19 de septiembre de 2012

Sobre la eficacia comunicativa

Josep Maria Cuenca

Nada hay más agotador y deprimente que pretender impugnar una fe con argumentos racionales. Es como hablar en zulú a alguien que sólo habla en ruso. De ahí que en semejantes circunstancias la única manera de llegar a alguna conclusión medianamente positiva sea intentar convencer al creyente de que su fe es un asunto privado, íntimo, y que en consecuencia sería aconsejable que en los debates públicos no ocupara un lugar esencial. Hay creyentes que lo admiten. Recuerdo que con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Darwin, en 2009, un programa de la televisión pública catalana (no recuerdo si fue TV3 o el Canal 33) invitó a varios científicos, uno de los cuales era cristiano. Al ser éste preguntado sobre si se podía ser cristiano y evolucionista al mismo tiempo contestó de un modo concluyente: “Por supuesto que sí”. Por desgracia, se trata de un caso excepcional; pero en cualquier caso ilustra de un modo espléndido cómo personas que profesan una fe religiosa son capaces de ser moral e intelectualmente racionales.
Sin embargo, cuando la naturaleza religiosa de una fe no es percibida explícitamente como tal por sus feligreses, las resistencias a la racionalidad pueden ser todavía mayores (lo que es mucho decir), casi herméticamente categóricas. Este es el caso del nacionalismo en general, y de los nacionalismos vasco y catalán en particular. Porque lo que caracteriza a ambos patriotismos aludidos es haber llevado a cabo lo que Jon Juaristi denomina “una transferencia de sacralidad”. Es decir, que sus respectivos creyentes han cambiado la parroquia del barrio por la nación étnica (y no son pocos los que frecuentan las dos iglesias).
No cabe duda que la humanidad ha progresado en muchos aspectos desde las cuevas de Altamira hasta hoy, pero no todo el mundo ha evolucionado de igual modo ni al mismo ritmo. Por ello, entre otras razones en las que ahora no voy a entrar, resulta poco razonable afirmar que la evolución moral de la humanidad está en su mejor momento, y mucho menos que es lineal y acumulativa. Pangloss ayer y Fukuyama hoy, mienten como bellacos. Conviene no olvidar que del Tercer Reich o del gulag estalinista hace sólo dos telediarios en términos históricos, por no hablar de la carnicería de los Balcanes o de Ruanda. Y el primero de los casos mencionados se refiere a un Estado-nación que era y sigue siendo uno de los más desarrollados del mundo en todos los sentidos.
La Ilustración y los movimientos obreristas del siglo xix (por no retroceder más en el tiempo) estaban plenamente persuadidos de que la universalización de la educación facilitaría la emancipación de la humanidad. Era bastante sensato pensarlo: la única libertad posible entre los seres humanos (libertad que siempre se verá limitada por mil condicionamientos de orden individual y social) está vinculada al conocimiento consciente. Nadie puede querer ejercer la libertad de viajar a África si ignora la existencia de ese continente, así como nadie puede querer defender la dignidad laboral sin haber interiorizado previamente la idea de la dignidad laboral.
Lograda en algunos países la educación universal al menos hasta bien entrada la juventud, se ha podido comprobar que el optimismo progresista erró en su loable diagnóstico. Las cosas son mucho más complicadas y hoy hace ya rato que sabemos que el acceso al conocimiento está condicionado por mil factores de índole muy diversa. En Estados Unidos o Escandinavia, por ejemplo, no para de crecer el número de escuelas privadas creacionistas que incluso cuando imparten gimnasia aprovechan para machacar a Darwin. Y el empeño adoctrinador de setenta años de educación soviética ya sabemos qué resultados tan maravillosos ha alcanzado: sus alumnos aventajados se llaman Yeltsin o Putin.
Concurrir a los debates públicos sin tener en cuenta lo que tan chapuceramente acabo de exponer en los párrafos precedentes dificulta de forma adicional y considerable el avance de la razón sobre el irracionalismo. No se puede pretender convencer a nadie sin tener en cuenta en qué condiciones (subjetivas y objetivas) tiene lugar el diálogo o la discusión y, en consecuencia, sin adaptar los argumentos a dichas condiciones. Negarse a ello supone condenar la eficacia comunicativa a la nada. Hablo, que conste, de una cierta adaptación; no de renuncias intelectuales.
Escribo estas líneas porque, tras difundir Constelación entre algunos amigos y conocidos cuya sensatez está para mí fuera de toda duda, la reacción que algunos de ellos me han hecho llegar es que compartían buena parte de los argumentos expuestos, pero discrepaban del tono despreciativo o agresivo que en algunos casos, desde su punto de vista, se utilizaba. Expongo el tema para propiciar una reflexión al respecto, al tiempo que quiero dejar claro que entiendo, al menos parcialmente, la objeción de los lectores a que aludo. Admito que quizá yo no sea la persona más indicada para sugerir que a veces las elecciones adjetivas no han sido en Constelación las más eficaces u oportunas, puesto que cuando escribo tiendo a menudo a la mordacidad, la ironía y el sarcasmo. Pero no es menos cierto que en mis escritos procuro (si lo consigo o no yo no soy la persona idónea para juzgarlo) llevar a la práctica aquello del “análisis concreto de la situación concreta”. Procuro, en fin, que mi causticidad dependa de a quién y a qué me refiera en cada momento.
Muchas personas viven en la superstición o el autoengaño y es probable que la mayoría jamás logre escapar de esa desgracia; sólo la muerte los “liberará”. Es terrible, ciertamente, que así sea generación tras generación a causa, sobre todo, de los dos grandes males de la humanidad desde sus orígenes: la ignorancia y la miseria, las cuales, por otra parte, no caen del cielo o surgen de la nada sino que se deben a la organización social de los propios seres humanos. Pero la mayoría es una parte; no el todo. Yo creo (y creo en ello porque he conocido casos en que ha sucedido: aunque sean muy pocos, son muy importantes para mí) que es posible influir socialmente. Ahora bien, para lograrlo hay que adaptar los discursos a los destinatarios y hacerlo con respeto o mordacidad según cada caso, pero nunca indistintamente.
Adjunto, para acabar, el enlace de un excelente artículo del editor Andreu Jaume aparecido días atrás en El País sobre un tema que nos ha ocupado y nos ocupará, lamentablemente, durante mucho tiempo y que, de hecho, ha motivado que me ponga a escribir este texto. El artículo de Jaume me parece un ejemplo inmejorable de eficacia comunicativa y de crítica racional bien entonada. A pesar de que la mayoría de patriotas, como bien sabemos, lo vaya a despreciar en el caso poco probable de que lo lean.
El artículo de Andreu Jaume:

10 comentarios:

  1. Yo comparto por completo el sentir de que la vida civil sólo podrá ser protegida de catástrofes horripilantes si la gente aprende a distinguir entre los deseos y la realidad, entre lo lógico y lo instintivo, y entre lo público y lo privado. De modo que, si se trata de discutir cuestiones políticas o económicas, se pueda discrepar todo cuanto se quiera, pero no se infeste la discusión misma con “sentimientos” y fantasías privadas.

    No estoy seguro, en cambio, de que no se trate también de un “sentimiento”, de una sensación muy subjetiva, lo que explican las últimas palabras de tu entrada, en las que aludes a un posible pecado de agresividad verbal cometido en este blog. No me refiero a que sea subjetiva o ilusoria tu certeza de que hay personas amigas cuyos más íntimos sentimientos han sido heridos por la lectura de los textos antinacionalistas de Josep Maria Viola, o los míos, o incluso los tuyos. Seguro que es así. Lo que me pregunto no es si hay personas que se sienten ofendidas, sino si ese sentimiento está justificado. Yo tengo amigos y familiares profunda y sinceramente creyentes, con los que a veces he discutido de cuestiones religiosas, y que no se han sentido ofendidas porque yo mantenga que sus creencias son falsas y no poseen la menor garantía (lo primero no lo admiten, lo segundo sí); pero no me cuesta imaginar a otros creyentes que al oír de mis labios exactamente las mismas palabras las interpretarán como un insulto intolerable.

    Si creyese tanto como tú en eso de que es posible influir socialmente, me inquietaría más por esta cuestión del lenguaje más eficaz a adoptar; pero como no creo, me parece preferible decir las cosas con la mayor franqueza y exactitud que pueda; más aún, me parece preferible, muchas veces, no decir ni hacer nada, sino contemplar como un ángel indolente, procurando que no me salpique, el turbulento río de la “pobre humanidad” en que seguramente pensaba el patrón de Bartleby al meditar sobre el insondable drama de este pobre escribiente.

    Quiero añadir también esto: que el artículo de Andreu Jaume me parece tan ofensivo, o más, que todo cuanto al respecto se ha dicho en las páginas de Constelación; ofensivo en sentido crítico, para nosotros, y en el sentido de un insulto intolerable, para los nacionalistas.

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  2. Un tema recurrente y nodal que se ha venido tratando aquí es el de que nacionalismo e izquierdismo son inconciliables. Hace unos meses se hizo referencia, en una fugaz discusión, a la diferencia entre las luchas anticolonialistas y antiimperialistas “de liberación nacional” y los movimientos nacionalistas separatistas en España («El relativismo cultural como falsa garantía del catalanismo» [comentarios del 3 de junio]).

    El antropólogo Manuel Delgado ha iniciado recientemente una entusiástica campaña personal a favor de los proyectos nacionalistas, y en particular ha combatido como un tópico falso esta convicción que tenemos algunos de que izquierdismo y nacionalismo están reñidos. Josep Maria Viola se refería, en la discusión en torno a su artículo «¿Secesión o sucesión? Mitos y perversidades del nacionalismo catalán» (comentario del 16 de septiembre), al tema del derecho a la autodeterminación, tal como fue defendido por Lenin y otros dirigentes comunistas, como origen de esa confusión entre comunismo y nacionalismo; citaba allí también una interesante síntesis crítica de Felipe Giménez. Me parece que en lo esencial todo aquello sirve bien para mostrar el error de Delgado. Refiriéndose a los separatismos nacionalistas como si se tratase del mismo fenómeno de “luchas de liberación nacional” que llevaron a los bolcheviques a hablar del derecho a la autodeterminación o a Mao a elaborar su teoría de los tres mundos (en que, por cierto, sigue siendo más fuerte el componente de coaligado de grupos de países en lucha que el componente de preocupación por la soberanía de cada uno), Delgado escribe [continúa en el siguiente comentario]:

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  3. «Sabemos que así ha sido y están siendo en muchísimos casos, en los que las tomas de posición revolucionarias han sido esencial y esencialistamente patrióticas. Son bien conocidos los ejemplos registrados a lo largo de los años 50 y 60: Angola, Cabo Verde, Cuba, Argelia, Guinea Bissau, Vietnam, Chile y la mayoría de países de lo que un día fue el movimiento de los no alineados. La revolución cubana, con su consigna “Patria o muerte, venceremos”, explicita bien esa síntesis. Líderes revolucionarios bien conocidos lo fueron también de movimientos fuertemente nacionalistas, como Ahmed Ben Bella, Samora Machel, Amílcar Cabral, Ho Chi Minh, Sekou Touré, Patricio Lumumba o el propio Castro, por supuesto.

    »Y lo mismo valdría para Europa, donde los partidos comunistas plantearon la lucha antifascista en clave patriótica, sobre todo, como es lógico, en el contexto de la ocupación nazi de sus territorios. En Catalunya esta cuestión aparece como ostensible. Piénsese en el caso del POUM, de la Unió Socialista, de Estat Català-Partit Proletari, del Bloc Obrer i Camperol, el Partit Comunista de Catalunya y, cómo no, de la fusión de algunos de los mencionados en el Partit Socialista Unificat de Catalunya, el PSUC, que protagonizó el único caso en que Catalunya ha sido admitida como nación con entidad propia en un organismo internacional, en este caso la mismísima III Internacional. Recuérdese que la defensa de la República tuvo en España, de la mano precisamente del PCE, una considerable dimensión nacionalista y de liberación nacional, con sus frecuentes exhortaciones a la defensa de la patria contra los invasores moros, italianos y alemanes.

    »También cabe tener presente que ese mismo patriotismo de izquierdas es el que ha animado y anima numerosos movimientos de liberación nacional determinados conflictos europeos, como el corso, el bretón, el norirlandés o, en el caso español, de catalanes, vascos y gallegos, que en algunas de sus corrientes principales asumieron y mantienen todavía hoy posiciones políticas de signo marxista-leninista.» [«Las izquierdas revolucionarias y las luchas por la emancipación nacional» (23 de enero de 2012).]

    Pero todo esto no pasa de pura retórica si antes no se demuestra que Cataluña, por ejemplo, es realmente un “territorio ocupado” y expoliado por un país imperialista extranjero. En el caso de Argelia y otros muchos, no hace falta. También es evidente que la guerra contra el ejército golpista era una lucha patriótica, por España y su legítimo gobierno republicano. La cuestión es entonces, no que sea justa, democrática o socialista la lucha por la soberanía nacional, sino que sea verdadera la idea de que Cataluña y otras partes de España hayan sido oprimidas; las luchas de liberación nacional apoyadas por la III Internacional se generaban en un contexto de opresión y explotación archievidentes; los nacionalismos separatistas en España, como las fantasías racistas de los nazis, se generan en el alucinógeno territorio de las fantasías, de las mentiras podridas, de la más absoluta pérdida de realidad.

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  4. Escribí ayer mi texto sobre eso de la eficacia comunicativa (perdón por parecerme al sobrino garrulo de Habermas) concibiéndolo no como un artículo, sino como si estuviera conversando con vosotros (y con mis amigos aludidos) tomando un café, con sosiego y en familia. Pese al carácter “dadaísta” (automático, espontáneo...) de mi texto, abordé las objeciones de mis amigos ajenos a “Constelación” convencido racionalmente que habían de ser tenidas en cuenta más allá o más acá de que tuvieran mucha, poca o ninguna razón. Conviene, sin embargo, precisar una cosa: tras la lectura de “Constelación”, mis amigos no se sintieron en absoluto ofendidos como un integrista ante una caricatura de su dios; todo lo contrario: compartían en gran medida lo expuesto aquí. Sencillamente, verbalizaron sus dudas acerca de la pertinencia o eficacia del tono o el léxico que en algunas ocasiones se ha empleado.
    Por otra parte, cuando me puse a redactar mi breve “oralidad escrita” tuve muy presente que no era la primera vez que alguien se refería aquí al asunto del lenguaje. En los orígenes de “Constelación”, cuando este blog era una lista de correo cerrada, se produjo una intervención en un sentido similar que me conmovió particularmente por la honradez intelectual y la valentía sanamente impúdica que vi en la persona que entonces objetaba lingüísticamente. Una persona -dato relevante- próxima, yo diría, a un cierto discurso canónico del catalanismo. En consecuencia, el tema me parece de lo más relevante.
    Entiendo perfectamente que Alberto afirme: “Si creyese tanto como tú en eso de que es posible influir socialmente, me inquietaría más por esta cuestión del lenguaje más eficaz a adoptar; pero como no creo, me parece preferible decir las cosas con la mayor franqueza y exactitud que pueda; más aún, me parece preferible, muchas veces, no decir ni hacer nada, sino contemplar como un ángel indolente, procurando que no me salpique, el turbulento río de la “pobre humanidad” en que seguramente pensaba el patrón de Bartleby al meditar sobre el insondable drama de este pobre escribiente”. Y cuando digo que lo entiendo quiero decir que lo entiendo del modo siguiente: admito que la manera en que he expresado mi creencia en la influencia social es torpe, autorreferencial y aparentemente ilusa, pero lo he hecho de manera consciente y me reafirmo. No ha sido un capricho, aunque sí una efusión sentimental: el paréntesis que he interpolado al exponer mi creencia en la influencia social tenía una destinataria concreta, precisamente una amiga (una de las objetoras lingüísticas en cuestión) que leerá esta discusión y cuyo ejemplo vital es uno de los que me confirma que, aunque sea de un modo numéricamente escaso, la influencia social tiene lugar. La confianza de mi amistad con ella me permite aludir a su caso sin pudor, al tiempo que vosotros comprendereis perfectamente que no puedo ni debo traspasar el terreno de la alusión, es decir, que no debo entrar en detalles.

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  5. (Continuación del comentario anterior)
    No creo que mi debilidad emocional (ahora me parezco al hijo adoptivo de ese cretino de Goleman: ¡menuda familia, la mía!) resulte intempestiva. Es más, las debilidades emocionales no han sido infrecuentes en “Constelación” ni en su embrión (la lista de correo antes mencionada). E iré más allá: las palabras de Alberto que he citado no carecen de “sentimentalidad”, de “emocionalidad”, no carecen, en fin, del humano lastre de responder a un estado de ánimo.
    Yo no creo tanto como pueda parecer en la influencia social, ni mi temperamento es para nada optimista. Quienes me conocen bien (Alberto, por ejemplo) saben que tiendo a la melancolía y al desánimo, pero no al nihilismo, al menos cuando hablo o escribo públicamente. Un nihilista honrado y sincero debe ser respetado pero, si fuese consecuente, debería dedicarse a cultivar su subjetividad lejos del ámbito del pensamiento público experimentando, qué sé yo, con las drogas ilegales, plantando bonsais, montando en globo o coleccionando pelos de pubis femeninos como aquel aristócrata entrañable de alguna película de Berlanga. Por lo que digo se entenderá que encuentre ligeramente contradictorio cierto desdén que Alberto muestra en sus palabras. Entiendo que si no se cree en la posibilidad de la influencia social uno se despreocupe por completo del lenguaje, pero tampoco entiendo del todo que en tales circunstancias alguien se tome la molestia de combatir las ideas ajenas y defender las propias. Pero que quede bien claro que me parece muy bien que cada cual vaya a su rollo.
    Hace ya muchos años, en una entrevista que hice a Félix de Azúa para un diario hoy bastión del catalanismo triomfant, el autor de Mansura me explicaba que Fernando Savater y él habían llegado a la conclusión de que había que escribir muy clarito aun a riesgo de parecer tontos. Yo lo suscribo y añado que hay que adaptarse a las circunstancias de cada momento en que uno se expresa. No creo que se deba renunciar a estimular la reflexión en aquellas personas potencialmente capaces de gobernar sus vidas y de salir de las corrientes irracionales, gregarias de la Historia. Por esta razón me parece tan importante la cuestión que ayer planteé a raíz de los comentarios de mis amigos ajenos a “Constelación”.
    Por último, confieso que mi condición de docente tiene mucho que ver con la posición que sostengo y con la forma acaso un pelín paternalista en que me expreso.

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  6. Reconozco que hay algo aparentemente muy contradictorio en nuestra actitud crítica hacia el nacionalismo, pero que en realidad es más bien el reflejo o respuesta crítica a las contradicciones que caracterizan al propio nacionalismo. Lo juzgamos un “sentimiento” —añadir “irracional” sería redundancia, aunque lo hacemos muchas veces para indicar que se trata del tipo de sentimientos más incivil y deletéreo— y a continuación nos inquietamos por el modo o tono verbal en que debe ser combatido. Si se tratase de una teoría, de un proyecto de carácter político, pedagógico, científico, etc., no se nos plantearía el problema del lenguaje a usar: se trataría de oponer unos argumentos a otros argumentos. Pero tratándose de sentimientos y no de argumentos, lo que hacemos es, en primer lugar, censurarlos como tales sentimientos, en la medida en que infestan la vida civil, que sólo debería admitir argumentos, sean o no correctos. Pero al denunciar la xenofobia, la mórbida tendencia a la distinción ilusoria, el carácter deshumanizador, desmoralizador, cateto, receloso y místico del nacionalismo, el efecto de nuestra crítica no es el de producir un autoexamen racional, sino el de ofender el sentimiento mismo denunciado. Queremos simplemente que la fascinación de “sentirse” tal o cual, de tener tal o cual manía, tal o cual gusto (sentirse refinado, bárbaro, romántico, mujer, ángel, tramposo, catalán, pigmeo, beato, nihilista, inmortal, mortal, alevoso, cansado, gracioso…), que todo eso no salga del limitado juego privado de los dramas personales y los círculos familiares, que nada de eso venga a perturbar la vida política. Sin embargo, es posible —y quizá incluso ineludible— que nuestra censura de todo lo irracional obedezca también a un sentimiento. Quizá esta confrontación mellaría algo esa salvaje tendencia de los talibanes nacionalistas a creerse acreditados por un sentimiento: es que los demás también tenemos nuestros sentimientos, y a mí en particular me repugna la farándula del tradicionalismo y las costumbres catetas. Si los catalanistas, henchidos de glorioso patriotismo, creen que la sustancia espiritual que comparten —y a la que a veces llaman seny y otras veces la llaman terra y sang— debe ser obligatoria, yo desearía en cambio una sociedad de hombres escépticos; al menos deberíamos conformarnos con una sociedad en la que los hombres no tengan que soportar la odiosa presión de los integristas para compartir un solo credo, sea cual sea, una sociedad donde lo único obligatorio sea el respecto a las leyes comunes, civiles y penales (y, por supuesto, donde el contenido de tales leyes no viole el derecho de cada cual a pensar y vestir como quiera).

    Y no debemos olvidar en nuestra crítica el hecho más importante y lacerante: que las masas nacionalistas son víctimas de los demagogos. Habría que conseguir que simplemente consiguiesen ser sinceras, que no se engañasen a sí mismas, que llamasen queso al queso —porque, como decía el chiste, “se está viendo claro que es queso”. ¿No deberían estos entusiastas del “sentimiento” pararse a pensar qué atroz resulta que a una muchacha que nació en Barcelona porque su madre segoviana llegó allí con el bombo, se le ocurra que está viviendo en el extranjero, o que irá al extranjero cuando vaya a visitar a sus tías segovianas? ¿Es incapaz esa muchacha de comprender que cuando su madre vino a parirla a Barcelona no se le paso ni un instante por la cabeza que estaba emigrando al extranjero? Y no se le pasó semejante idea por la cabeza simplemente porque es una ficción delirante. Tendrían que preguntarse todos aquellos que sienten semejantes inclinaciones ficticias a qué o a quiénes las deben: qué influencias han sufrido para llegar a adoptar unos mecanismos de respuesta emotiva tan uniformes, tan sospechosamente cortados por el mismo patrón, tan útiles para que un montón de demagogos vivan del negocio de la discordia. Creo que este ejercicio no sólo sería un ejercicio crítico-racional, sino que también sería un ejercicio de libertad sentimental.

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  7. Antes de nada quería expresar lo siguiente: me alegra sobremanera la participación de Josep Maria Cuenca en Constelación. Sobra decir, además, que estoy completamente de acuerdo con todo lo expuesto en su primera parte del artículo. El comentario que sigue tiene que ver con la cuestión de la eficacia comunicativa (de clara resonancia habermasiana, es cierto). Como no puedo dejar de sentirme aludido (incluso mucho más que Alberto, y no tanto porque lo que yo haya podido decir sea sustancialmente más “agresivo” que lo suyo, sino porque formalmente carezco de su elegancia literaria, siendo así mis textos en ocasiones malsonantes y burdos, casi como un rasguño) intentaré justificarme y aportar algunas reflexiones sobre este interesante asunto.

    Algunos de mis comentarios en este blog han sido escritos “a conciencia”, otros en cambio han sido fruto de una especie de “escritura automática”, algo espontáneo y poco meditado, como si de una conversación se tratase (tomando un café, que decía Josep Maria). Quizá en estos últimos es cuando más emerge la sinceridad y se diluyen las formas (las formalidades). Aunque tiendo siempre al formalismo —otra cosa es que lo consiga— no concibo un blog como algo académico, por lo cual me tomo algunas licencias y “salidas de tono”. Tampoco puedo afirmar de un modo apodíctico que en algunos de mis comentarios no se haya filtrado ningún residuo de “sentimentalidad” o “emotividad”. Asimismo no voy a negar la agresividad que desprenden algunos de mis textos (en todos los sentidos: formales, de contenido, etc.). Ahora bien, también creo que siempre he intentado —con mayor o menor fortuna— aportar argumentos a lo dicho. En este sentido no creo que sea una agresividad gratuita; otra cosa es que sea efectiva o eficaz, que es lo que plantean los amigos de Cuenca y, de algún modo, él mismo.

    A este respecto comparto el escepticismo de Alberto sobre la posibilidad de influir socialmente, y no creo que se trate únicamente de una percepción subjetiva (en efecto, mi temperamento también tiende a lo melancólico y a un “pesimismo antropológico” que no consigo superar) sino que pienso que es objetivamente imposible dialogar o convencer a nadie —independientemente de la estrategia lingüística que se use— en según que terrenos (v. gr., el terreno del nacionalismo). Todo esto está muy relacionado con Habermas y su idea del diálogo intersubjetivo (véase su Teoría de la acción comunicativa), la fundamentación de una ética universal basada en el diálogo armónico (al cual ya se le presupone una cierta racionalidad). Para que esto sea posible a escala universal Habermas se inventa una “comunidad ideal de hablantes” cuya existencia es, naturalmente, previa al diálogo mismo. Pero esta comunidad es ahistórica, no existe en ninguna parte más que en la cabeza del alemán. Se incurre en una petición de principio. Para que pueda darse ese diálogo ha de existir previamente dicha comunidad y, por lo general, lo que encontramos siempre es un conflicto entre distintas partes que no están en diálogo, no se mueven ni un milímetro de su posición, son impermeables. Según Habermas, los temas éticos y morales pueden encausarse de un modo imparcial y neutral: «la ética del discurso sostiene: todo aquel que trate en serio de participar en una argumentación, no tiene más remedio que aceptar implícitamente presupuestos pragmático-universales que tienen un contenido normativo; el principio moral puede deducirse entonces del contenido de estos presupuestos de la argumentación con tal que se sepa qué es eso de justificar una norma de acción» (Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona, Paidós, 1991, p. 102).

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  8. [continuación del comentario anterior]

    Esto me parece excesivamente idealista. Desde el lado opuesto, desde el realismo, es difícil creer en un diálogo libre de todo interés y de toda dominación como el que parece defender este sociólogo. Debo citar de nuevo unas palabras de Felipe Giménez, dado que yo no poseo la virtud de la síntesis y no encuentro forma mejor de expresar mi postura ante el formalismo moral de Habermas: «Yo diría que la ética del diálogo es una nulidad intelectual, puesto que es obvio que tiene que haber acuerdos, pero hay que definir las bases del entendimiento. Yo creo que hay discrepancias insalvables con los fanáticos religiosos o los astrólogos o los asesinos. Lo que hace falta es una ética material de contenidos y que sea lo más racional posible. Vamos, que no creo en el diálogo, puesto que todos tenemos intereses distintos y algunas veces irreconciliables. La tolerancia y el diálogo tienen límites. Frente a la barbarie hay que ser implacable. Por otro lado, con eso del diálogo se puede justificar cualquier cosa. Por lo demás, no es cuestión de dialogar, sino de luchar y vencer». Pues bien, donde pone “fanáticos religiosos” póngase “fanáticos nacionalistas”. Yo he llegado a la conclusión —avalada por la experiencia y difícilmente reversible— de que con los nacionalistas secesionistas no cabe el diálogo. Se trata de vencer o de someterse, pues es ingenuo pensar que alguna de las dos partes enfrentadas va a renunciar a sus preceptos. No hay ‘eficacia comunicativa’ que valga (lo cual no quiere decir que nunca se pueda convencer a nadie ni que haya que renunciar a estimular la reflexión en personas potencialmente capaces, pero ya sea con mayor o menor ‘eficacia comunicativa’ siempre serán, en el mejor de los casos, una minoría).

    Quede claro que todo lo que estoy diciendo no va dirigido a los lectores de Constelación amigos de Josep Maria Cuenca, quien ya ha dejado muy claro que si bien comparten en gran medida el contenido de lo aquí expuesto, sus matices hacían referencia a la pertinencia o a la efectividad del tono empleado. Mi reflexión sobre las posibilidades del diálogo, sobre las formas o sobre las diversas susceptibilidades tiene un carácter general. Dicho esto, también quiero señalar que nunca estuvo en mi ánimo ofender a nadie en concreto (excepto en contadas ocasiones, como las de Santiago Espot o Francesc Homs; volvería a decir lo mismo de ellos. No me arrepiento de lo dicho porque, como Spinoza, pienso que «el arrepentimiento no es virtud, ya que no sale de la razón, y el que se arrepiente es doblemente miserable»). Mi crítica procura ser genérica, filosófica, dirigida a las ideas mismas. Claro que las ideas no existen por sí solas en un mundo platónico, pero es peligroso que algunas personas (y hablo en general, que nadie se de por aludido, ¡insisto!) se sientan ofendidas por la crítica a esas ideas, ya que eso significa lo que he dicho en más de una ocasión, a saber, que “ellos creen que son sus ideas” y que por lo tanto “si atacas a esas ideas atacas a su propia persona corpórea”. Como el musulmán que ante una crítica a su religión reacciona como si se la hubiesen dirigido a él mismo. Yo a eso lo llamo fanatismo. Si alguien atacara mi “postura racionalista” no me sentiría ofendido para nada, simplemente intentaría desbancar ese argumento con las propias armas de la razón.

    Sobre el tono empleado por mí en algunas ocasiones, estoy de acuerdo, puedo y debo hacer “autocrítica”. Sin embargo, también me gustaría poner sobre el tapete otra cuestión importante. Desde mi punto de vista, la manifestación del pasado once de septiembre —por decir algo, pero hay miles de ejemplos— es más agresiva, impertinente, delictiva y sediciosa que todos los insultos que yo pueda proferir en cualquier sitio. Esto me recuerda el típico caso del niño revoltoso y gamberro de la clase que siempre es castigado; pese a que no es el único que incita al jaleo. Los demás saben disimular mejor: tiran la piedra, esconden la mano y ponen cara de niños buenos.

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  9. [continuación del comentario anterior]

    Voy a poner algunos ejemplos que Žižek expone en un documental que recomiendo fervorosamente a todo el mundo, no sólo porque tenga un altísimo interés intelectual, sino porque también es muy divertido.

    (http://www.youtube.com/watch?v=K4k95rslBVc)

    «Digamos que usted tiene un buen padre anticuado. El domingo por la tarde tienes que visitar a tu abuela. El padre debe… el viejo padre totalitario anticuado… debería decirte, “escucha, yo no sé como te sientes” (si fueras un pequeño niño, por supuesto…), “yo no sé como te sientes… ¡pero tienes que ir!”, “tienes que ir con la abuela y compórtate correctamente”… Muy bien, eso es bueno. Puedes resistirte. Nada está fracturado. Pero digamos que tú tienes el así llamado tolerante padre posmoderno. Lo que él te dirá es lo siguiente: “Tú sabes lo mucho que te quiere tu abuela, pero no obstante, tú debes tan sólo visitarla, si realmente lo deseas”. Ahora, ningún niño es un idiota… no son idiotas… saben que esta aparente libre elección secretamente contiene una más fuerte de orden: “No sólo tienes que ir a visitar a tu abuela, sino que te tiene que gustar hacerlo”. Este es un ejemplo de cómo la aparente tolerancia, la elección, y todo lo demás puede ocultar un orden mucho más fuerte». En este momento el entrevistador le pregunta a Žižek si entonces hay que regresar al punto anterior, al del papá que simplemente dice “¡Sólo porque yo lo digo!”, a lo que Žižek responde: «Absolutamente. Es mucho más honesto».

    En efecto, suele suceder que bajo la apariencia de las formalidades, del tono contemporizador y de lo politically correct se puede esconder —como el lobo bajo la piel del cordero— una agresividad mucho más censurable. Cierto es que las cosas se pueden decir de muchas maneras. Voy a tomar otro ejemplo irónico de Žižek explicado en funcionamiento del deconstruccionismo: «si a alguien como Judith Butler le preguntamos “¿Qué es esto?” [mostrando una botella de té] ella no debería decir “Esto es una botella de té”, ella debería decir algo así como: “Si aceptamos la noción metafísica de que el lenguaje está claramente identificado con los objetos y teniendo en cuenta esto, entonces nosotros no…” como a ella le gusta ponerlo en términos retóricos… “¿…de acuerdo al alcance de nuestra hipótesis, en las condiciones de nuestros juegos de lenguaje, esto puede decirse que sea una botella de té?” Entonces, siempre necesitamos distanciarnos. Y esto aplica incluso al amor, casi ya nadie osa hoy decir “te amo”. Tiene que ser como un poeta lo hubiera dicho […] Pero, ¿cuál es el problema aquí? El problema es que… ¿por qué este miedo? Porque, afirmo, cuando los antiguos decían directamente “te amo”, ellos querían dar a entender exactamente lo mismo. Toda esta distancia estaba incluida». Es posible que este ejemplo no sea muy apropiado y lo esté cogiendo en un sentido bastante distinto, pero me sirve para decir lo siguiente: los discursos aparentemente correctos, educados, con sutiles eufemismos y metáforas que son obras de orfebrería esconden insultos y ofensas mucho peores que el insulto directo. Entonces, para decir que Santiago Espot o Artur Mas son imbéciles, yo podría hilvanar una cadena de subordinadas, literariamente bien construidas y decir lo mismo con refinadas ironías. Y eso está bien, a veces lo practico. Pero otras veces no me da la gana dar tantas vueltas. Cuando digo que Espot o Mas son imbéciles, quiero dar a entender exactamente lo mismo, que son imbéciles, y por mucho que usara un tono más correcto o elegante no dejaría de querer decir lo mismo, que son imbéciles. Por mucho maquillaje literario que se le ponga.

    En fin, son reflexiones que se me han ido pasando por la cabeza mientras escribía. Un abrazo.


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  10. En primer lugar, quiero agradecer las palabras de Josep Maria acerca de mi participación en "Constelación"; para mí tienen un valor muy considerable. En cuanto al debate "habermasiano" que abrí yo, aun a riesgo de repetirme y al mismo tiempo con vocación de síntesis, quiero subrayar que la motivación fundamental de mis palabras respondía a la convicción (no exenta de cortesía) de que resultaba oportuno trasladar el eco de las observaciones de mis amigos a su origen: este blog. Por otra parte, estoy contento de que este modesto debate entre amigos (y cafés virtuales) haya dado lugar a las intervenciones (provechosas al menos para) mí de Alberto y Josep Maria. Y doy por hecho que sus escritos futuros, aquí y en cualquier otra parte, no perderán su carácter expresivamente rotundo. Mis observaciones acerca de la "adaptación discursiva" no se referían en ningún caso al poder y a sus representantes: con estos, cualquier pretensión o esperanza de influencia social es simplemente inconcebible.

    Por último, quiero emular a Josep Maria en su hábito de ejemplificar sus razonamientos con referencias generalmente muy amenas y pertinentes, como las últimas de Zizek o Spinoza. Y quiero hacerlo para abundar con humor y plena coincidencia en su alusión, por lo demás impecablemnte expuesta, a los que tiran la piedra y esconden la mano (los delincuentes socialmente aceptados, tipo Mas, Homs, Aznar, Milton Friedman y hasta Fèlix Millet; en fin, la lista es más extensa que la Enciclopedia Espasa):

    Hace ya tiempo, Quino dibujó una de sus excelentes viñetas trasladando nada inocentemente un tema de actualidad a los tiempos de la Prehistoria. En el dibujo aparecía un grupo de corpulentos barbudos vestidos con pieles y armados todos con una voluminoso garrote. Estos tipos acababan de moler a palos a un diminuto señor que yacía en el suelo en un estado lamentable. Tras su faena, el grupo de brutos afirmaba: "Nosotros respetamos las ideas, pero no a las personas" (disculpad la evocación, que quizá no sea del todo exacta). Como podéis comprobar, la cosa también tiene que ver con otro asunto que Josep Maria ha tratado aquí con su habitual precisión quirúrgica: el del respeto a personas e ideas. Un asunto del que durante un tiempo traté a menudo en unas cuantas conferencias que di sobre la inmigración "extracomunitaria" (menuda palabreja) y sobre el que espero escribir algo en breve.

    Un abrazo.

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