muy literario. Y es que la poesía no puede entrar en contradicción con
la revolución, como a veces se pretende absurdamente —como en el caso del Andrea
Chenier, al que me referiré en otra ocasión. Ser revolucionario es ya en sí
mismo la forma más cristalina de ser poeta, como se aprecia en el caso de
Robespierre.
El problema gordo se plantea
cuando observamos el efecto opiáceo y antidemocrático que habitualmente tiene
la fantasía o el fanatismo. No hay que pensar en el delirante entusiasmo
nazifascista que galvanizaba a las masas en una orgía de horror. Napoleón ya
estaba muy consciente del prodigioso poder de las ilusiones —que no fue ningún
descubrimiento de Goebbels—, y cómo puede servir a la tiranía —a la suya propia
en particular— mucho mejor que a la libertad. He aquí lo que, según
leemos en la Vie de Napoléon par lui-même (París, Gallimard, 1930,
pp. 108 y s.), de Malraux, el emperador le había dicho en Milán a un
ayudante de campo que tenía a su lado, mientras recibía las aclamaciones de los
milaneses en 1800:
—Ce que
c’est, pourtant, que le pouvoir de l’imagination! Voila des hommes qui ne me
connaissent pas, qui ne m’ont jamais vu. Seulement ils ont entendu parler de
moi, et que ne sentent-ils pas, que ne feraient-ils en ma faveur? Et la même
bizarrerie se renouvelle dans tous les âges, dans tous les pays, dans tous les
siècles!… Voila le fanatisme. Oui, l’imagination gouverne le monde. Le vice de
nos institutions modernes est de n’avoir rien qui parle à l’imagination. On ne
peut gouverner l’homme que par elle; sans l’imagination, c’est une brute.
[—¡Vaya con el poder de la imaginación!
Ved ahí a hombres que no me conocen, que no me han visto nunca. Sólo han oído
hablar de mí, y ¿qué no sienten, qué no harían en mi favor? Y la misma
extravagancia se renueva en todas las edades, en todos los países, en todos los
siglos!… ¡Esto es el fanatismo! Sí, la imaginación gobierna el mundo. El
defecto de nuestras modernas instituciones es no tener nada que hable a la imaginación.
No puede gobernarse al hombre sino mediante ella; sin la imaginación, es un
salvaje.]
La anécdota es recogida por Benoist-Méchin en su Bonaparte en
Égypte, ou Le rêve inassouvi (Paris, Librairie Académice Perrin, 1978,
pp. 318 y s.); en vano la he buscado en los cuatro volúmenes de la A.H. de
Jomini, Vie politique et
militaire de Napoléon, racontée par lui-même, au tribunal de César, d’Alexandre
et de Frédéric I (1827) y en los cinco del secretario del emperador, L.A.F.
de Bourrienne, Memoirs of
Napoléon Bonaparte (1829-1831, ed. R.W. Phipps, 1890), ni en los cinco de
las Œuvres de Napoléon ed. por Panckoucke en 1821. Ese trabajo de
Malraux eleva al bribón Bonaparte a la categoría de pensador profundo; el
mérito es de Malraux, no de Napoleón. (Es interesante a este respecto el libro
de François Dosse, El arte de
la biografía: Entre historia y ficción, México, Universidad Iberoamericana,
2007 —que puede hojearse en Google Books.)
Se trata de un
viejo debate. Algunos se han atrevido a reprochar al marxismo su racionalismo,
su descuido de lo sentimental. Se trata de un equívoco. Lo que pretende el
marxismo es evitar la ilusión conservadora… distinguir las diferentes clases de
utopías, aun reconociendo que todos los sueños se generan en el terreno
emocional, «irracionalmente» en cierto modo. Por lo demás, los discursos de los
revolucionarios, de Robespierre a Dimitrov, están llenos de patetismo, de
entusiasmo exagerado. ¿Pasión de la lógica, quizá…?
[…]
PS1. —¿Cómo definir el espíritu del
radicalismo? La mejor definición es la del lema de César citado por
Robespierre: que no se ha hecho nada mientras quede algo por hacer.
Los éxitos
adormecen a las almas débiles, pero acicatean a las fuertes. Dejemos a Europa y
a la historia alabar los milagros de Tolon y preparemos nuevos triunfos a la
libertad. [Loc. cit., p. 197.]
La «historia» y «Europa»
prefirieron al fin quedarse en la alabanza del héroe de Tolon, quien, llegado a
Emperador, desharía los aún insuficientes progresos de la revolución. Así la
«historia» marcha tantas veces al extravagante ritmo de la cumbia: «Pasito pa’
delante, pasito para atrás» —cuando no marcha peor, con «un paso adelante, dos
pasos atrás».
PS2. —No quería entrar «a saco»
con Robespierre, y había escrito otras notas mucho más digresivas sobre «Andrea
Chénier y André Chénier», un poco por el prurito de no abordar directamente
tema tan «terrible» como las ideas del Incorruptible. Finalmente he decidido hacerlo
al revés: enviar primero los temas más cruciales, y más tarde esas otras
digresiones, más «literarias».
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