[DE: Alberto Luque]
No es el tema más inquietante, quizá, pero el nacionalismo me parece que ha
llegado a convertirse en uno de los fenómenos más lacerantes de la vida civil.
Respecto a las posibilidades reales
de una transformación social emancipadora uno puede tener razonablemente las
mayores dudas, por más que por momentos no paren de intensificarse sus deseos de que ocurra. Yo casi sólo puedo
extraer mi entusiasmo del subsuelo de lo maravilloso, de la esperanza en el
milagro [del clinamen lucreciano, de
la objetividad del azar, del materialismo “aleatorio”…]
Aun si científicamente podemos demostrar que es necesario imponer un orden
social democrático (igualitarista, socialista) para impedir el deterioro de la
vida hasta lo infrahumano, eso no quiere decir que basten para alcanzar ese
orden las condiciones objetivas. La
transformación social depende básicamente de las condiciones subjetivas, a saber, de la voluntad y de la costumbre: aquélla es la suma de todos los deseos individuales de
felicidad, y ésta es la suma de todos los lastres ideológicos contra el cambio.
Ambos son factores subjetivos (sus dos extremos), si bien tienen su base, su
apoyo, sus condiciones en los factores objetivos.
Que una determinada política lleve el mundo a la mierda no es la razón
inmediata según la cual resulta imposible prolongar tal política, porque
ninguna providencia nos ha garantizado que esa mierda no sea el destino del
mundo. Los aficionados a la teoría de juegos han abusado de una pueril
confianza en los automatismos “lógicos”. Por ejemplo, Robert J. Aumann, que
recibió en 2005 el Premio Nobel de economía, no se ha ruborizado al generalizar
el principio “lógico-automático” de que el reame es lo que mejor garantiza la
paz (lo decían los romanos: Si vis pacem,
para bellum), sólo porque en la Crisis de los Misiles de Cuba fue
efectivamente ése el principio que motivó la resolución “sensata”, pacífica,
del conflicto; o porque ese mismo principio explica, inversamente, por qué
Hitler, al no sentirse palpablemente amenazado, decidió iniciar su “guerra
relámpago”. Es absurdo pretender que las cosas no podrían haberse desencadenado
de otro modo incluso en esos casos, y más absurdo aún es pretender que el
mecanismo de las decisiones se repite “matemáticamente” —como si los políticos
computasen con toda pericia, con toda precisión, y evaluasen con toda exactitud
todos los factores; o peor aún, como si ese cómputo racional se realizase
“inconscientemente”, intuitiva pero infaliblemente. Se trata del mismo tipo de
fantasía que alimenta la creencia en el resultado benefactor de la mano oculta
del libre mercado.
Lo dicho, que no hay por qué confiar para nada ni en la lógica ni en la
racionalidad como garantía contra el infierno; el infierno puede llegar del
mismo modo que uno puede volverse loco, por más “insensato” que sea volverse
loco…
Esta forma de razonar me autoriza a no reprocharle a nadie su pesimismo,
pero también puede servir para todo lo contrario. Si reconocemos que sólo
faltan condiciones subjetivas para transformar el mundo, es decir voluntad,
¿qué puede detenernos a la hora de gritar a los cuatro vientos que queremos
invertir completamente el orden social? Ello será posible en el momento en que
subjetivamente, arbitrariamente, lo quiera una cantidad suficiente de personas.
Si los nazis pudieron realizar, aunque sólo fuese durante un decenio, su
incierto, macabro, absurdo y alucinógeno sueño (pesadilla para los demás) de la
sociedad depurada de comunistas y de judíos, ¿cómo podría negarse la
posibilidad de que se realicen propósitos justos y racionales? Uno puede
responder que el fracaso está garantizado, si adopta el punto de vista pesimista
de que sólo los vicios, y no las virtudes, es lo que puede triunfar en la raza
humana. Pero, pensémoslo bien, ese pesimismo no es en realidad la explicación, sino que es él mismo un factor que contribuye a impedir la
transformación social, como en las profecías autocumplidas.
Dejemos ahora el tema de las posibilidades o imposibilidades de
transformación social para deslizarnos a un terreno “cultural”, ese de la vida
social en que se expresan los escupitajos nacionalistas a diario como si se
tratase de un lenguaje legítimo, ese territorio inhabitable en que aún son
menos las esperanzas de concordia que podemos albergar.
El fanatismo nacionalista no es el nuevo opio secular del pueblo, sino una
nueva droga de diseño con principios activos verdaderamente dañinos y de
efectos contrarios a los tradicionalmente opiáceos: en lugar de tranquilizar y
confortar, lo que hace es generar adrenalina, agresividad, ganas de escupir, de
arañar. Es extraño el modo en que ha llegado a naturalizarse como propio de la
vida civil un lenguaje de la ofensa y del odio, el lenguaje del nacionalismo; y
me refiero principalmente al catalán, o en general al separatista, no a esa
absurda ficción de un “nacionalismo español” que “también es un nacionalismo” y
otras monsergas… El “español” no puede ser ningún nacionalismo, porque España
no es ninguna “nación”, sino un Estado, la mínima expresión de un imperio. (Yo,
por cierto, simpatizo con los imperios; mi sueño social, desde niño, no ha sido
la República de Platón, pequeña
ciudad-Estado artificiosamente ordenada, sino el News from Nowhere de Morris, pero en el escenario galáctico de Star Trek, un imperio universal y
democrático; odio lo pequeño, lo mísero, lo individual, lo egoísta, lo
estrecho, lo miope, en suma, lo idiota…)
¿Cómo fue posible que la izquierda —tanto la moderada y parlamentaria como
la extraparlamentaria y “radical”— dejase que se infiltrase en su ideario ese
discurso nazi? Las “naciones”, sencillamente, no existen —o sólo son lo que
decía Renan de ellas. Existen los Estados. Al menos en el terreno civil. En la
poesía puede haber “naciones”, pero difícilmente lograremos nada bueno si
involucramos esas fantasías folcloristas en el orden político.
Si nuestros oídos no se hubiesen insensibilizado a fuerza de escuchar tan a
diario las estupideces nacionalistas, ¡qué espectáculo más terrorífico! ¡Qué
absoluta falta de piedad! Escojo un par de hechos recientes, de los miles que
recaman el tejido cultural catalán. Poco después de que una inteligencia tan
dudosa como Duran i Lleida ofendió a los andaluces pobres tildándolos de
holgazanes —como por los mismos días hizo ese otro señorito andaluz Cayetano
Martínez de Irujo, típico golfo de esas tierras—, los jugadores del Sevilla
salieron al campo, en un partido contra el Barça (en el Camp Nou), luciendo en
sus camisetas el siguiente lema, inocuo y sentimental: “Orgullosos de ser
andaluces”. Se produjo una ola de “indignación” entre los catalanistas. Me
recordaba aquel chiste gráfico de Antonio Fraguas de Pablo “Forges”: “Señor
juez, fue él quien empezó la bronca: golpeó mi hacha con los dientes.” Luego —o
antes, ya no recuerdo la sucesión; tanto da, son fenómenos corrientes,
continuos, que se prodigan a diario— el infame Joan Tardà, diputado de ERC,
llamaba “hijo de puta” a Peces Barba por haberse atrevido a sugerir que la
unión de Portugal, en su momento, habría sido más beneficiosa que la de
Cataluña (sugerencia que, bien mirado, debería haber halagado los oídos de los
separatistas). También por un comentario sobre los bombardeos de Barcelona.
Tardà dijo responder en nombre de las “víctimas” (de nuevo como en el chiste de
Forges, o como en el mundo al revés de lobos buenos y ovejas malas)… Y
enseguida vino la continuación de la cruzada de la indignación contra una
sentencia judicial que obliga a respetar los derechos lingüísticos (o sea de
expresión). La madre del alumno quejoso, o quienes dirigieron su pleito,
cometieron también un tremendo error; pero me parece un error preferible,
disculpable, que se convierte en algo justo por
compensación, como cuando en época de Lenin se decía que había que
compensar a los ofendidos, que entonces
sí eran las minorías nacionales, al revés de lo que sucede ahora. Pero el
victimismo de este nacionalismo “minoritarista” se ha vuelto descarado y
deletéreo. Quizá sólo se ha consentido porque queda algo de estilo imperial en
España, una especie de convicción de que las pataletas de unos pocos no pueden
hacer peligrar la concordia social.
Sé que este planteamiento tiene que escocer a muchos, entre quienes con seguridad
se hallan incluso algunos de mis amigos. Eso no es razón para evitarlo, sino
todo lo contrario. Hay que decir, si uno lo siente verdaderamente: “Hermanos,
os estáis equivocando, estáis haciendo daño, estáis adoptando el lenguaje y las
costumbres de los más viles…” Sembrar la discordia sólo conduce a cosechar
tempestades, como se dice en el Génesis. Pero más que la discordia —que franca
y libremente expresada podría pasar por síntoma de salud pública— lo que
sufrimos es algo más odioso y terrible: la prohibición de discrepar, el
pensamiento único, totalitario, y fundado en los más falaces y lunáticos
principios.
En el caso vasco, por ejemplo, yo me siento inclinado a admitir que
también, en parte, muchos ciudadanos que, equivocadamente, expresasen sus
simpatías ideológicas con los fines políticos de ETA (nominalmente,
independencia y socialismo) hayan sido objeto de ofensas y persecuciones
intolerables. Pero ya hace mucho tiempo que las cosas funcionan al revés. En
Cataluña, al menos, la situación es inequívoca, inequívocamente asimétrica: los
soberanistas se pasan por el forro cualquier disposición legal, cualquier
sentencia del Tribunal Constitucional que en su opinión “atente” contra lo que
conciben como sus sagrados derechos a imponer su autoridad indiscutible.
Este insoportable clima de fanatismo disfrazado con monsergas “civilizadas”
me parece que augura una tragedia (por el momento es sólo repugnante farsa).
Impunemente se imprimen unas gigantescas letras en la ladera de un mogote para
que a quilómetros pueda leerse “Puta España”. Imaginemos a un francés
proclamando un insulto así a su patria, o un inglés a la suya. Puede estar
irritado o explicando un chiste, o puede estar cometiendo un delito tipificado
(que en caso de guerra puede llegar a ser gravísimo, de alta traición). Y ahora
imaginemos no a un individuo, sino a amplios colectivos profiriendo ese salvaje
insulto. No hay que imaginar nada: lo estamos presenciando a diario (pero
quería hablar “como si”, para sugerir cómo “sería” una sociedad peligrosa e
inhumana; porque sólo imaginando cómo
sería la realidad si fuese inhumana, es como nos
percatamos de que realmente lo es —como cuando Žižek explicaba su anécdota
sobre la abominable sugerencia hippy del intercambio de parejas: “¡No!, porque
se empieza intercambiando la pareja y se acaba intercambiando la comida.”) Pues
muchos ayuntamientos catalanes permiten que los fanáticos perpetren eso en sus
términos municipales. Y esos que como Tardà utilizan ese abyecto lenguaje
procaz son los que se rasgan las vestiduras y se indignan de que alguien se
haya atrevido a morder su machete, a ofender a su sacrosanto sentimiento
nacionalista (porque hay “sentiments i
sentiments”, según dicen), ni más ni menos que cuando los nazis enrojecían
de rabia de sólo cruzarse en la calle con un apestoso judío.
¿Hay manera de “discutir” inteligentemente con —contra— los nacionalistas?
Me temo que no. A lo sumo, y muy difícilmente, lo puede hacer uno con aquellos
que, casualmente, son sus amigos (por otros motivos). Si se tratase de un
asunto alejado en la historia, como el del Holocausto, toleraríamos examinarlo
racional y desapasionadamente. Pero ¿cuál será la reacción emocional de un
catalanista tipo si yo empiezo a exponer, por ejemplo, mis escasas opiniones
sobre uno de los temas mencionados así:? «El catalán es un idioma “nacional”;
de acuerdo —sea lo que sea que esto quiera decir. El “español”, entonces, no lo
es, o no lo es solamente, sino algo
más: un idioma internacional, o multinacional… y lo mucho es mejor que lo poco
(que lo grande no deba imponerse de un modo innecesariamente destructivo es un
principio fácil de entender, pero que se pretenda imponer lo estrecho y
corto…)» Yo podría sintetizar mi opinión sobre el caso de aquella demanda para
que los niños reciban instrucción en español de la siguiente manera geométrica:
carece de causa, pero asimismo es irracional y falsa la postura de los
catalanistas; la cuestión es que ambas partes confunden un derecho con un
deber; nuestro país es bilingüe, legalmente bilingüe (además de ser bilingüe
realmente), lo que significa que todo ciudadano tiene el deber de conocer dos
lenguas, y el derecho de usar la que le plazca. Un padre no debe exigir que un
profesor hable a su hijo en español —ni en catalán—, porque eso vulnera el
derecho del profesor (salvo, obviamente, en clases de castellano, catalán,
inglés, etc., que requieren el uso obligado de una lengua). Del mismo modo, el
profesor no puede exigir que el alumno se exprese en tal o cual idioma (salvo,
obviamente, en las clases antes mencionadas). El derecho es muy sencillo, y no
puede dar lugar a que se vulnere, a que se entorpezca el que ambos tienen a
expresarse en la lengua legal que deseen. ¿Hay manera más simple de entender lo
que significa el respeto a los derechos? Pues no; y sin embargo unos y otros
han aprovechado para introducir aquí los más monstruosos motivos de discordia y
de ofensa: la exigencia de que “el otro” obre como nosotros deseamos. En verdad
no creo que la sencilla geometría de este razonamiento hiciese la menor mella
en la rabia de un nacionalista.
Podría añadir, incluso, que la falta es infinitamente más grave en los
catalanistas, porque pretenden imponer el monolingüismo (y, puestos a escoger,
era preferible el español, o el inglés, o el esperanto… para la vida pública, y
cualquier jerga para la privada).
Me hago cargo de lo excesivo que resulta dilatarse en esos diversos
aspectos de este espinoso problema del nacionalismo, al fin y al cabo banal
para un voltaireano, que puede reducirlo todo a términos de ignorancia, malicia
y superstición. Pero hemos dejado durante mucho tiempo de discutir —es decir de refutar—
el nacionalismo, y ahora tenemos que pagar las consecuencias, contemplando cómo
infesta nuestra vida civil, y hasta cómo corrompe los más recónditos lugares de
nuestra vida privada y nuestra conciencia. Sucede un poco como cuando se empezó
a tolerar el ideario fascista, o peor aún, se lo consideró inofensivo…
Quiero acabar, pero también quiero recalcar… Me parece tan odioso el tema
que no temo a cansar al personal y hasta parecer un disco rayado. El parangón
con el nazismo quizá parezca exagerado, pero si se piensa de qué inocua manera
comenzaron los nazis a envenenar la vida pública, también es exagerada la
comparación de ese nazismo primigenio con el del Holocausto, y sin embargo uno
sucedió ineludiblemente del otro. He recordado un famoso poema del pastor
luterano Martin Niemöller, «Cuando los nazis vinieron por los comunistas», que
muchas veces ha sido erróneamente citado como salido de la pluma de Brecht
(Niemöller incluso había apoyado, antes de la subida de Hitler al poder, su
política antisemita y anticomunista, a la que luego se opuso y hubo de sufrir
presidio por ello). El poema fue en su origen no un poema, sino algo muy
parecido, un sermón («¿Qué habría dicho Jesucristo?») que Niemöller pronunció
en la Semana Santa de 1946 en Kaiserslautern.
Als die Nazis die
Kommunisten holten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Kommunist.
Als sie die Sozialdemokraten
einsperrten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein
Sozialdemokrat.
Als sie die Gewerkschafter
holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein
Gewerkschafter.
Als sie die Juden holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Jude.
Als sie mich holten,
gab es keinen mehr, der
protestieren konnte.
[Cuando los nazis se llevaron a los comunistas
guardé silencio;
yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas
guardé silencio;
yo no era socialdemócrata.
Cuando se llevaron a los sindicalistas,
no protesté;
yo no era sindicalista.
Cuando se llevaron a los judíos
no protesté;
yo no era judío.
Cuando vinieron a por mí
no quedaba nadie que pudiese protestar.]
Pero por más que se nos haya amaestrado, por más habituados que se nos
tenga a ese obsceno lenguaje del nacionalismo, si recapacitamos, si somos
sinceros, tendremos que reconocer que hay alguna fibra en nuestra alma que se
rebela, tendremos que reconocer que se nos está haciendo comulgar con ruedas de
molino. No hace falta mencionar aquí esos repugnantes extremos de la
anticultura que han hecho convertir en lengua oficial el bable o el aranés que
hablaban los palurdos. Tampoco es necesario observar que el euskera batua es
una invención de lingüistas, tan artificial como el esperanto —aunque de signo
completamente opuesto: no universal, sino idiótico. Tampoco hay que rememorar
la obsesión de Sabino Arana, que no le dejó dormir tranquilo hasta que pudo
rastrear los 126 apellidos vascos de la familia de su prometida, y asegurar a
sus secuaces que no había en ella ni una gota de impura sangre “española”.
En esta misma lista sé que hay quien podría escribir la versión catalana de
El bucle melancólico (no quiero decir
la traducción al catalán del libro de Juaristi, sino la demostración crítica de
las raíces racistas del catalanismo). ¿Cómo es posible que hayamos consentido
en que, insensiblemente, la palabra “catalanismo” indique ese fanatismo
nacionalista —por no decir simplemente nazi— que infesta la vida política y lo
hace sinónimo de un singular patrioterismo o chovinismo? No son ni imaginables
correspondencias con otros países: “francesismo”, “rusismo”, “alemanismo”…
“Galicismo” o “italianismo” no podrían pasar de ser términos filológicos.
“Americanismo” designaba la simpatía hacia actitudes desenvueltas y
democráticas de los norteamericanos. Casi todos los demás términos
semejantemente derivados de gentilicios sólo pueden tener el significado de
“folclorismo”. La excepción del “catalanismo” por sí sola me parece una
tremenda corrupción del lenguaje. ¿Por qué una palabra así puede designar algo
políticamente tolerable? ¿Por qué motivo el catalanismo debe santificarse? No
tendría que tener ni más ni menos sentido que el de inclinarse al japonismo, es
decir manifestar un determinado, libre y arbitrario gusto. Nada, en definitiva,
que pudiese tener el menor valor político. Estetizar la política es el
monstruoso crimen que cometieron los nazis, y aún perdura.
[…]
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