11 de abril de 2012

Nacionalismo


[DE: Alberto Luque]

No es el tema más inquietante, quizá, pero el nacionalismo me parece que ha llegado a convertirse en uno de los fenómenos más lacerantes de la vida civil.
Respecto a las posibilidades reales de una transformación social emancipadora uno puede tener razonablemente las mayores dudas, por más que por momentos no paren de intensificarse sus deseos de que ocurra. Yo casi sólo puedo extraer mi entusiasmo del subsuelo de lo maravilloso, de la esperanza en el milagro [del clinamen lucreciano, de la objetividad del azar, del materialismo “aleatorio”…]
Aun si científicamente podemos demostrar que es necesario imponer un orden social democrático (igualitarista, socialista) para impedir el deterioro de la vida hasta lo infrahumano, eso no quiere decir que basten para alcanzar ese orden las condiciones objetivas. La transformación social depende básicamente de las condiciones subjetivas, a saber, de la voluntad y de la costumbre: aquélla es la suma de todos los deseos individuales de felicidad, y ésta es la suma de todos los lastres ideológicos contra el cambio. Ambos son factores subjetivos (sus dos extremos), si bien tienen su base, su apoyo, sus condiciones en los factores objetivos.
Que una determinada política lleve el mundo a la mierda no es la razón inmediata según la cual resulta imposible prolongar tal política, porque ninguna providencia nos ha garantizado que esa mierda no sea el destino del mundo. Los aficionados a la teoría de juegos han abusado de una pueril confianza en los automatismos “lógicos”. Por ejemplo, Robert J. Aumann, que recibió en 2005 el Premio Nobel de economía, no se ha ruborizado al generalizar el principio “lógico-automático” de que el reame es lo que mejor garantiza la paz (lo decían los romanos: Si vis pacem, para bellum), sólo porque en la Crisis de los Misiles de Cuba fue efectivamente ése el principio que motivó la resolución “sensata”, pacífica, del conflicto; o porque ese mismo principio explica, inversamente, por qué Hitler, al no sentirse palpablemente amenazado, decidió iniciar su “guerra relámpago”. Es absurdo pretender que las cosas no podrían haberse desencadenado de otro modo incluso en esos casos, y más absurdo aún es pretender que el mecanismo de las decisiones se repite “matemáticamente” —como si los políticos computasen con toda pericia, con toda precisión, y evaluasen con toda exactitud todos los factores; o peor aún, como si ese cómputo racional se realizase “inconscientemente”, intuitiva pero infaliblemente. Se trata del mismo tipo de fantasía que alimenta la creencia en el resultado benefactor de la mano oculta del libre mercado.
Lo dicho, que no hay por qué confiar para nada ni en la lógica ni en la racionalidad como garantía contra el infierno; el infierno puede llegar del mismo modo que uno puede volverse loco, por más “insensato” que sea volverse loco…
Esta forma de razonar me autoriza a no reprocharle a nadie su pesimismo, pero también puede servir para todo lo contrario. Si reconocemos que sólo faltan condiciones subjetivas para transformar el mundo, es decir voluntad, ¿qué puede detenernos a la hora de gritar a los cuatro vientos que queremos invertir completamente el orden social? Ello será posible en el momento en que subjetivamente, arbitrariamente, lo quiera una cantidad suficiente de personas. Si los nazis pudieron realizar, aunque sólo fuese durante un decenio, su incierto, macabro, absurdo y alucinógeno sueño (pesadilla para los demás) de la sociedad depurada de comunistas y de judíos, ¿cómo podría negarse la posibilidad de que se realicen propósitos justos y racionales? Uno puede responder que el fracaso está garantizado, si adopta el punto de vista pesimista de que sólo los vicios, y no las virtudes, es lo que puede triunfar en la raza humana. Pero, pensémoslo bien, ese pesimismo no es en realidad la explicación, sino que es él mismo un factor que contribuye a impedir la transformación social, como en las profecías autocumplidas.
Dejemos ahora el tema de las posibilidades o imposibilidades de transformación social para deslizarnos a un terreno “cultural”, ese de la vida social en que se expresan los escupitajos nacionalistas a diario como si se tratase de un lenguaje legítimo, ese territorio inhabitable en que aún son menos las esperanzas de concordia que podemos albergar.
El fanatismo nacionalista no es el nuevo opio secular del pueblo, sino una nueva droga de diseño con principios activos verdaderamente dañinos y de efectos contrarios a los tradicionalmente opiáceos: en lugar de tranquilizar y confortar, lo que hace es generar adrenalina, agresividad, ganas de escupir, de arañar. Es extraño el modo en que ha llegado a naturalizarse como propio de la vida civil un lenguaje de la ofensa y del odio, el lenguaje del nacionalismo; y me refiero principalmente al catalán, o en general al separatista, no a esa absurda ficción de un “nacionalismo español” que “también es un nacionalismo” y otras monsergas… El “español” no puede ser ningún nacionalismo, porque España no es ninguna “nación”, sino un Estado, la mínima expresión de un imperio. (Yo, por cierto, simpatizo con los imperios; mi sueño social, desde niño, no ha sido la República de Platón, pequeña ciudad-Estado artificiosamente ordenada, sino el News from Nowhere de Morris, pero en el escenario galáctico de Star Trek, un imperio universal y democrático; odio lo pequeño, lo mísero, lo individual, lo egoísta, lo estrecho, lo miope, en suma, lo idiota…)
¿Cómo fue posible que la izquierda —tanto la moderada y parlamentaria como la extraparlamentaria y “radical”— dejase que se infiltrase en su ideario ese discurso nazi? Las “naciones”, sencillamente, no existen —o sólo son lo que decía Renan de ellas. Existen los Estados. Al menos en el terreno civil. En la poesía puede haber “naciones”, pero difícilmente lograremos nada bueno si involucramos esas fantasías folcloristas en el orden político.
Si nuestros oídos no se hubiesen insensibilizado a fuerza de escuchar tan a diario las estupideces nacionalistas, ¡qué espectáculo más terrorífico! ¡Qué absoluta falta de piedad! Escojo un par de hechos recientes, de los miles que recaman el tejido cultural catalán. Poco después de que una inteligencia tan dudosa como Duran i Lleida ofendió a los andaluces pobres tildándolos de holgazanes —como por los mismos días hizo ese otro señorito andaluz Cayetano Martínez de Irujo, típico golfo de esas tierras—, los jugadores del Sevilla salieron al campo, en un partido contra el Barça (en el Camp Nou), luciendo en sus camisetas el siguiente lema, inocuo y sentimental: “Orgullosos de ser andaluces”. Se produjo una ola de “indignación” entre los catalanistas. Me recordaba aquel chiste gráfico de Antonio Fraguas de Pablo “Forges”: “Señor juez, fue él quien empezó la bronca: golpeó mi hacha con los dientes.” Luego —o antes, ya no recuerdo la sucesión; tanto da, son fenómenos corrientes, continuos, que se prodigan a diario— el infame Joan Tardà, diputado de ERC, llamaba “hijo de puta” a Peces Barba por haberse atrevido a sugerir que la unión de Portugal, en su momento, habría sido más beneficiosa que la de Cataluña (sugerencia que, bien mirado, debería haber halagado los oídos de los separatistas). También por un comentario sobre los bombardeos de Barcelona. Tardà dijo responder en nombre de las “víctimas” (de nuevo como en el chiste de Forges, o como en el mundo al revés de lobos buenos y ovejas malas)… Y enseguida vino la continuación de la cruzada de la indignación contra una sentencia judicial que obliga a respetar los derechos lingüísticos (o sea de expresión). La madre del alumno quejoso, o quienes dirigieron su pleito, cometieron también un tremendo error; pero me parece un error preferible, disculpable, que se convierte en algo justo por compensación, como cuando en época de Lenin se decía que había que compensar a los ofendidos, que entonces sí eran las minorías nacionales, al revés de lo que sucede ahora. Pero el victimismo de este nacionalismo “minoritarista” se ha vuelto descarado y deletéreo. Quizá sólo se ha consentido porque queda algo de estilo imperial en España, una especie de convicción de que las pataletas de unos pocos no pueden hacer peligrar la concordia social.
Sé que este planteamiento tiene que escocer a muchos, entre quienes con seguridad se hallan incluso algunos de mis amigos. Eso no es razón para evitarlo, sino todo lo contrario. Hay que decir, si uno lo siente verdaderamente: “Hermanos, os estáis equivocando, estáis haciendo daño, estáis adoptando el lenguaje y las costumbres de los más viles…” Sembrar la discordia sólo conduce a cosechar tempestades, como se dice en el Génesis. Pero más que la discordia —que franca y libremente expresada podría pasar por síntoma de salud pública— lo que sufrimos es algo más odioso y terrible: la prohibición de discrepar, el pensamiento único, totalitario, y fundado en los más falaces y lunáticos principios.
En el caso vasco, por ejemplo, yo me siento inclinado a admitir que también, en parte, muchos ciudadanos que, equivocadamente, expresasen sus simpatías ideológicas con los fines políticos de ETA (nominalmente, independencia y socialismo) hayan sido objeto de ofensas y persecuciones intolerables. Pero ya hace mucho tiempo que las cosas funcionan al revés. En Cataluña, al menos, la situación es inequívoca, inequívocamente asimétrica: los soberanistas se pasan por el forro cualquier disposición legal, cualquier sentencia del Tribunal Constitucional que en su opinión “atente” contra lo que conciben como sus sagrados derechos a imponer su autoridad indiscutible.
Este insoportable clima de fanatismo disfrazado con monsergas “civilizadas” me parece que augura una tragedia (por el momento es sólo repugnante farsa). Impunemente se imprimen unas gigantescas letras en la ladera de un mogote para que a quilómetros pueda leerse “Puta España”. Imaginemos a un francés proclamando un insulto así a su patria, o un inglés a la suya. Puede estar irritado o explicando un chiste, o puede estar cometiendo un delito tipificado (que en caso de guerra puede llegar a ser gravísimo, de alta traición). Y ahora imaginemos no a un individuo, sino a amplios colectivos profiriendo ese salvaje insulto. No hay que imaginar nada: lo estamos presenciando a diario (pero quería hablar “como si”, para sugerir cómo “sería” una sociedad peligrosa e inhumana; porque sólo imaginando cómo sería la realidad si fuese inhumana, es como nos percatamos de que realmente lo es —como cuando Žižek explicaba su anécdota sobre la abominable sugerencia hippy del intercambio de parejas: “¡No!, porque se empieza intercambiando la pareja y se acaba intercambiando la comida.”) Pues muchos ayuntamientos catalanes permiten que los fanáticos perpetren eso en sus términos municipales. Y esos que como Tardà utilizan ese abyecto lenguaje procaz son los que se rasgan las vestiduras y se indignan de que alguien se haya atrevido a morder su machete, a ofender a su sacrosanto sentimiento nacionalista (porque hay “sentiments i sentiments”, según dicen), ni más ni menos que cuando los nazis enrojecían de rabia de sólo cruzarse en la calle con un apestoso judío.
¿Hay manera de “discutir” inteligentemente con —contra— los nacionalistas? Me temo que no. A lo sumo, y muy difícilmente, lo puede hacer uno con aquellos que, casualmente, son sus amigos (por otros motivos). Si se tratase de un asunto alejado en la historia, como el del Holocausto, toleraríamos examinarlo racional y desapasionadamente. Pero ¿cuál será la reacción emocional de un catalanista tipo si yo empiezo a exponer, por ejemplo, mis escasas opiniones sobre uno de los temas mencionados así:? «El catalán es un idioma “nacional”; de acuerdo —sea lo que sea que esto quiera decir. El “español”, entonces, no lo es, o no lo es solamente, sino algo más: un idioma internacional, o multinacional… y lo mucho es mejor que lo poco (que lo grande no deba imponerse de un modo innecesariamente destructivo es un principio fácil de entender, pero que se pretenda imponer lo estrecho y corto…)» Yo podría sintetizar mi opinión sobre el caso de aquella demanda para que los niños reciban instrucción en español de la siguiente manera geométrica: carece de causa, pero asimismo es irracional y falsa la postura de los catalanistas; la cuestión es que ambas partes confunden un derecho con un deber; nuestro país es bilingüe, legalmente bilingüe (además de ser bilingüe realmente), lo que significa que todo ciudadano tiene el deber de conocer dos lenguas, y el derecho de usar la que le plazca. Un padre no debe exigir que un profesor hable a su hijo en español —ni en catalán—, porque eso vulnera el derecho del profesor (salvo, obviamente, en clases de castellano, catalán, inglés, etc., que requieren el uso obligado de una lengua). Del mismo modo, el profesor no puede exigir que el alumno se exprese en tal o cual idioma (salvo, obviamente, en las clases antes mencionadas). El derecho es muy sencillo, y no puede dar lugar a que se vulnere, a que se entorpezca el que ambos tienen a expresarse en la lengua legal que deseen. ¿Hay manera más simple de entender lo que significa el respeto a los derechos? Pues no; y sin embargo unos y otros han aprovechado para introducir aquí los más monstruosos motivos de discordia y de ofensa: la exigencia de que “el otro” obre como nosotros deseamos. En verdad no creo que la sencilla geometría de este razonamiento hiciese la menor mella en la rabia de un nacionalista.
Podría añadir, incluso, que la falta es infinitamente más grave en los catalanistas, porque pretenden imponer el monolingüismo (y, puestos a escoger, era preferible el español, o el inglés, o el esperanto… para la vida pública, y cualquier jerga para la privada).
Me hago cargo de lo excesivo que resulta dilatarse en esos diversos aspectos de este espinoso problema del nacionalismo, al fin y al cabo banal para un voltaireano, que puede reducirlo todo a términos de ignorancia, malicia y superstición. Pero hemos dejado durante mucho tiempo de discutir —es decir de refutar— el nacionalismo, y ahora tenemos que pagar las consecuencias, contemplando cómo infesta nuestra vida civil, y hasta cómo corrompe los más recónditos lugares de nuestra vida privada y nuestra conciencia. Sucede un poco como cuando se empezó a tolerar el ideario fascista, o peor aún, se lo consideró inofensivo…
Quiero acabar, pero también quiero recalcar… Me parece tan odioso el tema que no temo a cansar al personal y hasta parecer un disco rayado. El parangón con el nazismo quizá parezca exagerado, pero si se piensa de qué inocua manera comenzaron los nazis a envenenar la vida pública, también es exagerada la comparación de ese nazismo primigenio con el del Holocausto, y sin embargo uno sucedió ineludiblemente del otro. He recordado un famoso poema del pastor luterano Martin Niemöller, «Cuando los nazis vinieron por los comunistas», que muchas veces ha sido erróneamente citado como salido de la pluma de Brecht (Niemöller incluso había apoyado, antes de la subida de Hitler al poder, su política antisemita y anticomunista, a la que luego se opuso y hubo de sufrir presidio por ello). El poema fue en su origen no un poema, sino algo muy parecido, un sermón («¿Qué habría dicho Jesucristo?») que Niemöller pronunció en la Semana Santa de 1946 en Kaiserslautern.

Als die Nazis die Kommunisten holten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Kommunist.
Als sie die Sozialdemokraten einsperrten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Sozialdemokrat.
Als sie die Gewerkschafter holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Gewerkschafter.
Als sie die Juden holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Jude.
Als sie mich holten,
gab es keinen mehr, der protestieren konnte.

[Cuando los nazis se llevaron a los comunistas
guardé silencio;
yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas
guardé silencio;
yo no era socialdemócrata.
Cuando se llevaron a los sindicalistas,
no protesté;
yo no era sindicalista.
Cuando se llevaron a los judíos
no protesté;
yo no era judío.
Cuando vinieron a por mí
no quedaba nadie que pudiese protestar.]

Pero por más que se nos haya amaestrado, por más habituados que se nos tenga a ese obsceno lenguaje del nacionalismo, si recapacitamos, si somos sinceros, tendremos que reconocer que hay alguna fibra en nuestra alma que se rebela, tendremos que reconocer que se nos está haciendo comulgar con ruedas de molino. No hace falta mencionar aquí esos repugnantes extremos de la anticultura que han hecho convertir en lengua oficial el bable o el aranés que hablaban los palurdos. Tampoco es necesario observar que el euskera batua es una invención de lingüistas, tan artificial como el esperanto —aunque de signo completamente opuesto: no universal, sino idiótico. Tampoco hay que rememorar la obsesión de Sabino Arana, que no le dejó dormir tranquilo hasta que pudo rastrear los 126 apellidos vascos de la familia de su prometida, y asegurar a sus secuaces que no había en ella ni una gota de impura sangre “española”.
En esta misma lista sé que hay quien podría escribir la versión catalana de El bucle melancólico (no quiero decir la traducción al catalán del libro de Juaristi, sino la demostración crítica de las raíces racistas del catalanismo). ¿Cómo es posible que hayamos consentido en que, insensiblemente, la palabra “catalanismo” indique ese fanatismo nacionalista —por no decir simplemente nazi— que infesta la vida política y lo hace sinónimo de un singular patrioterismo o chovinismo? No son ni imaginables correspondencias con otros países: “francesismo”, “rusismo”, “alemanismo”… “Galicismo” o “italianismo” no podrían pasar de ser términos filológicos. “Americanismo” designaba la simpatía hacia actitudes desenvueltas y democráticas de los norteamericanos. Casi todos los demás términos semejantemente derivados de gentilicios sólo pueden tener el significado de “folclorismo”. La excepción del “catalanismo” por sí sola me parece una tremenda corrupción del lenguaje. ¿Por qué una palabra así puede designar algo políticamente tolerable? ¿Por qué motivo el catalanismo debe santificarse? No tendría que tener ni más ni menos sentido que el de inclinarse al japonismo, es decir manifestar un determinado, libre y arbitrario gusto. Nada, en definitiva, que pudiese tener el menor valor político. Estetizar la política es el monstruoso crimen que cometieron los nazis, y aún perdura.
[…]


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