27 de noviembre de 2012

A vueltas con el catalanismo: Una nueva Edad Media a contracorriente

Alberto Luque

Guilielmo Blaeuw, Mapa de Europa
(1640-1643, Amsterdam).
Si algún motto simple y espontáneo se impone como moraleja “histórica” para caracterizar las recientes elecciones catalanas es el de que Artur Mas —que ya es, definitivamente, Artur Menos— se ha caído con todo el equipo. Pero ha dicho este iluminado que su proyecto (la cosa esa que él llama “proyecto de futuro”) “no lo pararán ni los tribunales ni las constituciones”. ¿Qué podemos responderle? ¿Bastará con decirle, quienes no compartimos ni sus estupideces mesiánicas ni sus políticas capitalistas, que no le secundamos?
Acatar las leyes y las sentencias de los tribunales es insufrible para los fanáticos y los revolucionarios… Lo único formalmente aceptable de su actitud sería el hecho de que ellos quieren otros tribunales y otras leyes, que sí estarían dispuestos a respetar. Pero la ley es la que hay en cualquier momento, y es para todos, no a la medida de cada cual —sin perjuicio de que coincida en mayor o menor grado con los criterios morales de unos u otros, y sin perjuicio de que el cuerpo jurídico vaya transformándose ininterrumpidamente. Los nacionalistas —de derecha o de izquierda— hablan en nombre de un “pueblo” y de una “nación” ficticios; Mas, en particular, se refiere a sus insondables propósitos como un “proyecto de futuro” (notable redundancia: ¿quién hace “proyectos” para intentar cumplirlos en el pasado?, y ¿quién puede llamar a lo que hace ahora mismo un “proyecto”?). Sea lo que sea ese proyecto, ha surgido de la mente enferma de unos irresponsables e ignorantes, aunque bien podría seducir a la mayoría de los ciudadanos (pues está muy lejos de ser cierto lo que afirman aquellas célebres palabras atribuidas a Lincoln, acerca de que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo: se puede engañar a —y peor aún, autoengañar— casi todo el mundo casi todo el tiempo).
La cosa más abominable del nacionalismo es el nacionalismo in toto: pretende hacer de los residuos de fantasías raciales el fulcro de la vida política. Pero con semejantes banderías sólo consigue, a lo sumo, encubrir la verdadera raíz de la vida política. Eso lo hace medio bien, y se comprende que el nacionalismo es más útil cuando hay mucha mierda que esconder, y menos cuando se mitiga el malestar social. Hemos reproducido aquí una minúscula gota del océano de corrupciones denunciadas por Café amb llet y otros grupos de ciudadanos críticos y responsables. El “desmantelamiento del Estado de bienestar” es ya una frase insuficiente y demasiado trillada; se trata del más crudo asalto al “derecho a vivir” (hay que recuperar esta potente idea, crucial en el análisis de Polanyi, y que se remonta a la época de la Revolución francesa). Aún están sobre el tapete el escándalo de las comisiones ilegales (el caso del llamado 3%), el caso Palau, el de las ITV, la corruptela de la sanidad pública… Pero la política no consiste sólo en los hechos objetivos, sino también en el manejo de sustancias subjetivas que se materializan en actos cruciales y decisivos: el estado de ánimo, el lenguaje, las costumbres, las fantasías, las satisfacciones, los rencores…
El domingo por la noche, al tiempo que ponía una oreja en la TV, donde líderes políticos y otros opinadores exhibían la grotesca dialéctica que ellos llaman “análisis” de los resultados electorales, releía yo, para mi solaz, la Erística de Schopenhauer. Y el efecto de esa simultaneidad perjudicó un grado mi estima por el filósofo del pesimismo. Al lado de la grosería dialéctica de los charlatanes profesionales, o mejor aún, de la de los líderes de los partidos para los que aquéllos laburan, los exempla de Schopenhauer son miserables muestras de una estupidez “humana” que en nuestros días cosecha los frutos más gordos y podridos que jamás se vieron ni se sospecharon.
Lo que más llama la atención en esas maneras de razonar son esas mismas maneras de razonar: la imbecilidad y la contumacia en masa y químicamente puras, sin diluir. Esto puede parecer decepcionante a quien esté ávido de sutilezas dialécticas, de matices interesantes. Pero, bien mirado, se trata de un fenómeno en sí mismo muy singular: que no haya matices, que todo sea payasesco, pueril y ramplón, he ahí un espectáculo digno de considerarse filosóficamente.
Cada líder político ha hablado repitiendo en su propio y corrompido lenguaje de tribu lo que dice a diario (excluyo a los Ciudadanos, precioso nombre que cada día se me hace más simpático, quizá por sus resonancias jacobinas). Sin entrar a analizar lo que dicen, queda claro de antemano que sus palabras sólo se dirigen a “los suyos”, es decir a aquellos a quienes no tienen necesidad de persuadir. Lo razonable sería que los políticos orientasen sus discursos a conquistar las mentes y los corazones, si no de sus contrincantes directos (los líderes de los otros partidos), al menos de los seguidores de éstos entre la opinión pública. Faute de mieux, hacen lo único que saben hacer, repetir hasta la náusea sus mismas convicciones, sus vacíos catecismos, a ver si por hipnosis o por fatiga logran desmarcar a algún despistado del otro bando.
Y ¿cuál es el tema primordial? El nacionalismo, sin duda alguna. Más que tema, es obstáculo o trinchera. Es otras cosas también, no lo niego: cortina de humo, opio para el “pueblo”, calambre incivil… (Cuando los líderes del PSC o IC denuncian el oportunismo y la retórica independentista de CiU al convocar unas absurdas elecciones con el propósito evidente de disimular los “verdaderos” problemas sociales, no es que no lleven razón, sino que incurren ellos mismos en una lamentable contradicción, pues también a ellos les parece un “verdadero” problema el tema del mayor autogobierno de Cataluña, y también ellos adhieren al catalanismo, con las enmiendas que se quiera. Unas veces la “justificación” del catalanismo se cifra en un “sentimiento” —y no uno auténtico, personal, sino uno “colectivo”, trascendente—, y otras se cifra en unas motivaciones económicas o “prácticas”; ni uno ni otras son verdaderos, pero lo importante es que los catalanistas los usan indistintamente, de manera que jamás podamos recapitular con un “¿en qué quedamos?”) Así que el nacionalismo es, cierto, cortina de humo y opio y todo eso, pero es ante todo obstáculo, prejuicio compartido, en un sentido muy absoluto, muy incondicional. Los nacionalistas se han acostumbrado a naturalizar sus fantasías peculiares, que se resumen todas en la peregrina idea de que “Cataluña” es el nombre de una “nación”. Esto no es sorprendente; todo lo contrario, es su raison d’être. Lo inquietante es que se han acostumbrado también a creer que esa naturalización es obligada para los demás, para quienes no podemos compartir sus alucinaciones. Porque esto no es ya su culpa, no es alarmante por ellos mismos, pues tal creencia también forma parte de su razón de ser, de su naturaleza; esa costumbre es ya culpa de los antinacionalistas, que no les hemos hecho sentir, con nuestro explícito desprecio y nuestra explícita censura, que aquello en lo que dicen creer suena en nuestros oídos exactamente igual que la farfulla de un demente. Puestos a expresar libremente qué forma de gobierno y de orden social deseamos, no está bien que debamos castrar nuestros ideales y nuestro lenguaje hasta que encajen en el lóbrego, miserable cubículo de lo real-actual, hasta que no se encumbren por encima del rastrero nivel de los torpes y corruptos órdenes de administración real-actualmente practicados. No está bien, por ejemplo, que demos por supuesto que debe haber algún grado de descentralización, de delegación de la soberanía nacional en pedazos coordinados o subordinados; del mismo modo que uno puede creer, con el PSOE, que el régimen autonómico debe incrementarse un grado hasta alcanzar la forma de un Estado federal, otros pueden juzgar que es justo al revés, que no debería existir más que una única administración nacional. Si la vida política ha de seguir siendo tan decepcionantemente extravagante como lo es ahora, eso no puede impedirnos pensar y decir cómo deberían ser las cosas. Yo, por cierto, me alineo con quienes piensan que deberían suprimirse todos los órdenes de administración autonómicos, y que todo el aparato judicial, policial, sanitario, educativo, fiscal, &c. debería ser uno y el mismo en toda España. Y desearía poder contar con una opción política nacional que se acercase a mis intereses, y no un grupo más o menos afín pero de alcance local —y menos aún que hiciese de la patria chica, como los catetos, la clave de bóveda de toda posibilidad política.
Lo que sugiero es que debemos volver a un lenguaje de más alto vuelo, más teórico, más cristalino, a una perspectiva filosófica desde la cual lo realmente acaecido no sea más que un caso particular, una contingencia más o menos acorde con lo predecible o lo posible, y que el juicio al que sometamos lo realmente acaecido no sea nunca en virtud de la propia contingencia, de “lo que hay”, sino en virtud de la teoría, de “lo que debería ser”. El pensamiento político al que me refiero debería ser en efecto de un orden filosófico; la política teórica a la que me refiero sería a la politiquería real-actual lo que la poesía a la historia, según la definición de la Poética de Aristóteles: la segunda trata de lo contingente, la primera de lo necesario y universal; aquélla de lo verdadero-concreto, ésta de lo verosímil, plausible y deseable. Se comprenderá que si alguien prefiere leer a Spinoza, a Aristóteles o a Marx, le encuentre bien poco atractivo al torpe balbuceo de unos políticos que no leen ni los sellos de correos —desde Artur Mas a Joan Herrera, por cubrir el espectro de lo que tenemos— cuando se ponen a “analizar” (eso dicen ellos, no yo) los resultados electorales. Artur Mas, como iluminado mesías del catalanismo triunfante, me ha sorprendido por su humana resignación, ya que no rompió de rabia las Tablas de la Ley al ver al “pueblo” de indolentes traidores adorando al becerro de oro (ese “pueblo” insensible que “optó por la extinción”, en palabras de ese otro gran celebro que es Alfons López Tena; o sea que confunde la extinción de un “pueblo” con la extinción de su propio grupo político; y no se engaña, porque el “pueblo” imaginario del que habla no es otra cosa que las veleidades de los iluminados como él). Más allá de esa loable continencia, y a pesar de haber quedado tan grotescamente disminuido, el gallito sigue sacando pecho para desafiar a “Madrit” asegurando que debe cumplir con el “mandato del pueblo” de convocar un referéndum por la autodeterminación en el lapso de la actual legislatura. ¿Qué iba a decir, el pobre? En el otro extremo, Herrera también cree su deber seguir atronándonos con su exigencia del “derecho a decidir”, que es, según su peculiar retórica, “una cuestión de todos y todas” (me pregunto si entre “todos” y “todas” habrá sido lo suficientemente correcto como para no excluir a nadie; al renunciar al género universal, uno no puede ser exhaustivo a menos de nombrar a todos los géneros; y al confundir el género —categoría gramatical— con el sexo —categoría biológica y social—, uno no puede estar tan seguro de que sólo haya dos clases; es lo que tiene la estupidez: te vuelve más estúpido a fuerza de practicarla). Y —no nos lo perdamos— en medio están los socialistas diciendo en qué consistirá su papel: ni más ni menos que en “aportar talante”. Si al escuchar esto alguien no se ha muerto de risa, es porque el chiste está muy gastado, y seguro que ya se lo conocía. Parece que no son tan majaderos cuando utilizan palabras más técnicas, que suenan como a una reflexión política, como eso del “modelo federal”. Pero también esto es para morirse de risa, cuando uno se cerciora de que el esfuerzo intelectual invertido en la doctrina del federalismo es del mismo orden que el del tiempo que nuestros políticos dedican a la lectura —de algo que no sean panfletos y miserables folletones—, o sea nulo.
Esto es lo que hay; la mezquina “realidad” no da para más. Comprenderéis mi repugnancia a tomar en consideración ni una sola frase salida de tales eminencias. Pero no quiero parecer un insensible ante “lo que pasa en la calle” (que es como Mairena aprobaba que nos refiriéramos a “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”). Los números son inequívocos: hay mayoría nacionalista, y hay mayoría de derechas. Y aunque la mayoría no sea ambas cosas a la vez, es esa amalgama lo que caracteriza la resultante vectorial de las opciones políticas de la ciudadanía. De modo que CiU es el partido que mejor representa la voluntad general, no como media, pero sí, al menos, como moda. Es, digamos, el vector más cercano, en dirección y en módulo, a la suma total. Que la moda no coincida con la media es un claro signo de inestabilidad política, pero ni positivo ni negativo (ya sea desde la perspectiva de los objetivos socialistas o desde los de la burguesía). De momento, pues, la población simplemente ha mostrado una mínima resistencia al delirio nacionalista —que sin embargo sigue siendo el ideario compartido por la mayoría de los diputados electos. El fracaso del nacionalismo en conjunto es innegable, pero sólo relativo: ha fracasado porque no se ha fortalecido, pero tampoco se ha debilitado gran cosa. Hay que celebrar, si acaso, que Ciudadanos haya triplicado su representación; sin duda esto revela la toma de conciencia de muchos catalanes que han dejado de contemplar el nacionalismo como algo inocuo y hasta legítimo, que están ya convencidos de que el catalanismo significa el odio a España, el imperio totalitario de lo paleto, del monolingüismo, de la ofensa étnica, de la mentira histórica y de la mentira política. Además, hay que celebrar también la orientación socialdemócrata de este aún indeterminado partido. Alguno dirá que IC o el PSC son más netamente, y hasta “históricamente” socialdemócratas. Permítanme dudarlo mucho. Esa izquierda tradicional, que en efecto se enraíza históricamente en la secular tradición de los diversos sectores del movimiento socialista, hace ya mucho que abandonó todo propósito verdaderamente emancipador, vendiendo los vestigios que aún le quedaban de socialismo al venenoso dios del nacionalismo. Y si tenemos en cuenta que el origen de Ciudadanos se halla en los militantes y simpatizantes del PSC que habían ya llegado a la conclusión de que las concesiones al catalanismo habían acabado de pudrir lo poco que quedaba de socialdemocracia en ese partido, tendremos que admitir que Ciudadanos recoge, eo ipso, aquella histórica tradición socialdemócrata y se enraíza en la misma, con no menos derecho que aquéllos. (Qué grotesco es, incluso, el nombre de lo que ha quedado de la antigua izquierda: “Iniciativa per Catalunya” —algo así como “Todo por la patria chica”— y “Verds” —o sea ecologistas, vegetarianos y otras nuevas especies de rousseaunianos espiritualistas; ¿de dónde vendrá la fascinación del verde? “Verde como la albahaca,/ verde como el trigo verde”, verde como la Guardia Civil, verde como Juanito en matemáticas…)
El “derecho a decidir” es una bonita perífrasis para edulcorar una aberración mental —pues su fondo es una ficción: que el “sujeto” convocado a “decidir” es la “nación catalana”. Hay cosas que se pueden —y deben— decidir, democráticamente o de cualquier otro modo consensuado, y otras cosas que no se “deciden” en ese sentido voluntario, sino por otros medios (porque las “decide” la naturaleza, o la lógica, o la fuerza, o la locura…): no se pueden “decidir” —en el primer sentido, según la “libre voluntad” de quienes sean—, por ejemplo, cuáles han de ser las dosis adecuadas de un medicamento, o cuáles han de ser los coeficientes de tolerancia o de seguridad de las estructuras ingenieriles, o cuál ha de ser el resultado de la integral completa de la función e–x², o si la ley debe autorizar el suicidio, o si una nación debe fragmentarse o la soberanía nacional debe compartirse… El “derecho de autodeterminación” es un sinsentido, porque toda nación es soberana e indivisible, por definición. Lo único que puede destruir una nación es una catástrofe, una invasión, &c., no un acto jurídico. Me preguntaban hace unos días qué pensaba yo del hecho hipotético de que se convocase un referéndum de autodeterminción en Cataluña y que en él ganase la opción secesionista. Respondí que tal referéndum es improbable, y desde luego sería ilegítimo, irracional o absurdo, incluso si lo aprobase toda la nación española, ni más ni menos que si se consultase acerca de una ley que permita el suicido, o de una que establezca que 2+2=4. Y respondí también que no me cuesta imaginar que eso pueda suceder —porque lo que acaece no es necesariamente racional—, que el resultado de semejante plebiscito fuese la independencia de Cataluña, como no me cuesta imaginar que la mayoría de la población, estúpida o enferma, votase a favor del suicidio. Todo eso, y cosas más aberrantes, pueden suceder, pero ahora de lo que se trata es de que no deben suceder. (Una ley no puede evitar que la gente se suicide, pero debe repudiar que lo haga.)
Que nuestro sistema educativo sea tan deficiente como para que se lleguen a presentar tesis doctorales no sólo sin la menor enjundia científica, sino hasta llenas de anacolutos y faltas ortográficas, es lamentable, pero tan indeseable como como cierto. El sistema se puede corregir o se puede seguir corrompiendo, como un organismo vivo. Pero que llegue hasta producir la ignorancia y el desprecio más absolutos hacia la historia, le lengua y la cultura españolas, como ocurre en Cataluña, es un caso de anomía mucho más inquietante.
Pero insisto, la hegemonía sigue siendo derechista y nacionalista. Esta innegable constatación sólo deja margen para los matices (Pas la couleur, rien que la nuance!, decía Mallarmé; esto es lo que pasa en épocas de decadencia: no hay color, sólo sombras, carices y “matices”). Los matices, además, nos los proporcionan involuntariamente los mismos políticos que son incapaces de matizar nada, sino sólo de recitar de corrido cada día la misma monserga que el día anterior. Para ellos eso no es matizar, sino pontificar, pero para los demás, cada una de sus superficiales y groseras afirmaciones es un matiz de la gris palestra política. Que la correlación de tendencias, tanto en el eje izquierda/derecha como en el eje nacionalismo/antinacionalismo, no se haya modificado sensiblemente tras estas elecciones es algo, insisto, que da relieve crítico a los matices. Un matiz importante es el que han celebrado los grandes partidos nacionales, PP y PSOE: el catalanismo fracasa, porque aunque no retroceda, demuestra su impotencia y su perfidia con la celebración de elecciones injustificables con el tema explícito del soberanismo (perfidia por convocarlas, impotencia por no haberles aprovechado). Otro matiz es que, en mi opinión, ahora se hace más urgente y más notoria la necesidad de reclamar a la izquierda nacionalista (PSC e IC) que aprendan la lección de esa inanidad y perversidad del catalanismo, y dejen ellos mismos de mezclar la cuestión social con la cuestión nacionalista (ya sea bajo el tonto lema del “derecho a decidir” o bajo el falaz del federalismo). Me parece cristalinamente claro que desde el punto de vista de un propósito de transformación social igualitarista, un ciudadano responsable sólo debería adherir a un Frente Cívico con un programa socialista y sin sombra de nacionalismo, una izquierda nacional, española. Muchos seguirán creyendo que recuperar ese temple teórico (socialismo, centralismo democrático) es utópico o incomprensible para las masas. Yo creo justo lo contrario. Lo que las masas ya no comprenden, por más cotidiano y epidérmicamente sensible que sea, es esa opaca degradación micropolítica de la vida social a la farfulla intemperante de las adhesiones incondicionales, personales e irracionales, esa degradación del juicio a un simple comulgar con “lo que hay”, con las borrosas sombras de la caverna. Hay que recuperar un lenguaje más claro, más eficaz y más universal: capitalismo/socialismo/economía mixta, Estado de bienestar, derecho a vivir, nuevo orden social, oposición al imperialismo europeo, capital monopolista, capital financiero, plusvalía, pleno empleo, emancipación social, revolución social, &c. Todo esto es más claro y cualquiera puede comprenderlo en poco rato, a poco que lo compare con la confusa maraña de pseudoideas que a diario oye de boca de los políticos al uso.
Es preferible volver a un lenguaje de grandes distinciones teóricas, hablar de “lo que debe ser” en lugar de seguir el juego de la miserable retórica de “lo que hay”. ¿Por qué ha de ser como digo? ¿Por qué habría de regir este orden maximalista en el juicio y en la acción política, esta dialéctica del todo o nada? Creo haberlo sugerido ya: porque es más diáfano, deseable y comprensible alinearse con modelos sociales globalmente considerados (capitalismo/socialismo) que soportar el deprimente, confuso, falaz y áspero simulacro de la politiquería real-actual. Porque, una vez agotada la creatividad delicuescente de los matices, no hay más remedio que volver a introducir los colores sólidos.
Seguir consintiendo ese lenguaje engañoso y vacuo que naturaliza los más abyectos sentimientos antipatrióticos es un tremendo error. Cada vez que se pronuncie la palabra “Cataluña” con el pseudosignificado irritante y alucinógeno de una prosopopeya espiritualista, debemos negar la mayor y la menor. Debemos exigir que “Cataluña” se use con cualquiera de las acepciones registradas en el diccionario o acreditadas en el lenguaje científico-social (el territorio con sus rasgos físicos concretos si hablamos de geografía, su población si hablamos de demografía, sus instituciones si hablamos de política, &c.). De otro modo, estaremos condenados a sólo percibir las sombras de la caverna. De las sombras hemos de pasar a las cosas, y para ello debemos sustituir el pseudolenguaje de las sombras por el lenguaje de las cosas reales, debemos pasar —insisto en la metáfora— de los matices a los colores. Las cosas reales son las cosas filosóficas, y entre ellas está, por supuesto, el tema del buen gobierno, de la más conveniente organización del Estado. Ahí cada cual que diga la suya. La mía, por cierto, es el centralismo y el socialismo, ya lo he dicho. Si alguien quiere hablar de federalismo, de autonomía, &c., muy bien, mientras podamos discutirlo —lo que requiere que como causa o motivación de sus designios no invoque de nuevo a un fantasma (a la terra o la sang, al Volkgeist, a la “nació catalana”…).
Puesto que la distribución de fuerzas, globalmente considerada, no ha cambiado gran cosa tras las elecciones, podríamos concluir —erróneamente— que las cosas mismas, la situación, no ha cambiado. No es así: las cosas han cambiado sensiblemente, porque si duo idem dicunt non est idem (cuando dos dicen lo mismo, no es lo mismo). Más aún, cuando todos siguen diciendo lo mismo después de que ha ocurrido algo que antes no había, no es lo mismo. Y finalmente, si los nacionalistas siguen diciendo lo mismo cuando no ha ocurrido lo que según ellos mismos debía ocurrir para justificar sus “proyectos” (a saber: un avance electoral de sus posiciones), entonces la situación es decididamente distinta. Mas se cae con todo su equipo, mientras que Ciudadanos triplica sus votantes. En conjunto, ya digo, las posiciones no cambian mucho, salvo que ahora se ha demostrado algo crucial de lo que antes no teníamos prueba manifiesta: que es posible rechazar el nacionalismo; más que posible, factible.
Total, que las cosas no van a peor: el catalanismo ha tocado techo, y ahora sólo le queda empezar a desacreditarse y a consumirse en su propio seno, con el poco oxígeno que le queda. Esto podría servir para tranquilizarnos, si no fuese porque a los fanáticos no los para ni Dios, “ni las constituciones ni los tribunales”, como dice Mas. Se ha dicho que nuestra civilización, heredera espuria de la Ilustración, está moribunda, que la modernidad está agotada, si se la compara con el tremendo empuje de la árabe, por ejemplo, con miles de hombres dispuestos a morir por sus creencias. Que a nosotros esas creencias nos parezcan —porque en verdad lo son— extravagantes y bárbaras, no les quita fuerza. ¿Quién está en Occidente dispuesto a morir por su occidental —y casi accidental civilización (sus comodidades, sus derechos adquiridos, el Estado de bienestar, la libertad de opinión, &c.)? Nadie. Pero no carecemos de nuestros propios talibanes, sólo que éstos no quieren inmolarse por los valores ilustrados, ni por los superiores del socialismo, sino por valores falaces, anacrónicas e inciviles. El mesianismo nacionalista es el único que se atreve a amenazar con chulería. Ni la Constitución ni los tribunales, dice Mas, frenarán su “proyecto de futuro”. Aunque la ciudadanía catalana en particular, y toda la española en general, le muestre el poco respeto que le inspira ese “proyecto”, los nacionalistas no tienen ojos ni oídos para la ciudadanía real, sino sólo para ese espectro al que llaman “pueblo”, un monstruo adormecido al que intentan despertar.
Erwin Panofsky escribió hace siete décadas: “Si la civilización antropocrática del Renacimiento tiende, como así lo parece, a una suerte de «Edad Media a contracorriente» (una satanocracia contrapuesta a la teocracia medieval), no sólo entonces las humanidades, sino también las ciencias de la naturaleza, como nosotros las conocemos, desaparecerán y nada quedará excepto lo que esté sometido a los dictados de lo infrahumano.” Y hace cuatro décadas se expresaba así Ranuccio Bianchi-Bandinelli: “No quiero resignarme a considerar concluida y sobrepasada aquella civilización en la cual el pensar históricamente era el criterio más elevado del comportamiento humano, porque en un predominio del mundo que tuviese como modelo la técnica veo un enorme peligro para la libertad racional del humano pensamiento y de la humana acción. El mundo construido sobre el modelo de una civilización predominantemente técnica, que no necesita ser historizado, está regido en realidad por las fuerzas políticas que gobiernan la técnica. En él, bajo formas diversas (que pueden adoptar aspectos sociológicos, psicoanalíticos, estructuralistas), recobran un espacio mitos metafísicos: aquella metafísica que al pensamiento histórico tanto le había costado expulsar de la investigación. Sólo el pensamiento histórico se ha opuesto en el pasado y puede oponerse en el futuro a los designios de dominio absoluto de los políticos […].”
En realidad, el capitalismo es ya esa satanocracia de la que habla Panofsky; la “modernidad” y la herencia Ilustrada son una pura monserga bajo este régimen, que sólo conduce a la barbarie porque procede de la barbarie. El único dios que rige este mundo bárbaro disfrazado de “civilización” es el dios Dinero. El dinero puede —y debe— ser un insustituible instrumento para racionalizar el mundo. Incluso los más animales instintos (la hybris) pueden ser sometidos por el dinero, aun en la grosera forma de su reducción a un negocio como en la pornografía. Pero no es tan fácil como parece. Aunque los móviles de la manipulación ideológica sean cálculos monetarios, la corriente nerviosa del nacionalismo, como la del islamismo, engendra un monstruo indomeñable con el barro de la incertidumbre y el malestar. Ahí tenemos el escaso oído que han prestado Mas y sus secuaces a los prudentes cálculos de la patronal catalana cuando le advierte de la absurda y temeraria —incluso desde su propio punto de vista objetivo de clase— vía del independentismo. Pero el fanatismo tiene razones que la razón no entiende… ni siquiera la abstracta y formal razón del dinero.
Bien sé que lo que digo hará poca mella en los oídos de quienes se desayunan, almuerzan, meriendan y cenan con catalanismo puro. Además del problema de qué discutir está el tema de con quién discutir, y para qué. Llega un momento en que ya no hay que discutir, como enseñaba Brecht en la parábola del Buda y la casa en llamas, o como sabía muy bien Schopenhauer, que escribió esto en sus Parerga y Paralipómena (ii, cap. 2, § 26):
La controversia, la discusión sobre un asunto teórico, puede ser, sin lugar a dudas, algo muy fructífero para las dos partes implicadas en ella, ya que sirve para rectificar o confirmar los pensamientos de ambas y también motiva el que surjan otros nuevos. Es un roce o colisión de dos cabezas que frecuentemente produce chispas, pero también se asemeja al choque de dos cuerpos en el que el más débil lleva la peor parte mientras que el más fuerte sale ileso y lo anuncia con sones de victoria. Teniendo esto en cuenta, es necesario que ambos contrincantes, por lo menos en cierta medida, se aproximen tanto en conocimientos como en ingenio y habilidad, para que de este modo se hallen en igualdad de condiciones. Si a uno de los dos le faltan los primeros, no estará au niveau, con lo que no podrá comprender los argumentos del otro; es como si en el combate estuviera fuera de la palestra. Si le falta lo segundo, la indignación que esto le provocará, le llevará paso a paso a servirse de toda clase de engaños, enredos e intrigas en la discusión y, si se lo demuestran, terminará por ponerse grosero. Por eso, en principio, un docto debe abstenerse de discutir con quienes no lo sean, pues no puede utilizar contra ellos sus mejores argumentos, que carecerán de validez ante la falta de conocimientos de sus oponentes, ya que éstos ni pueden comprenderlos ni ponderarlos. Si, a pesar de todo, y no teniendo más remedio, intenta que los comprendan, casi siempre fracasará. Es más: con un contraargumento malo y ordinario acabarán por ser ellos quienes a los ojos del auditorio, compuesto a su vez por ignorantes, tengan razón. Por eso dice Goethe: Nunca, incauto, te dejes arrastrar/ a discusiones;/ que el sabio que discute con ignaros/ expónese a perder también su norte.
Me he resistido a entregar estas dispersas, espontáneas y hasta melancólicas reflexiones a este blog. Preferiría hablar de los presocráticos, o de la teoría del juicio, o de cine. Pero también la áspera realidad-actualidad del erial político cotidiano es “buena para pensar”, como cualquier otra cosa. Y creo que hay en lo que he escrito las suficientes dosis de ambigüedades objetivas como para que muchos, o pocos, o algunos me contesten y me contradigan. No deseo más.

1 comentario:

  1. Cuando dices que el nacionalismo catalanista ha tocado techo y sólo le aguarda, a partir de ahora, su propia consunción en el poco oxígeno que le queda, estás expresando un deseo, o vaticinando algo que en mi opinión es dudoso. Creo que eso puede ocurrir, y lo contrario también. De hecho, tú mismo admites que pueda ocurrir algo distinto a que se consuma, a saber: el recrudecimiento de la actitud beligerante, la completa talibanización. Al fin y al cabo, la agresividad nacionalista ha sido siempre la de minorías, o mayorías relativas y locales, con un techo natural insuperable, lo que no ha mitigado su virulencia. Así que ese vaticinio, si me permites, habría que corregirlo enfatizando esa clave que tú también has apuntado, y quizá también esta otra: que el relativo fracaso del soberanismo catalanista en estas elecciones por fuerza ha de agrandar sus fisuras, sus contradicciones internas. CiU nunca antes del pasado 11-N había adherido al derecho de autodeterminación. Bien se ve que no ha pretendido sino capitalizar lo que, según sus erróneos cálculos —como confiesa ahora Duran i Lleida— sería la opción aparentemente más “popular” expresada en la multitudinaria manifestación con el lema de “Catalunya, nou Estat d’Europa”. (Sin duda creyeron llegado el momento en que las conclusiones del último congreso de CDC, en marzo de este año, sobre el objetivo del “Estado propio”, se habían vuelto perentorias.) Es muy evidente que no se trata sólo de un error de interpretación de esos designios “populares”, sino de algo más grosero: no saber computar el número aproximado de manifestantes, convirtiendo en ¡2 millones! lo que a duras penas alcanzaba 300 ó 400 mil. Y me parece también evidente que los ciudadanos que han seguido votando a CiU son los que les habían venido votando anteriormente, cuando este partido no se planteaba la independencia; este giro oportunista sólo obedece —además de al mal cálculo— al delirio etnicista de algunos de sus dirigentes, sin duda mayoritarios ahora —quizá transitoriamente— en su seno. Pero CiU es el brazo político de la patronal catalana —junto al PP—, y ésta no concibe la secesión sino como una catástrofe indeseable. Es previsible entonces que se produzca en el seno de ese partido una división inconciliable. Sobre todo porque los más assenyats querrán, con todo derecho, que se depuren las responsabilidades del fiasco electoral, que entre sus votantes no puede atribuirse al malestar por los tijeretazos y las corruptelas, ya que eso es la política liberal que apoyan, sino a la introducción de una vehemencia antiespañolista que ha resultado, al cabo, tan absurda y dañina (para ellos).

    Los votantes y dirigentes de los otros partidos nacionalistas, que se alinean en algún tramo de la izquierda indefinida, sí que deberían extraer, como dices, una lección sobre la inanidad del nacionalismo. Sólo los de ERC y CUP representan la opción inequívocamente separatista. Los demás (PSC e IC), si quieren contribuir en algo a la lucha contra las agresiones del gran capital financiero, y que les creamos, están obligados a abandonar toda veleidad nacionalista. Estoy de acuerdo en que esto es lo que debemos exigirles al menos quienes deseamos la construcción de un Frente Cívico socialista, a imitación del FG de Mélenchon.

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