16 de abril de 2012

Más sobre el lenguaje


[DE: Alberto Luque]

Hace unos días os proponía tratar del problema de la contaminación de significantes en el vocabulario político. Quiero insistir un poco.
El tema de la corrupción del lenguaje empleado en la vida política no tiene mucho que ver con cuestiones de pureza o rigor filológicos. No se trata del mismo daño que se hace cuando se usan palabras con significados distintos de los tradicionales (i.e. de las acepciones consignadas hasta el momento en el diccionario), como por ejemplo ocurre cada vez con más frecuencia con palabras como “deleznable” o “latente”, ni tampoco cuando se fabrican espontáneamente palabras anómalas, como por ejemplo “preocupante”, o expresiones absurdas o chocantes, como “espacio de tiempo” —que suena como “madera de hierro”—, etc. Recordaba en mi anterior mensaje la evidente necesidad que tiene toda ciencia u oficio de elaborar un vocabulario técnico inequívoco. Un matemático llama a ciertos entes números “naturales”, “irracionales” o “imaginarios”, y nos habla de “funciones monótonas” y otras especies intrigantes, sin que ni por asomo le vengan a la mente ideas como la de (números) “salvajes”, “lunáticos” o “inexistentes”, ni la de “espectáculos aburridos” (por “funciones monótonas”)…
Sólo en el terreno sociológico, en el terreno común, político, nos vemos arrojados a un espacio sin lenguaje bien definido, a una selva de monstruos proteicos y engañosos —que es lo que devienen algunas palabras comunes—, de cuya naturaleza hostil o afable nunca podamos estar seguros. La realidad es aquí como la ficción de 1984 (y en especial parece realizarse por momentos la pesadilla de la nevlengua).
El problema con la corrupción del significado de términos políticos —o sociológicos— es que se convierten en lo que Ogden y Richards llamaban “Irritantes”, es decir términos sin verdadero significado denotativo, pero, lo que es más peligroso, con una gran carga de significaciones emocionales, irracionales.  Cuando esto sucede, no basta con proceder a usar —y propugnar el uso de— otros términos bien definidos y no contaminados, (1) porque esto sólo saca de la confusión a una minoría de personas ideológicamente advertidas, y (2) los términos contaminados siguen influyendo o condicionando o reforzando la actitud acrítica de la mayoría.
Me gusta recordar a menudo el topos de Ortega de que el lenguaje, más que para expresar los pensamientos, sirve para ocultar los sentimientos… Ya desde, al menos, la Grecia clásica se advirtió la facultad prodigiosa del lenguaje para confundir y engañar, tanto como —o incluso más que— para comunicar hechos ciertos, información verdadera. (Gorgias, por ejemplo, en su Encomio de Elena…) En nuestros días ese uso falaz del lenguaje se ha vuelto incluso zafio —al contrario que en los sofistas, donde el refinamiento paradójico alcanza las máximas cotas de profundidad intelectual. Hoy se hace creer a casi todos que un problema se resuelve cambiándole el nombre a la variable independiente, como jocosamente decía Hilbert. Recuerdo a un pequeño delincuente juvenil de mi pueblo que rechazaba un día el reproche de haber robado, corrigiendo así a su acusador: “No lo he robado, sólo lo he sustraído”. Y como el decálogo mosaico no prohíbe literalmente “sustraer”, sino sólo “robar”, aquel pilluelo seguramente creía haber hallado un modo legítimo de probar su inocencia. (La cosa no es tan sencilla si nos atenemos a los modernos códigos penales, que hilvanan, por ejemplo, la diferencia entre hurto y robo, etc.; pero no se crea que no habría escapatoria para un listillo que quisiera atenerse a la letra; en el artículo 244 de nuestro Código Penal, por ejemplo, se usan casi indistintamente los verbos “sustraer” y “utilizar”, referidos a vehículos, de un modo que se presta a sofisterías más interesantes que las de la época de Protágoras: “El que sustrajere o utilizare sin la debida autorización un vehículo a motor o ciclomotor ajenos, cuyo valor excediere de 400 euros, sin ánimo de apropiárselo, será castigado con la pena de trabajos en beneficio de la comunidad de 31 a 90 días o multa de seis a 12 meses si lo restituyera, directa o indirectamente, en un plazo no superior a 48 horas, sin que en ningún caso la pena impuesta pueda ser igual o superior a la que correspondería si se apropiare definitivamente del vehículo.”)
Tomemos de nuevo la palabra “democracia”, es decir el hecho de que tel quel haya llegado a hacerse sinónima de sistema capitalista con gobierno parlamentario. Una salvación está en la multiplicación o añadido de epítetos (“directa”, “popular”, “socialista”, etc.); pero este expediente, como decía, es inocuo, en la medida en que el uso a secas de la palabra “democracia” sigue aludiendo al falaz y superficial escenario (farsa) en que se depositan papeletas en urnas cada cierto lapso para votar a distintos partidos organizados —momento a partir del cual los distintos políticos, según las cotas de poder alcanzadas, hacen y deshacen sin transparencia, publicidad ni responsabilidad alguna.
Lo mismo con la palabra “igualdad”, que se reduce a su significación puramente jurídica de igualdad formal “ante la ley”, ignorando lo que tiene de farsa el hecho de que las condiciones en que cada parte se halle sean tremendamente desiguales. Si uno pretende estirar el concepto y arrastrarlo al terreno de la igualdad económica, veremos alzarse indignados a todos los ricos, que nos reprocharán nuestra “envidia”, como hace Escohotado en Los enemigos del comercio. Durante el período de transición del feudalismo al capitalismo, la burguesía adhería al lema de la igualdad, pero realmente sólo pensaba en igualarse a la nobleza; nada más lejos de un verdadero igualitarismo, del comunismo maduro que ya empezó a desarrollarse políticamente en la misma época de la Revolución francesa. El Imperio napoleónico no tendría otro objetivo que el de socavar esos mínimos e incipientes destellos de lucidez social.
Y ¿qué sucede con términos como “resistencia” o “indignación”? En mi opinión son buenos y malos, útiles e inútiles, dependiendo de cómo se usen, de cómo se incardinen en un tejido social de ideas claras y compartidas —o mejor, dependiendo de si tal tejido existe o no. “Indignarse” y “resistir”, en rigor, es algo que de momento hacen mucho mejor los ricos que los pobres: se indignan contra toda reclamación de justicia, y se resisten terca y eficazmente contra toda presión igualitarista. Si no disponemos de ese tejido social que vuelve unas palabras patrimonio casi exclusivo de un bando, que las vuelve directa e inequívocamente útiles sólo para un propósito racional, no engañoso, entonces (con palabras como “indignación” o “resistencia”, etc.) caemos en la actitud imbele, inocua, idealista, del sentimentalismo.
Pero no caigamos tampoco en exageraciones sobre el condicionamiento —mal llamado “relativismo”— lingüístico. No existe realmente algo así como una “lengua de la clase dominante”, por oposición a la cual habrían de construirse otras para uso de las clases subalternas, ni de ningún grupo social en particular. Eso lo dejó muy claro Stalin, en el que Sebastiano Timpanaro juzgó el único escrito de aquél con un verdadero valor teórico (quizá también habría que concedérselo a sus textos sobre el nacionalismo, y en particular a su desarrollo del leninismo en el tema de valor político de las luchas anticolonialistas). La lengua es común; y no sólo es común a todos los ciudadanos de un país, ocupen la posición social que ocupen, sino que, en un sentido universal, “generativista”, el lenguaje es común a toda la humanidad: cualquier lengua es la misma lengua. Las diferencias entre los diversos usos lingüísticos constituyen jergas, no lenguas.
Se trata, por tanto, siempre, de combatir en el terreno de las ideas, usando la misma lengua que usan quienes no las comparten. Incluso si se trata de corregir el uso o las connotaciones de unas determinadas palabras, estamos en el terreno del combate ideológico, y no en un terreno académico puramente lingüístico; y esa corrección sólo puede ser propuesta o discutida, de nuevo, en la misma lengua, ya parcialmente corrompida, que se pretende refinar. Esto no significa en modo alguno negar que el vocabulario, como medio, como instrumento, sea por supuesto un arma decisiva —cuando no sintomática. Por sí solas, las palabras no hacen ningún daño, ni tampoco ningún bien. Pero mediatizan un daño o un bien que procede de las relaciones sociales, del entramado social, y por tanto ideológico, en que tales palabras han de usarse.
Que “jesuítico” signifique hipócrita, falaz —o, atenuándolo un poco, cauteloso o astucioso—… que estas denotaciones estén recogidas en nuestro diccionario dice mucho acerca del recelo con que generalmente se ha mirado a los distinguidos miembros de la Compañía de Jesús (una “compañía” que no es ni la primera ni la última, como bromeaba Benavente: la primera un par de mulas, y la última dos ladrones).
Que “gitano” signifique gracioso, brioso, pero también algo así como embaucador, alguien que sabe engañar con zalamerías… otro tanto. Y eso cuando no se asocia este gentilicio al amor a lo ajeno, como en la primera rotunda frase de “La gitanilla” de Cervantes —que hoy pasaría por una deliciosa y absoluta “incorrección política”—: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y finalmente salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.” Y que “ir hecho un gitano” signifique presentar un aspecto lamentable, zarrapastroso, harapiento, sin duda no le resulta chocante a nadie. Lo que no quita para que, en otro contexto (i.e. con otra connotación) pueda expresarse satisfacción u orgullo, como cuando Camarón pronunciaba “zhoy ’itano”…
Y ¿qué pasa con la palabra “inmigrante”? Bueno, aquí ya hay un inevitable deje de desprecio y de racismo. Aunque el mal no está, insisto, en la palabra misma —desde luego impropia—, sino en la mentalidad xenófoba y clasista, en los prejuicios que revela. Uno puede seguir la inculta costumbre de llamar inmigrantes a los inmigrados y sin embargo rechazar todo tipo de discriminación antidemocrática. Eso es así: la impropia palabra la usan, para denotar a las mismas personas, tanto quienes defienden los derechos de los trabajadores extranjeros como quienes azuzan la xenofobia. Así que no se trata de un problema meramente lingüístico. (En todo caso, nunca puede tratarse de inmigrantes propiamente hablando, sino de trabajadores extranjeros, o de inmigrados. A finales del siglo xviii o principios del xix habría resultado inconcebible, por estúpido, llamar émigrants a los émigrés. Este gerundio perpetuo parece como una novísima forma verbal, para designar la acción que permanece como tal aun después de acabada… O sea que ser “inmigrante” no tiene fecha de caducidad, por más que uno ya no se mueva de su sitio. Claro que “inmigrante” suena más como “currante” —condición, esta sí, perpetua—, mientras que “inmigrado” suena como “currado”…)
Lo dejo aquí. Quería distraerme un poco con algunas reflexiones entre melancólicas y jocosas.


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