3 de abril de 2013

De la inteligencia (2) (Del ajedrez, la paradoja y la inteligencia en la ficción literaria)

Alberto Luque

Gautama (Buda) abandonando su hogar [relieve hallado
en Gandhara; c. s. ii a.C., Calcuta, Museo Indio].
De tanto en tanto se nos presenta la preciosa ocasión de apreciar en la literatura científica verdaderas expresiones del talento artístico. Los escritos de Freud, por ejemplo, son en mi opinión un magnífico monumento de literatura pura. Eugenio Trías los comparaba con las buenas novelas de intriga y las películas de Hitchcock. El afamado neurólogo Viktor von Weizsäcker se refirió a su estilo como una notable excepción a la deplorable decadencia en que había entrado la escritura de textos científicos en alemán —y que podemos generalizar al resto de las lenguas, como una marca de época—, desde Goethe, Ranke y Humboldt, o todavía desde el impecable estilo de Helmholtz. «Su lenguaje —escribía Weizsäcker— ya no es clásico, pero va guiado por principios artísticos. Tales son: limitación rigurosa a las palabras esenciales; una cierta levedad etérea, una gracia que desdeña el énfasis y los superlativos; la conservación de la lógica inherente a nuestra cultura; la huida de metáforas y adornos; el equilibrio entre la objetividad científica y la humana subjetividad; el yo del autor se trasparenta siempre a través de la honestidad de la exposición…» (Cit. por Juan Rof Carballo en la introducción a su inmejorable traducción de las Obras completas de Freud en 3 vol. [Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, t. i, p. xvi].)
La prosa de Freud me ha cautivado desde que, a la tierna edad de mis 13 años, el azar produjo en mi biografía esa original anomalía de un adolescente precoz leyendo cosa tan esotérica; durante algún tiempo me persuadió también el contenido de sus ideas, lo cual es natural: aun sin contar con la presión del prestigio intelectual en el que el freudismo venía ya institucionalmente envuelto y presentado, ¿cómo es posible que no nos dejemos enredar por un mensaje que consciente y manifiestamente sentimos que nos fascina? Si no creyésemos ni por un momento en sus palabras, difícilmente podríamos decir que su «estilo» ha obrado algún hechizo; sería un simulacro de hechizo, como un mal truco de prestidigitador inexperto, que todo el mundo reconoce; en suma, no habría realmente ninguna fascinación. Después de librarme racionalmente de la ilusión del freudismo, hasta considerarlo una perfecta pseudociencia, permaneció en mí aquella sensación imborrable de perfecta composición literaria que dejan sus textos. En este caso la impresión se parece a la que produce la contemplación de un impecable truco de magia, en la que no sólo no se percibe el oculto movimiento del experto mago, sino que ni siquiera se es capaz de imaginar de qué clase de engaño se trata, de qué modo ha podido fingirlo, y pese a lo cual uno sabe que hay un truco, que todo es fingido. Así es en verdad la inquietud que le invade a uno cuando empieza sólo a sospechar que el freudismo es un refinado artificio, pero aún no es capaz de captar en qué trampas concretas se basa. Entonces parece como si esos textos narrasen las cavilaciones e investigaciones científicas y metódicas de un mundo irreal, puramente literario, pero tan parecidos en la forma a las pesquisas y razonamientos de la ciencia real, que podría tomarse como un remedo perfecto, como un perfecto sucedáneo, como la sacarina lo es del azúcar, una falsificación como lo es un van Meegeren de un Vermeer, de manera que sólo un experto podría descubrir la diferencia. En fin, que no me habría sorprendido en lo más mínimo que a Freud le hubiesen concedido el premio Nobel, pero no de medicina, sino de literatura.
Otro tanto podría decirse del estilo de Darwin; su abuelo paterno, Erasmus, ya había compuesto en verso el tratado The botanic garden (1791), un embellecimiento retórico sin duda ocioso y extravagante para su época y para cualquiera. Pero pensemos también en el inmortal poema de Lucrecio, De rerum natura, que es la exposición casi perfecta y acabada de toda una doctrina filosófica materialista, hedonista y atea —así como la Commedia del Dante lo es de la entera visión católica del mundo. Y ¿qué no decir de los escritos de Marx, empezando por su obra cumbre, El capital, y sin exceptuar ni una sola página de sus demás escritos? Posee Marx una rara eficacia literaria de la que han carecido y carecen la mayoría de los científicos y filósofos —sin perjuicio de la ciencia, porque, aun sin gracia, la verdad es la verdad, se diga como se diga, y la diga quien la diga, si Agamenón o su porquero.
Lo que acabo de señalar —y en lo que no insistiré más— se refiere al aspecto artísticamente, imaginativa e ingeniosamente elaborado que puede adquirir el razonamiento inteligente, la inteligencia misma, aunque en rigor la inteligencia no consista en ese embellecimiento, sino en la claridad y exactitud perceptivas e interpretativas. Quiero dirigir ahora mi atención hacia un aspecto recíproco, a saber: el modo en que lo inteligente forma el asunto de la invención literaria, en que, por decirlo metafóricamente, la inteligencia misma se convierte en el personaje principal de un relato.
Si concedemos que, en el sentido más estricto, la inteligencia consiste en comprender y descifrar racional y verídicamente el mundo, o sea que se identifica poco más o menos con la ciencia y la filosofía, pero al mismo tiempo apreciamos que el talento creativo, artístico, produce discursos que pueden emular tan verosímilmente sus rasgos principales, un poco como los actores pueden llegar a confundirse con sus personajes, forzosamente tendremos que reconocer que hay un elemento de la inteligencia —o un complejo de elementos— que puede ser abstraído de sus contenidos, como forma, o mejor, como técnica. Así lo creo: opino que la inteligencia no sólo se revela en la capacidad de dominar pericialmente tal o cual técnica, sino que es en sí misma una técnica, o una tecnología. Y es, en mi modesta opinión, una tecnología principalmente lingüística. Claro que el lenguaje mismo es una técnica. A menudo se quejan los profesores de la invertebrada y horrenda manera en que escriben sus alumnos (una queja que, la mayor parte de los casos, oímos de boca de profesores que son ellos mismos unos campeones del anacoluto). Pero no hay que poner el grito en el cielo ante semejante «decadencia» de la competencia lingüística: es algo que puede repararse en pocos meses de entrenamiento con prácticas literarias, del mismo modo que en poco tiempo se llega a manejar con confianza un determinado software.
(Una advertencia, o disculpa, necesaria o innecesaria, antes de seguir. Los cambiantes rumbos y modificaciones expresivas que adoptaré a partir de ahora podrán juzgarse como licencias excesivas, y hasta podrá reprochárseme que constituyen un ejemplo más o menos feliz de la misma confusión entre inteligencia real e inteligencia ficticia, literaria, que forma el asunto principal de mi discurso. No es más que un ejercicio literario, no lo niego, y admito de antemano la más dura censura que por tal motivo se me pueda hacer, a saber, que como literatura sea de la mala. Mi única justificación sólo puede surgir de esa peligrosa mezcla entre modestia y vanidad que consiste en decir: en este momento no se me ocurre un modo mejor de expresar lo que pienso. Tengo también motivos muy personales, muy sentimentales, como el de haber pensado en mi hijo mayor como lector idóneo, pero tales motivos, como se comprenderá, carecen de interés. Y ya sé que acabo de cometer otro pecado venial retórico: si carece de interés, ¿para qué lo digo? Podría argüir que no lo pensé bien, o que no lo medité en absoluto, pero eso sólo sería cierto antes de haberlo escrito, no ahora, ya irremediablemente… En fin, lo hecho, hecho está: lo dejo como ejemplo del tipo de peregrinas y vacías ocurrencias que saturan gran parte de la crítica contemporánea, digamos à la Deleuze, o à la Baudrillard… Lo dejo también como ejemplo pequeño de los derroteros absurdos o banales que sigue el pensamiento cuando no se sujeta a una buena disciplina.)
¿Puede reconocerse —y luego ponderarse— una inteligencia, o la inteligencia «en bruto»? ¿Puede distinguirse, como potencia, esa inteligencia en bruto de la inteligencia, digamos, aplicada? Formularé mi pregunta de otro modo, dando un importante salto, contextualizándola en el terreno dialéctico al que más tarde me deslizaré: ¿Puede haber inteligencia sin doctrina? Explicaré más adelante (o quizá no) lo que quiero decir exactamente. Pero antes ofreceré un pequeño apoyo, un matiz necesario a tener en cuenta para toda posible respuesta. Ni yo ni nadie podría responder si existe o si no existe la inteligencia en bruto, incondicionada, como potencia abstracta, como facultad genérica, a menos que antes pudiera circunscribir en una definición precisa, en una fórmula computable, tal facultad como algo con características inequívocas y medibles, cosa que desde luego yo no sé hacer, ni ha hecho nadie jamás —aunque algunos bobos sí han creído hacerlo, personajes que, careciendo de ella, nos hablan de la inteligencia como si supiesen lo que es. En este sentido, lo único que poseemos como definición de la inteligencia es el cociente intelectual, que en esencia sólo es lo que miden los tests de inteligencia —proposición en la que ya se percibe claramente el delito capital de una definición circular. Y algo miden, indudablemente, aunque quepa discutir mucho si eso que miden es lo que en verdad llamamos inteligencia —cosa imposible de saber, si antes no se ha definido; así todo se vuelve un círculo vicioso, del que no se puede salir sino rechazando la mayor y percatándose de que el tema se reduce a medir ciertas habilidades y limitarse luego a sentenciar absurdamente que tales habilidades son la inteligencia. Es innegable que el polisémico, proteico e indeterminable significado de la palabra «inteligencia», en todas o en las más frecuentes acepciones de su uso, abarca fenómenos que los tests no saben medir. Y más aún, esos otros aspectos en que se demuestra inteligencia, incluso una inteligencia superior, no sólo están más allá de lo que miden los tests, sino que pueden estar en flagrante contradicción con tal medida; de modo que habrá personas muy inteligentes por algún concepto común de la palabra y que sin embargo obtengan en las pruebas un CI bajo, o recíprocamente, muchas personas con un CI alto manifiestamente obtusas en otros terrenos en que pueda demostrase convincentemente inteligencia. ¿A qué se debe esta falta de correlación entre la demostración de unas habilidades intelectuales en abstracto, descontextualizadas, y la demostración de verdadera inteligencia en acto de servicio? Yo creo que se debe a que la inteligencia no es en modo alguno —o no es principalmente eso— una facultad genérica, una potencia, sino el resultado de su propio trabajo, e indisociable de él. Pero no es esto lo que quiero discutir ahora y aquí. Lo que voy a traer a colación no añade ni quita nada a un análisis y dilucidación de la inteligencia, sino que básicamente se limita a ilustrar, de un modo más inventivo que verdaderamente analítico, lo que podríamos llamar la sugestión, o símbolo, o ilusión de la inteligencia en cierto tipo de relatos.
Soy de la opinión de que las contradicciones que he señalado son ocasionales, excepcionales, y me parece razonable admitir como criterio general la convicción de que algunos tests comúnmente aceptados como prueba de inteligencia lo son ciertamente a la mayoría de los efectos teóricos y prácticos. Digamos que tienen al menos una validez estadística. Y entre tales pruebas podríamos destacar —o sea que quiero destacar ahora— no los tests de inteligencia, sino el juego del ajedrez. Es innegable que un buen jugador de ajedrez tiene que tener por fuerza su mente bien engrasada. Por supuesto, no hay que excluir las excepciones, creo que bastante frecuentes en este caso particular, a que antes me he referido: hay grandes jugadores de ajedrez a los que nadie dudaría en calificar de dementes, y personas inteligentísimas que ni siquiera soportarían someterse a esa tortura más de diez minutos y sin ningún éxito. Como en el terreno de los grandes calculadores, encontraríamos aquí toda una sorprendente fauna de savants idiotas. Pero obviemos estas excepciones y admitamos el caso general, al menos a título de verdad estadística: el ajedrez es un juego que requiere inteligencia, o por lo menos algún tipo de inteligencia. ¿De qué naturaleza es ese tipo de inteligencia?
Edgar Allan Poe la caracterizó, de un modo tremendamente reductivo, como mera «potencia de cálculo». Advirtió sobre el error de confundir la penetración con la complejidad, y argumentó que el sencillo juego de las damas requiere —o sirve para demostrar— más inteligencia que el complejo juego del ajedrez. Pero antes de examinar los curiosos juicios de Poe quiero explicar un cuento conocido, sobre el origen del ajedrez. Mejor dicho, quiero explicar media leyenda, para relatar la otra mitad después de haber interpuesto mis dubitativas reflexiones.


La mitad de un cuento conocido (sobre el origen del ajedrez) (Lectio)

Como digo, esta leyenda es archipopular, tanto que hasta se aprovecha habitualmente en las clases de matemáticas para ilustrar con la sal del drama y la intriga la sugestiva fascinación que se desprende de las series geométricas. Permitidme, sin embargo, que vuelva sobre este conocido cuento, cuyo relato ampliaré después con la historia, mucho menos célebre pero más conmovedora, de lo que sucedió después de lo que todo el mundo conoce, después de aquel maravilloso incidente mil veces oído sobre el rey y los granos de trigo… La forma definitiva de este juego data del siglo vi d.C.; pero conviene a la coherencia y los propósitos semiocultos de mi narración, y para no indigestar a nadie con licenciosos anacronismos, que situemos esta historia en el siglo v a.C., época en la que ya se documenta la existencia de un notable antecedente del ajedrez, que se juega a cuatro bandas, el chaturanga, aunque supondremos que se trata del ajedrez habitual, con sólo dos juegos enfrentados de piezas.
Había por entonces en la India un rey valiente, justo, inteligente y bondadoso llamado Yadava, cuyo único y querido hijo Ayamir fue mortalmente abatido en una batalla. El muchacho se había lanzado temerariamente a un ataque desesperado contra las tropas enemigas, desoyendo a su padre y rey, que estaba ya dispuesto a capitular. A pesar de todo, el ejército de Yadava logró luego recomponerse y ganar la batalla. La estrategia de los generales del ejército enemigo había sido meticulosa, certera e implacable, había ido estrangulado paulatina e insensiblemente las posiciones de las tropas de Yadava, reduciendo a escombros uno de sus dos sólidos baluartes, diezmando el principal de sus escuadrones y acorralando e inmovilizando al resto de sus tropas, uno de cuyos generales (el otro era Ayamir) había sido mortalmente herido al alba. Todo parecía perdido en el momento en que Ayamir acometió su ataque suicida, y sin embargo, como ya he dicho, la batalla se ganó tras esta inmolación heroica.
Y ¿cómo sabes que ese rey era bueno y sabio y valiente? Ésta fue la impertinente pregunta que me formuló un día mi propio hijo antes de dejarme continuar la historia. Pues porque de otro modo —le respondí—, si Yadava hubiese sido de otra calaña, un rey odioso, tirano y subnormal como lo son casi todos los reyes reales, no le habría sucedido esta historia, y entonces yo no podría contártela, ¿no te parece? Si los personajes de este cuento no exhibiesen esa naturaleza afable y razonable, entonces se trataría de otro cuento, que sin duda también existe, pero que no me interesa ahora. Cuando contamos historias lo hacemos por distintos motivos y con distintos propósitos. La que ahora te relataré tiene en parte por justificación una cierta simpatía personal, una identificación emocional e intelectual con sus personajes. La melancolía que impregna el aire que respiran se parece a la que siento yo muchas veces, sin que haya razón aparente. Y cuando yo muera quiero que recuerdes a tu padre como aquel hombre que, entre otras cosas, te explicaba estas historias, envueltas en los caprichos de sus propias «maneras», del mismo modo que quiero que recuerdes las últimas palabras que pronunciaré en mi lecho de muerte —incluso si, por algún aciago accidente o imprevisto cambio de guión en el papel de mi vida, no llego realmente a pronunciarlas—, y que serán: «quam minimum credula postero». En fin, que hay algo más en las historias que las historias mismas, y algo más en la manera de narrarlas que el narrarlas mismo. Pero volvamos al cuento, y no vuelvas a interrumpirme, porque ya bastantes interrupciones y divagaciones realizaron sus propios personajes en sus propias conversaciones. (Por cierto, después volvió a interrumpirme, casi al final de mi relato, para pedirme explicaciones de por qué aquellos personajes hablaban de un modo tan retórico, con frases tan amplias, con aquel delicioso abuso de adjetivos… y de nuevo tuve que justificar lo injustificable como la pura y simple ejercitación de un gusto, de un capricho personal.)
Era Yadava, pues, un rey respetado y amado, y sus súbditos se inquietaban mucho por su desgracia. Tras la muerte de Ayamir, el monarca cayó en un estado de permanente e incurable melancolía; de nada sirvió a su alma rota el triunfo de su ejército. Sus sirvientes hacían cuanto podían por consolarle, le organizaban juegos, fiestas, cacerías, paseos, baños, le relataban cuentos… pero nada lograba apartarlo de su infinita tristeza y sus lastimosos llantos. Se buscaba por todo el reino cualquier remedio, entre médicos, actores, inventores, sabios… A las pocas semanas de correr por todo el imperio la noticia de la desdicha del rey y de las pesquisas en busca de algún eficaz bálsamo para su dolencia, se presentó en palacio un sabio llamado Lahur Sissa, que vivía apartado en la apacible soledad de la campiña, y pidió audiencia con su rey, al que dijo traer un presente extraordinario que, según creía, podía ayudar a aliviar su mortal angustia. Yadava, que a pesar de su gran dolor no había perdido ni un ápice de su humanidad y su proverbial cortesía, le recibió tan afable y resignadamente como aceptaba a diario las inútiles atenciones de sus cortesanos.
—¿Qué deseáis, buen hombre? —le preguntó dulcemente el rey—. Dicen que me traéis un magnífico presente.
—Así es, mi señor. Ha llegado a mis oídos el gran desconsuelo que tiene vuestro ánimo postrado desde la muerte de vuestro amado y valeroso hijo, de gloriosa memoria entre todos los hombres de buen corazón. Vuestros vasallos llevan semanas buscando a lo largo y ancho del reino a alguien capaz de consolaros con alguna medicina o alguna distracción. Yo soy un pobre campesino que vive en la plácida paz de una dulce soledad, y que gracias al Cielo jamás ha sufrido ninguna tribulación angustiosa, más que la natural mesticia que durante un razonable lapso de luto imprime en nuestro carácter la muerte de un anciano padre. He pensado entonces que quizá contribuiría a que recuperaseis el santo gozo de vivir una distracción que me enseñó mi padre, y que ha sido siempre para mí mismo fuente de inagotables deleites espirituales. Humildemente os pido de antemano perdón por mi atrevimiento, pues muy bien comprendo que la muerte de un hijo ha de dejar un vacío insondable que ninguna maravilla en el universo podrá llenar, y menos un simple juego de mesa. Pero vuestros más allegados servidores insistieron en que el juego que os vengo a enseñar es el mejor bálsamo de cuantos han podido hallar o imaginar para complaceros.
—Muéstramelo, pues, si es tan maravilloso como aseguran. Hoy me he despertado con el ánimo un poco menos abatido que de costumbre, y hasta he recuperado algo de mi natural apetito. Pero antes de nada dime, honorable Sissa, cómo se llama ese juego. Creo que todas las cosas buenas deben llevar un nombre adecuado, y que nada que carezca de nombre es digno de ser contemplado por ojos honrados.
—El juego se llama —dijo entonces Lahur Sissa, sin sombra de vacilación ni inquietud alguna— «Matar al Rey».
Yadava tuvo un arranque contenido de ira:
—¡Cómo, insolente, cómo te atreves a mostrarme un juego con tan perverso apellido! ¿Acaso eres tú un anarquista, un temerario republicano?
—No os ofendáis, mi señor. Os doy mi palabra de que la naturaleza de este juego es honestamente monárquica, y en nada hiere la gloria y majestad de vuestra legítima soberanía. En realidad simula una batalla entre dos ejércitos igualmente pertrechados, y el objetivo consiste en matar al rey enemigo, ni más ni menos que en las reales refriegas que de tanto en tanto debéis vos mismo acometer para salvar el país y el trono.
—Eso suena más sensato. No vayáis a creer que pertenezco a esa detestable raza de emperadores endiosados y coléricos que no admiten discusión alguna sobre el arte de gobernar. Por un momento pensé que vos mismo pertenecíais a esa lunática escuela de filósofos revolucionarios que pretenden importar las extravagantes costumbres que al parecer se han puesto de moda entre algunos desdichados pueblos del lejano Occidente. Ha llegado a mis oídos que algunos helenos se gobiernan por plebiscito, sin dictador que les dirija correctamente conforme a reglas sabias, buenas, evidentes e inamovibles. «Democracia» creo que lo llaman. Soy incapaz de imaginar disparate más grande.
—Tenéis mucha razón, sire. Yo también he oído de tales costumbres bárbaras y decadentes.
—Decís bien: bárbaras y decadentes. Y deletéreas, por añadidura. Si no se trata de una inverosímil fábula, ese pueblo debe de estar compuesto de locos impíos y peligrosos. Pues o bien la mayoría de los ciudadanos son sabios, y en tal caso nada tienen que plebiscitar, pues todos reconocen sin dificultad qué es lo que debe hacerse en cada ocasión, y basta que mantengan a la cabeza del Estado a aquel de entre ellos que lo lleve eficaz e imperturbablemente a cabo, o bien son estúpidos, y en tal caso el resultado absurdo y fatídico de sus deliberaciones no les convendrá ni por azar, pues de seguro no será otro que el imperio del capricho, que les conducirá a la erosión y la pugna fratricida.
—No soy capaz de discutir vuestra sagaz conjetura —replicó el sabio Lahur Sissa al filosófico gobernante—, pero creo que hay más cosas en el Cielo y en la Tierra de las que caben en nuestra dialéctica. «Ver para creer» me parece un buen lema. Sólo me atrevería a censurar la experiencia de esos pintorescos griegos tras haber observado las consecuencias de ponerla en práctica, o sea tras tener la prueba empírica de su previsible fracaso, pero…
—Pero nada —interrumpió el rey con un tono de impaciencia rarísimo en él, quizá efecto del enervamiento a que le reducía su prolongada melancolía—. No es sensato esperar a que se produzca una catástrofe evitable, sólo para cargarse vanamente de razones adicionales. Y me sorprende que los griegos, cuya fama de dialécticos infalibles ha llegado hasta este confín del mundo, se presten a ensayar tan imprudentes desvaríos.
—En verdad que, por lo que he llegado a saber de ellos, son naturalezas muy contradictorias —continuó Sissa, pese a que no sentía ningún especial interés en esas fábulas políticas, pero que notó cómo el calorcillo de una amistosa polémica vigorizaba el ánimo de su señor—: buscan en la lógica la certeza absoluta, y sin embargo viven atentos a lo contingente y lo sensible, ya sea para protegerse de las falsas ilusiones que provoca, ya sea para buscar en la ciega experiencia alguna clave que les conduzca a un nuevo conocimiento verdadero. Que yo sepa, han generado media docena o más de sistemas filosóficos, sin hallar unánime consenso en casi nada; quizá por eso no les repugna a muchos de ellos la insana práctica de someter a deliberación popular los designios de la alta política. En la época en que mi padre inventó el juego que he venido a enseñaros, y cuyo hórrido nombre no repetiré en vuestra presencia, recuerdo que vino a visitarle un famoso sabio cretense, de nombre Epiménides, que había peregrinado durante meses sobre el ancho orbe en busca de nuestro santo Gautama, de quien había oído decir en su propia tierra que era el hombre vivo más sabio bajo el firmamento. Aunque no era hombre dado a ocuparse de política, se refería a la democracia con más desdén que enemiga. Epiménides vino a nuestro humilde hogar cuando ya regresaba a su país, después de haberse entrevistado por fin con nuestro amado Siddharta. Le habían hablado de mi padre algunos compatriotas suyos, que le conocían de un viaje que en su juventud hizo hasta el Peloponeso. Yo era entonces muy niño, pero quedé, como mi padre, cabalmente seducido por la insólita elocuencia y el extraño ingenio de aquel egregio extranjero. Recuerdo que también a él le enseñó mi padre el juego que hacía poco había inventado, y con el que Epiménides quedó encantado. Mi padre le regaló un tablero y el mejor labrado juego de figuras que él mismo había tallado. Jugaron también a las damas. Epiménides le recitó algunos fragmentos de un soberbio poema heroico en el que, entre otros, intervenían campeones militares de nombres melifluos, como Áyax y Aquiles, que, por cierto, entre batalla y batalla pasaban agradables ratos frente al tablero. A cambio, Epiménides nos hizo obsequio de dos extraordinarias piezas que aún conservo: un gnomón de divisiones impares y un hermoso mapa celeste que el griego había comprado en Babilonia… Perdonad mi indelicadeza al dejarme llevar por recuerdos tan fútiles y personales. Me temo que acabaré con vuestra paciencia excediéndome en hablar de tan plebeyas anécdotas, porque creo haber agotado ya el tiempo que un simple campesino tiene derecho a gozar de la atención magnánima de un soberano tan amable.
—¡Oh, por Dios, nada de eso! Soy yo quien goza de una conversación tan sabia y deliciosa como la vuestra, y os aseguro que si el juego que me prometéis es la mitad de interesante que vuestros recuerdos de infancia, habrá merecido la pena que hayáis recorrido cien leguas para enseñármelo. Pero tenéis razón en parte. Me intriga tanto lo del encuentro del sabio cretense con Buda, que muy bien podéis ahorraros cualquier otro incidente de vuestra historia… Epiménides… —el rey se interrumpió a sí propio con un aire de filosófica ensoñación en sus ojos—. Recuerdo algunas conversaciones con mis astrólogos en que a menudo le mencionaban, generalmente de manera burlesca, porque le consideraban un charlatán. Pero dime, ¿os explicó el griego algo de lo que había departido con nuestro sabio Siddharta?
—Sí, por cierto, a ello iba. Sin duda quedaréis tan perplejo como quedamos mi querido padre y yo, y como a buen seguro había quedado el propio Epiménides al oír la voz de la sabiduría. El griego pretendía descifrar los más hondos arcanos del ser y el acontecer, del lenguaje y de la absoluta verdad del universo, pero desconocía, como los demás mortales, incluso el modo adecuado de aproximarse a tal secreto. Ignoraba, en particular, cuáles son las preguntas correctas que uno debe formularse, y con las que ya tendría medio camino recorrido, aun antes de saber las respuestas. Según nos confesó, anduvo medio mundo, por valles y montañas, desiertos y ríos, en busca de Buda, convencido de que posiblemente no había otro hombre en la Tierra capaz de iluminarle. Cuando se hubo presentado ante nuestro sabio, le formuló esta doble interrogación: «¿Cuál es la mejor pregunta que puede hacerse, y cuál es la mejor respuesta que a ella puede darse —de todas las que es posible componer en un lenguaje humano y por una humana inteligencia?» Gautama reflexionó durante largo rato, y al fin contestó, con una extraña mezcla de burlona ironía y suave melancolía: «La mejor pregunta que puede hacerse en el mundo es la que justamente acabas de hacerme, y la mejor respuesta que puede darse es la que con justo estas palabras acabo de ofrecerte.»
—¡Ja, ja, ja…! —Yadava no había reído desde hacía mucho tiempo, pero aquella espontánea y rotunda aunque breve carcajada llenó el aire de la sala con un indescriptible perfume de gozo ingenuo, límpido, sin doblez, como los mimos de un niño—. ¡Cuidado con el humor de nuestro sabio!
—Pero creo que de aquella frustratoria experiencia no sacó Epiménides las enseñanzas que habría debido extraer, sino todo lo contrario; parece que aún se acentuó su ya desmedida afición a las paradojas, por las que se ha hecho luego mundialmente famoso. Oí una vez a un chino que conocía sus enseñanzas realizar una filigrana erística por la que un caballo dejaba de ser un caballo, puesto que ni siquiera podía ser un caballo blanco; me hizo dudar de si el maestro Gautama había huido de su hogar en un caballo o en un suspiro; y luego, no recuerdo exactamente por qué malabarismo sutil, me demostró que el Buda llegó a su destino un día antes de salir de su casa.
—Una raza pertinaz la de estos filósofos de poner las peras a cuarto. O sea que de nada le sirvió a Epiménides la irónica lección del Buda. A mí, en cambio, sólo me produce risa. Ignoraba esa vis comica de nuestro santo varón. Aunque también comprendo eso que dices acerca de que esta broma estuvo envuelta como en un aire de mesticia y serena inteligencia, algo que transmite como un sentimiento de la vanidad de la vida, del mucho estudiar y el atrapar vientos, tercos hábitos que lamentablemente se adueñan del corazón y la sangre de muchos hombres ambiciosos, ilusos e intemperantes. Sé de lo que hablo, porque lo he visto… ¡Ja, ja…! —Yadava prolongó aún su sonrisa unos instantes, hasta que paulatina pero firmemente volvió a la serena y amable compostura con que de ordinario disfrazaba su tristeza.
—Así lo creo yo también, majestad. Es decir que lo comprendo ahora, y sólo ahora, y no lo comprendía cuando, siendo un niño, escuché este estrafalario y a la vez ingenioso disparate. Porque sólo el tiempo puede ser maestro de la recta vida, y único crítico infalible de la vanidad. En fin, lo cierto es que Epiménides volvió a Creta, como si dijésemos, con las manos vacías, con la humillante sensación de que para aquel agotador viaje no le habrían hecho falta alforjas. Pero también, tal vez, con la compensatoria convicción de que la negación absoluta a sus vanas esperanzas de omnisciencia era una buena lección contra su pueril soberbia intelectual, pues había albergado la estúpida esperanza de alcanzar la iluminación completa saltándose de un plumazo todo el tiempo infinito y el trabajo que requiere, la absurda pretensión de hallar la ciencia absoluta mediante unas simples meditaciones lingüísticas, ahorrándose el precio impagable de una investigación sin fin, pretendiendo derribar con la sola dialéctica la titánica fortaleza que guarda el dios del Tiempo…
Lahur Sissa se interrumpió súbitamente, al darse cuenta de que añadía a cada frase una lacerante redundancia, y de que debía poner límite a la desmoralizadora tendencia a empezar a rodar pendiente abajo por el derrotismo y la insania melancólica, cuyo efecto podría haber sido especialmente desafortunado en el delicado estado en que se hallaba su señor. A punto estuvo de no poderse contener y seguir en voz alta el curso de su intenso pesimismo, adelantándose 2500 años a un Fitzgerald, por ejemplo, y decir que la vida no es más que una pesada broma, un engaño, un contrato leonino cuya cláusula mayor se llama «claudicación»…
Yadava le miró como si adivinase la amarga y dura continuación de sus pensamientos interrumpidos. Súbdito y señor quedaron un momento ensimismados, como si compartiesen en secreto una idéntica experiencia, a la vez dulce y agria, áspera y suave. Se miraron brevemente y luego, también brevemente, miraron al jardín del palacio, y luego, también al unísono, ambos elevaron sus ojos más allá, al cielo inescrutable y las lejanas montañas, por encima de los altos y sólidos muros del palacio… Al pronto volvieron en sí, mirándose y sonriéndose.
—Aborrezco las dilaciones —dijo el rey con renovada y enérgica decisión—. Me habéis deleitado con la historia de Epiménides y Gautama, pero ya es tiempo de que me mostréis lo que habéis venido a enseñarme: a «matar al rey»… —una pícara sonrisa volvió a formarse alrededor de sus bien alineados dientes, demostrando sin palabras el alto vuelo y la indómita libertad del corazón y la inteligencia a los que puede atreverse incluso un rey poderoso, que es quien más motivos tendría para temerla.
Sissa desplegó las piezas en el tablero y empezó a enseñarle las reglas. Jugaron durante el resto del día, olvidándose de beber y de comer, y en ningún momento volvió el aciago recuerdo a ensombrecer la mirada del rey…


Interludio discursivo (Imaginatio, interpretatio, disputatio…)

Todo el mundo conoce lo esencial de esta historia, todos saben que el rey Yadava quedó encantado y agradecido por aquel fabuloso, cerebral y absorbente pasatiempo. Por eso he preferido contar sólo algunos pormenores de la amena conversación que mantuvieron, y que son, bien que lo sé, inesenciales para el tema principal de las series geométricas de los granitos de trigo y toda esa fanfarria aritmética. Todos saben que el buen Sissa logró, al menos durante un cierto lapso, lo que ningún otro había conseguido: rescatar al desconsolado rey de la postración horrible a que le había sometido el funesto destino reservado a su idolatrado hijo.
—Pero, papá —me reprochó mi propio hijo—, lo que me has explicado te lo inventas; el cuento no es así; y además te has dejado la parte principal, lo de la suma de la serie geométrica de los granos; nos lo contó el profe de matemáticas la semana pasada. Dices que es un cuento sobre la inteligencia, y es por eso por lo que se explica en el libro de mates, porque demuestra los conocimientos matemáticos de Sissa, o sea de los indios de aquella época. En cambio tú te inventas que Sissa y el rey Yadava eran sabios porque razonaban sobre otras cosas difíciles: sobre el buen gobierno, o sobre las paradojas…
—Tienes razón —no tuve más remedio que concederle a mi juvenil crítico—, se trata de un cuento sobre la inteligencia. Me he saltado la parte de los granitos porque ya la conoces, como todo el mundo, y no se saca maldito el provecho de repetir cosas banales y consabidas. En cambio, toda esa compleja trama de intuiciones y silogismos, de recuerdos súbitos, de repentinas reacciones emocionales, de cautelas, y hasta de fórmulas ya desusadas de cortesía, toda esa selva dialéctica revela, de un modo más convincente, que nuestros personajes de verdad ejercitaron su inteligencia y buscaron la clarividencia. ¿O acaso te crees que Lahur Sissa, mi Lahur Sissa, podía parecerse a uno de esos pintorescos savants idiotas como el Rain Man ese de la película, que sólo saben sacar cuentas que a los demás les fatigan y a nadie le aprovechan? No te preocupes, no pasaré por alto la escena de los granos de trigo y el estupor de los contables del palacio cuando, tras repetir siete veces el conteo para cerciorarse de aquello a lo que sus ojos no daban crédito, se presentaron ante el rey con la asombrosa cifra exacta anotada en una tablilla. Aunque aquí también, sobre todo aquí, lo importante será conocer cómo se manifestó la inteligencia de Sissa y la de Yadava al reaccionar frente a esa sorprendente cantidad.
¿Creemos en verdad que el juego del ajedrez pudo hacer olvidarse al rey de su desdicha? Yo creo que sólo lo logró durante cosa de un mes. El ajedrez —y quizá ya antes el chaturanga— fue recocido como un lenitivo eficaz contra los mayores desalientos y angustias, un remedio tan eficaz como el más granado estoicismo contra toda debilidad del alma, y jamás nadie se atrevió a disputarle ese mirífico efecto balsámico y vigorizante que produce en los aquejados espíritus de los mortales cuando flaquea su impulso a vivir gozosamente. Conservamos estos versos que un califa de Bagdad escribió en el siglo xi:
¡Oh, tú, que censuras con cinismo
nuestro juego favorito y de él te burlas,
sepas que es pura y sutil ciencia!
Él disipa la aflicción extrema,
reconforta al enamorado inquieto,
aparta al bebedor de los excesos.
Si acecha el riesgo,
aconseja su arte al guerrero.
Él nos presta compañía
cuando nos domina el tedio.
Pero ¿quién se ha burlado cínicamente alguna vez de este rey de los juegos de mesa? ¿Contra quién dirigía el indignado califa sus dulces admoniciones y su apología de los escaques? A decir verdad, en todas las épocas ha habido sabios y necios que han abominado cualquier juego, el juego en general, por considerar que en sí mismo es, todo juego, pura frivolidad, superficialdad, puerilidad, vanidad. Pero también los ha habido que concentran sus reproches particularmente sobre este o aquel juego; por ejemplo sobre el ajedrez, no por ser un juego, sino por serlo de un dudoso mérito y una dudosa virtud, por ser menos interesante que otro. Ya me he referido a Poe, que prefería las damas a la «laboriosa futilidad del ajedrez». Esto es lo que dice al inicio de su celebérrimo relato Doble asesinato en la calle de la Morgue:
Aprovecho esta ocasión para proclamar que la reflexión es más activa y ventajosamente explotada en el modesto juego de damas que en la laboriosa futilidad del ajedrez. En este último juego, cuyas piezas están dotadas de diversos y extraños movimientos, y representan valores muy distintos, la complejidad se toma (error muy corriente) como profundidad. La atención es lo principal para este juego, y un momento de descuido trae consigo una pérdida o una derrota. Como los movimientos posibles son no solamente variados, sino desiguales en potencia, tales errores se cometen con facilidad, y de diez casos, en nueve vemos que gana el jugador más atento y no el más hábil. Al contrario, en las damas, en cuyo juego el movimiento es sencillo en su especie y varía poco, las probabilidades de descuido son menores, y como la atención no está absoluta ni completamente monopolizada, gana el jugador más perspicaz.
Ni que decir tiene, Poe lo ignoraba todo sobre la verdadera naturaleza del juego del ajedrez. Cualquier aficionado, o cualquier persona con una capacidad de razonamiento más real, menos fantasiosa que la de Poe, podría demostrar que sucede justamente al revés. Sólo en un sentido tiene razón el poeta: que el ajedrez requiere —además, no en lugar de ingenio— una gran potencia de cálculo y una gran atención, cuya más leve falta acarrea «una pérdida o una derrota». Algunos psicómetras han examinado atentamente las diferencias entre la capacidad de los buenos jugadores y la de los que ignoran el juego para recordar, tras un brevísimo lapso de contemplación, la posición exacta de las piezas sobre el tablero. El resultado más interesante —y ciertamente lógico y comprensible, predecible— de este experimento consiste en que: (a) si las piezas son colocadas al azar, no hay apenas diferencia sensible entre la capacidad de retención de un maestro y la de un profano, pero (b) si la disposición de las piezas corresponde a la situación efectiva a que se llega en una partida real, entonces la capacidad del experto para reconstruirla de memoria tras un breve vistazo es absoluta, mientras que la del lego es invariablemente la misma que si se tratara de una disposición caprichosa, ajena a toda posibilidad de un juego real. Es lo mismo que si se nos pide que recordemos la disposición de unos palitos formando figuras arbitrarias; si por casualidad esas figuras se pareciesen, pongamos por caso, a las formas de nuestras letras latinas, nuestra capacidad de recomponerlas aumentaría notablemente respecto a la que tendríamos frente a una disposición completamente arbitraria; y no digamos si, además, esos signos formasen palabras reconocibles: entonces nuestra capacidad sería infalible. Puede imaginarse el mismo experimento con signos que casualmente se parezcan a los pictogramas chinos, y cómo serían distintos los resultados para un chino y para un europeo ignorante de su alfabeto. Pero volviendo al caso del ajedrez, lo que este experimento demuestra fácilmente y para que lo comprenda incluso una persona que jamás lo ha jugado, es que no consiste meramente en, como creía Poe, una potencia de cálculo combinatorio, sino en el reconocimiento de patrones, en la familiaridad con una suerte de lenguaje para el que cada patrón de despliegue viene a ser como una frase inteligible, ya sea coherente o correcta (cuando resulta de un juego eficaz), o por el contrario llena de solecismos (cuando resulta de un juego torpe), y en ambos casos distinta a una disposición-frase completamente invertebrada, como sería, por ejemplo, «la de conjetura vertiendo blota voy me, la, la, fin después hay cuanto gausiano… mosca, la mosca, la, la.»
Poe apunta a un cierto concepto de la inteligencia de raíz netamente romántica, según el cual esa facultad está más asociada a la intuición fugaz, a la capacidad de conexión instantánea pero segura entre consecuencias y causas apoyada en algo así como una iluminación súbita pero frecuente, un cierto don, parecido a una adivinación. Sin embargo, Poe quiso describir la inteligencia —en particular la de su héroe, Auguste Dupin— en términos de capacidad lógica, analítica, absolutamente racional, geométricamente silogística, lo que da a este y otros de sus relatos un atractivo especial, pese al carácter completamente ficticio, inverosímil, y en definitiva falso de los fenómenos que describe y a los que envuelve en una bien estudiada apariencia de coherencia realista. Otro de estos interesantes relatos de Poe que tiene que ver con la ilusión de una inteligencia analítica, pero esta vez mucho más rigurosa y real, es el de El escarabajo de oro, en el que explica cómo se descifra un mensaje secreto, técnica que emuló, con mucha menos maestría literaria, Conan Doyle en El caso de los muñecos danzantes. En otra ocasión demostró Poe su prodigiosa capacidad de hacer puro drama e intriga con problemas netamente teoréticos: en su célebre ensayo Método y composición, que comienza ya con una afirmación algo intrigante —para quien sea maniáticamente movido a hacer comprobaciones expurgando viejas bibliotecas. Poe citaba a Dickens inexactamente, diciendo que, a propósito de un análisis suyo sobre el mecanismo del Barnaby Rudge, el autor había replicado, entre otras cosas, que Godwin había escrito su Caleb Williams al revés, es decir comenzando por el final, cosa que a Poe se le antojaba implausible, y que le proporciona la base —en verdad ficticia— de su asombroso argumento, en el que se propone demostrar que su propio y célebre poema El cuervo había sido compuesto con estricto y matemático rigor, encadenando verso tras verso según una ilación irrefragable, absolutamente lógica, absolutamente determinada, como una suerte de sorites aristotélico. Parece enredoso, ¿no? Lo cierto es que resulta fascinante.
Como en los otros casos mencionados, el tema, la materia prima de este ensayo no es otra que la inteligencia misma, en bruto y en abstracto. Pero se trata de un simulacro, un sucedáneo puramente ficticio de la inteligencia, que necesariamente ha de poseer algunos rasgos similares a la inteligencia real, ni más ni menos que como un retrato fotográfico reproduce rasgos reales (color, figura, expresión…) del modelo, aunque no otros (su peso, su olor, su respiración, sus ademanes…). Y en el primero de los relatos a que me he referido, el de los crímenes de la Morgue, también es la inteligencia el protagonista principal, esta vez encarnada en un personaje que la exhibe en unos niveles asombrosos. Es sencillamente delicioso el pasaje en que Dupin sorprende a su acompañante adivinándole el pensamiento, y no sólo adivinándoselo, sino, como en el ensayo Método y composición, explicándole la implacable lógica, el riguroso «método» que había seguido para descubrir lo que parecía una adivinación, pero era en realidad (en la realidad de la ficción literaria, claro) una impecable deducción. No puedo escatimar aquí la cita completa del pasaje, aunque ello suponga abusar un tanto y un cuanto de este espacio:
Cierta noche paseábamos por una calle larga y sucia, cerca del Palais-Royal. Ambos estábamos consumidos en nuestros propios pensamientos, por lo menos en apariencia, y desde hacía cerca de un cuarto de hora no habíamos pronunciado ni una sílaba. De repente, Dupin lanzó estas palabras:
—Ese joven es muy bajo, y seguramente estará mejor en el teatro de variedades.
—Sin duda alguna —respondí sin pensar y sin echar de ver lo extraño de sus palabras, tan absorto estaba, adoptando sus frases a mi propio ensueño. Un momento después volví en mí y mi asombro no tuvo límites.
—Dupin —dije con gravedad—, usted adivina mis pensamientos. Sin circunloquios, le confieso que me ha dejado asombrado, y que no me atrevo a dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo ha podido hacer para adivinar que pensaba en… en…? —y me paré para asegurarme de que realmente había adivinado en quién pensaba.
—¿En Chantilly? —dijo—. ¿Por qué se detiene? Usted mismo se hacía la observación de que su pequeña estatura le impedía dedicarse a la tragedia.
Precisamente éste era el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero de viejo de la calle de Saint Denis que sentía locura por el teatro y había abordado el papel de Jerjes en la tragedia de Crébillon; sus pretensiones eran irrisorias y todos se burlaban de él.
—¡Por el amor de Dios!, ¿qué método emplea usted, si hay método para eso, y cómo ha podido penetrar en mi alma?
En realidad estaba más asombrado de lo que aparentaba.
—¡El frutero es quien le ha conducido a la reflexión de que el zapateril personaje no podía representar papeles tan difíciles como el de Jerjes!
—¡El frutero! ¡Me llena usted de asombro!, no conozco a ningún frutero.
—¿No se acuerda del hombre que tropezó con usted cuando entramos en la calle, hace cosa de un cuarto de hora?
En efecto, entonces recordé que un vendedor de frutas que llevaba una gran cesta de manzanas en la cabeza, por su torpeza casi me había derribado, cuando pasábamos de la calle de C… a la arteria principal en donde nos encontrábamos en estos momentos. Mas ¿qué relación había entre él y Chantilly? No podía descubrirla.
No había un átomo de charlatanería en mi amigo Dupin.
—Voy a explicarle eso —dijo—, y para que pueda comprenderlo claramente, vamos a emprender la serie de sus reflexiones hasta el momento en que le hablo, esto es hasta el encuentro del vendedor de frutas. Los principales eslabones de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, los adoquines y el frutero.
Muy pocas personas han dejado de entretenerse alguna vez en remontar el curso de sus ideas buscando por qué caminos su espíritu ha llegado a ciertas conclusiones. Frecuentemente esta ocupación está llena de interés, y el que la practica por vez primera queda asombrado de la incoherencia y la distancia, en apariencia inconmensurable, entre el punto de partida y el de llegada. Júzguese de mi asombro cuando oí hablar a mi francés como lo había hecho, y cuando me vi obligado a reconocer que había dicho la pura verdad.
El joven continuó:
—Hablábamos de caballos, si mi memoria no me engaña, precisamente en el momento de abandonar la calle de C… Éste fue el último tema de nuestra conversación. Al pasar a esta última calle, un frutero con una gran cesta en la cabeza pasó precipitadamente ante nosotros arrojando a usted sobre un montón de adoquines colocado en cierto lugar en que la calle se halla en reparación. Puso usted el pie en una de esas movedizas piedras, resbaló y se dio un golpe en el tobillo; pareció humillado, gruñó, murmuró algunas palabras y se volvió para mirar el montón de adoquines; después continuó su camino en silencio. Durante ese tiempo no me he fijado constantemente en lo que hacía; pero desde larga fecha la observación es para mí una especie de necesidad. Sus ojos continuaron fijos en el suelo, observando con una especie de irritación los agujeros y los baches del adoquinado (de manera que veía que usted seguía pensando en las piedras), hasta que alcanzamos al pequeño pasaje de Lamartine, en donde acaban de ensayar el entarugado. Al ver eso, su fisonomía se iluminó, vi moverse sus labios y adiviné, sin vacilación alguna, la palabra estereotomía, una palabra aplicada presuntuosamente a ese género de adoquinado. Sabía que usted no podía decir «estereotomía» sin pensar en los átomos, y de ahí en las teorías de Epicuro; y como en la discusión que tuvimos a este propósito le había hecho observar que las vagas conjeturas del ilustre griego habían sido singularmente confirmadas, sin que nadie lo advirtiera, por las últimas teorías acerca de las nebulosas y los últimos descubrimientos cosmológicos, comprendí que sus ojos no podían volver sino a la gran nebulosa de Orión, lo que seguramente esperaba. No ha dejado usted de hacerlo, y entonces comprendí que, en efecto, había seguido yo paso a paso sus reflexiones. Ahora bien, en esa amarga sátira acerca de Chantilly publicada ayer en El Museo, el redactor, al mismo tiempo que hacía alusiones muy descorteses a propósito del cambio de nombre del zapatero que había calzado el coturno, citaba un verso latino del cual hemos hablado con frecuencia. Helo aquí: Perdidit antiquum littera prima sonum. Había yo dicho a usted que esto se refería a Orión, que primitivamente se escribía «Urión»; y a causa de cierta acritud en la discusión, estaba seguro de que usted no la había olvidado. Desde entonces, estaba claro que usted no podía dejar de asociar las dos ideas de Orión y de Chantilly. Esta asociación de ideas la vi en la manera de sonreír. Usted pensaba en la inmolación del pobre zapatero remendón. Hasta ese momento había usted marchado inclinado, pero entonces se irguió por completo. Estaba seguro de que usted pensaba en la menguada estatura de Chantilly.
Lo que Poe sugiere es exactamente lo mismo que tortura la mente de los místicos y los paranoicos, a saber: que nada sucede por azar, que todo está como mecánica e inexorablemente determinado por una cadena insoslayable de causas y efectos, y que en particular lo está el rumbo, por errático que pueda parecer, del pensamiento y la fantasía. Cualquiera puede percibir claramente que esto es una exageración insufrible y una bobada. Yo mismo, por ejemplo, no puedo asegurar que todo cuanto llevo escrito en esta entrada, y menos aún lo que escribiré a continuación, esté dictado por un hilo metódico y descifrable, que excluya el azar, que no se hayan deslizado o esquivado razonamientos por simple casualidad, y ello a pesar de que existen un asunto y un propósito prefijados de antemano y que necesariamente han de ejercer su presión como un canal contiene el curso de las aguas. Podría, a lo sumo, exponer la razón oculta de algunos aspectos que parezcan fortuitos; por ejemplo, yo recuerdo desde mi infancia el pasaje que acabo de citar porque en él se menciona a Epicuro, los átomos y la estereotomía (sólo me habría faltado una referencia a la perspectiva cónica), y es imposible que yo olvide nada de cuanto caiga ante mis ojos y que se refiera a ese filósofo y esos conceptos; pero esto, que es para mí como una ley fija y permanente, es sin embargo un puro azar para los otros.
Sería muy necio creer que pueda existir realmente una inteligencia como la de Dupin, pero es indudable que se requiere otra también muy grande, la de un Poe, para imaginar semejante drama dialéctico. Es más, incluso debemos conceder que hay mucho de verdadero en la fingida capacidad deductiva de Dupin, porque de un modo semejantemente ficticio proceden muchos individuos particularmente inventivos y retóricos en la vida real (individuos a los que no podemos juzgar inteligentes, a menos que, cosa que raramente ocurre, sean conscientes del carácter engañoso de sus silogismos).
Siempre he sido de la opinión de que la verdadera ciencia y el recto entendimiento por fuerza han de huir de las metáforas, de las sugestiones equívocas, de las paradojas y de las exageraciones. Y es ese riguroso discurrir racional lo que yo identifico, reductivamente sin duda, con la inteligencia. (Esta tan estricta circunscripción del significado de la inteligencia tiene la ventaja de su claridad, de ser un concepto inequívoco y fácilmente reconocible si se da como cualidad de algo o alguien; de modo que puedo reconocer al instante si un argumento o una persona son inteligentes incluso si no poseo yo inteligencia suficiente para elaborar por mí mismo los razonamientos que oigo, pero sí para comprenderlos una vez oídos; por supuesto, el reconocimiento de lo inteligente requiere un mínimum de inteligencia; ningún imbécil podrá identificar certeramente algo inteligente, porque de lo contrario no sería un imbécil.) Me hago cargo de que de ese modo expulso del territorio de lo inteligente a todos los genios literarios, a todos los artistas, y también a un sinfín de hombres hábiles en el dominio superior de cualquier otra pericia —como Platón expulsó a los poetas de su ideal República. Pero eso no significa negar ni interés ni importancia a lo que logra la fantasía artística o los saberes y tecnologías de cualquier otra índole —antes al contrario, incluso, muchas veces. Significa simplemente negar que la inteligencia —en el estricto sentido reducido que la identifica con el saber científico— sea un ingrediente necesario de la creación artística, o que la comprensión más general y filosófica sea un requisito para la eficacia en cualquier tecnología. Ni falta que hace. Curiosamente, ésta es también la opinión, pero en clave invertida, irracionalista, que tienen muchos poetas acerca del arte; como Keats, creen firmemente que la razón es enemiga mortal del arte. Yo no voy tan lejos. No me parece que la ciencia pueda perjudicar en modo alguno a la imaginación, antes al contrario, el realismo y la racionalidad me parecen buenos y necesarios para fecundar y vigorizar el arte; pero habremos de admitir sin violencia que éste es algo más, o que es otra cosa distinta a la reflexión metódica y analítica (incluso algo opuesto, al menos un opuesto complementario, si no incompatible).
Por otro lado, la imprudente afición al razonar paradójico, que más que a otra cosa se parece a la pura fantasía verbal, el deporte de torpedear toda convicción razonable, de estrangular, retorcer, poner a prueba agresiva y provocadoramente toda reflexión lógica y toda demostración empírica mediante el hallazgo o invención de ingeniosas paradojas (la «filosofía de poner las peras a cuarto», como la llamaba nuestro rey Yadava), ha sido desde antiguo algo más que un frívolo e irresponsable juego: ha sido un irrenunciable desafío, una prueba de fuego, una ordalía de la razón, el crisol inestimable en el que depurar la lógica misma, limándole sus excesos, colmando sus defectos, en suma, un ejercicio y un deber necesario para la inteligencia.
Entre los presocráticos, sobre todo los llamados sofistas, fue muy habitual esta casi mórbida inclinación a la paradoja; se la sembró, abonó y regó hasta la náusea, hasta que llegó Aristóteles y cortó por lo sano, acabando de un plumazo con toda aquella selva indómita de raras especies erísticas que amenazaba ya con la asfixia y la corrupción de toda posible inteligencia. Aristóteles se comportó en esto un poco como el león sordo del cuento, que «llegó y se acabó la música», zampándose al flautista que tenía a los otros leones hipnotizados con su falsa melodía.
Pero insisto en que no hay mejor medicina para la razón adormecida que esa dura y amarga píldora de las paradojas demoledoras. Y no se crea que ha sido sólo en Occidente donde se ha practicado ese deporte de poner boca abajo a la sensatez misma. En la antigua China, por ejemplo, coetánea de nuestras escuelas helenísticas, floreció la llamada «escuela de los Nombres», cuyos miembros fueron expertos en razonamientos paradojales que nada tienen que envidiar a los de nuestros Epiménides, nuestros Zenones o nuestros megáricos. Kung-sun Lung, por ejemplo, demostró que un caballo no es un caballo, porque un caballo blanco no es un caballo, es decir a causa de que «blanco» designa un color, mientras que «caballo» alude a una naturaleza; posiblemente quería enfatizar la distinción, por entonces difícil y turbia, gramaticalmente no bien comprendida, entre una cosa y sus cualidades; o puede que pretendiese algo más atrevido: quizá mostrar que las distinciones de espacio y tiempo son inciertas, subjetivas o relativas, quizá incluso ficticias, ilusorias. Y Hui Shih sabía demostrar con la misma facilidad que si alguien parte hoy hacia la provincia de Yuëh, entonces llega allí el día de ayer. Ríete tú de las curiosas pruebas de que Aquiles no alcanzará jamás a una tortuga.
El chino a quien el Lahur Sissa de nuestro relato se refiere, sin mencionar su nombre, debió de ser algún maestro de Lung y de Shih… Estos acertijos entretuvieron gran parte de la conversación con Yadava durante toda la tarde de aquel feliz día. Recordemos que, según le confesaba Sissa al rey, aquel joven e ingenioso chino le había hecho dudar de que Buda hubiese abandonado su hogar montado en un caballo cuyos cascos, para no hacer ruido, unos diosecillos voladores mantenían flotando en el aire —como aseguraba la leyenda y como podemos apreciar en la ilustración del relieve de Gandhara que encabeza esta entrada. Sissa dudó si el caballo no sería en realidad un susurro… Yo también, fascinado por los cantos de sirena de esos fantásticos silogismos, empecé a dudar de si mis ojos veían realmente a ese caballo del relieve, o la sutil composición de sus delicados contornos eran sólo el símbolo cabalístico de algún concepto sobrenatural. El efecto alucinógeno de semejantes acertijos en nuestra mente puede llegar a ser más devastador que la bebida. El mundo se pierde siguiendo estas sugestiones, y sólo se recupera mediante alguna dolorosa sacudida, como cuando le despiertan a uno ruidosamente en mitad de la noche. Esto es, poco más o menos, el breve sueño de mi razón adormecida:
Siddharta salió a escondidas, en la noche, de su ciudad en un caballo —es decir en un caballo negro, o puede que ese caballo no fuese un caballo, ni negro ni de ningún otro color, sino, digamos, un globo, o a lo mejor el caballo era en realidad un suspiro, o un santiamén… Sí, digamos que Buda salió sigilosamente en un santiamén… Aunque también cabe la posibilidad —no tan remota como creen algunos— de que el «caballo» mencionado en la leyenda fuese efectivamente no otra cosa que un caballo, un simple caballo, es decir un caballo negro… Pero también sabemos que Buda, montado en su indiscutible caballo, salió muy sigilosamente; los dioses silenciaron el ruido de los cascos elevándolos con aire, o cogiéndolos con sus etéreas manos. Bella metáfora… tan bella como la de llamar «caballo» a un suspiro, ¿no? Puede que, simplemente, Gautama tuviese la banal previsión de cubrir los cascos de su suspiro con trapos (de algodón o de otra sutil materia). Si en la leyenda se nos hubiese hablado de trapos en lugar de las manos o el aliento de los dioses, ¡cuánto más hermosa habría sido esta sutil metáfora! ¡Un suspiro envuelto en trapos! No son cosa de despreciar los trapos. A la «filosofía de las ropas» consagró todas sus energías Diógenes Teufelsdröckh —en esa soberbia parodia del idealismo hegeliano que Carlyle nos brindó en su Sartor Resartus—; y este filósofo de las ropas sólo rió en una ocasión en toda su vida (¡pero, por Dios santísimo, qué carcajada más contundente e irrepetible!, ¡qué expresión tan potente de gozo y de poderío vital!). Hay, entre todos los cuentos que versan sobre ropas, ya sean elegantes o harapientas —y que, hágase un esfuerzo de memoria, son muchísimos—, uno que jamás ha dejado de intrigarme, uno que recordaba Benjamin en su ensayo sobre Kafka [«Franz Kafka», parcialmente publicado en Jüdische Rundschau en diciembre de 1934, recogido en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1991, pp. 135-161]. Reza más o menos así: hallándose los parroquianos reunidos una tarde en una misérrima fonda de un pueblecito judío, uno de ellos sugirió que cada cual dijese lo que pediría en el caso de que el cielo le concediese un deseo; uno eligió un nuevo juego de herramientas, otro una yegua joven, un tercero pidió dinero, el siguiente una nuera… Cuando todos los vecinos acabaron de formular sus deseos, sólo quedaba un forastero andrajoso, que yacía en un banco en un oscuro rincón. Le pidieron también a él que revelase lo que pediría, a lo que el harapiento se negaba con obstinación; tras mucho insistirle, finalmente el extranjero expresó a regañadientes cuál sería su deseo: «Lo que yo me pediría —vino a decir al cabo— es convertirme en el monarca más poderoso de este cuadrante del orbe, reinando sin rival sobre un país vastísimo, y viviendo feliz y ocioso, rodeado de serviciales lacayos y de tesoros incontables; y que tras años de vivir de ese modo, y hallándome dormido en mi alcoba palaciega, durante la noche un ejército enemigo atravesase imprevistamente la frontera de mi reino, alcanzando al alba sus jinetes las puertas de mi castillo sin hallar la menor resistencia, y que, alarmado por el barullo y sin apenas tiempo de vestirme, tuviese yo que saltar de mi balcón y emprender en camisón una desesperada fuga a través de valles, montañas, desiertos y ríos, día y noche, sin reposo, y que tras recorrer incontables leguas llegase, hambriento, sediento, dolorido y agotado, hasta un rincón como éste, y tumbarme en este banco a descansar un rato.» La verdad es que el historiado y dilatado deseo de este mendigo dejó perplejos y sin aliento a todos los presentes, que habían formulado deseos muchísimo más simples, modestos y de escasa duración dramática. Supongo que aquel miserable pretendía darles alguna amarga y cínica lección, no sé cuál exactamente, quizá la de que, puestos a imaginar cosas felices, más vale no escatimar mezquinamente, hacerlo a lo grande, demostrar la anchura del corazón humano, del deseo, del sueño, ¡qué sé yo! El caso es que los otros miserables tampoco le comprendieron. Uno de ellos finalmente salió de su estupor y le espetó: «Pero ¿qué demonios ibas a ganar con ese deseo?» Y aquél respondió: «Pues un camisón». Un camisón, en efecto, no era poca cosa, no era menos de lo que habían pedido la mayoría de los otros; pero al camisón habría que añadir toda una grandiosa experiencia, que los miserables dan por inútil simplemente porque acabaría siendo cosa pasada y olvidada, porque su castrada fantasía, la postración espiritual a que les había conducido su miseria, les impedía conceder valor alguno a lo que no existe y es palpable y está disponible aquí y ahora. Total, que aquel judío extranjero imaginó un viaje agotador y peligroso para simplemente adquirir unos trapos, del mismo modo que Epiménides recorrió medio orbe para largarse con la vaciedad de sus paradojas.
Pero basta ya de la filosofía de las ropas… Volvamos al ajedrez.
Habíamos quedado en que este juego había surtido un efecto mirífico contra la terrible dolencia del rey que perdió a su hijo. Recordemos de nuevo las exageradas virtudes curativas que según aquel califa poeta del siglo xi tiene este juego: sosegar a los amantes inquietos, curar el alcoholismo, vencer el mórbido tedio, en fin, la panacea para toda aflicción del alma y del cuerpo. El califa se indignó contra los denigradores del juego. No dudamos ya de que, inteligentes o necios, honestos o viles, hay argumentos para despreciar el juego en general, y el ajedrez en particular. Hemos visto como botón de muestra las discutibles opiniones de Poe. Pero también hay argumentos, y de los buenos, para rechazar como vanas y estultas veleidades aquella exagerada confianza que nuestro califa depositaba en la ubérrima virtud del ajedrez para consolarnos de todos los males, un poco como la inteligencia misma fue un consuelo para Boecio, otro gran desdichado, que lo explicó en su Consolación de la filosofía —que posiblemente no era otra cosa, en rigor, que una «filosofía de la consolación». Más prudente fue el sabio Sissa cuando humildemente presentó el juego a su rey, temiendo que fuera a servir de bien poca ayuda contra la insondable amargura de sobrevivir a un hijo.
De la media docena de exageraciones que ese poemita condensa en unos pocos versos, hay una que llama poderosamente la atención; no me refiero a que se le considere aconsejable a los borrachos, los alucinados o los enamorados, sino a eso de que ofrece consejo al militar («aconseja su arte al guerreo»), y no ya en la apacible quietud de su gabinete, cuando estudia atentamente los problemas teóricos o prácticos de su ciencia, sino en los momentos de mayor excitación y peligro, en la mitad de la refriega («si acecha el riesgo»), donde hasta un Kant quedaría paralizado. ¿Puede imaginarse bobada y exageración más grande? ¿Quién sería capaz, realmente, de poner a un Kaspárov al frente de un batallón de infantería? Pero concedámosle al buen califa la licencia de la hipérbole. Al fin y al cabo, como decían Sweezy y Baran en su prólogo a El capital monopolista, la misión de la ciencia, y la del arte, no es otra que la de exagerar, siempre que lo que se exagere sea verdad y no falsedad. Y si lo que dice el califa —y repiten muchos necios sin pensarlo bien— es una exageración, y si lo es de una verdad y no de una falsedad, ¿de qué verdad se trata, de qué índole concreta es esa enseñanza, si no es una pura ilusión vacía de contenido? No sé decirlo con seguridad. Me parece que se trata de lo que llamamos una «verdad poética». ¿Qué clase de animal es ése?, me preguntará alguno. No es ningún animal, por supuesto, sino más bien una emoción. Como tal emoción, su relación con la idea de que el ajedrez enseña al guerrero es simplemente metafórica. En esta metáfora, tanto el juego como la guerra real están como símbolos del esfuerzo supremo, del coraje, del impulso de vivir, de vencer y de gozar; y la relación —también metafórica, fingida— entre el silencioso juego y el violento fragor de la batalla real está como símbolo de la relación deseable entre la lógica y la realidad, entre lo que concibe la mente y lo que realiza la mano, en fin, como expresión poética del vínculo dialéctico entre lo racional y lo real. Porque la inteligencia, lo racional, lo abarca todo: todo el universo —lo que sólo puede ser el «mundo para nosotros»— se halla en nuestro espíritu, colectivamente considerado, lo real y lo ilusorio, lo deseable y lo temible, lo verosímil y lo imposible…
(Por cierto, ¿no hay algo sutil y maravilloso en eso de poner nombres propios a los personajes irreales de un cuento? En esencia, los nombres son innecesarios, salvo por su material ayuda gramatical como abreviaturas, para evitar perífrasis al referirnos a ellos. También están para desencadenar una incontrolable cadena de sugestiones, según su sonoridad o su rareza. ¿Quizá Ayamir tiene nombre en este cuento porque, según la opinión de su padre, todas las cosas buenas deben llevar un nombre adecuado? En todo caso, parece muy tonto mencionar el nombre de un personaje que no pinta gran cosa en la historia; el hecho de haber revelado su nombre, ¿no obliga materialmente al relato a hacerle intervenir de un modo más decisivo? Por supuesto que sí. Eso es lo que veremos en el final de la historia.)


La otra mitad del cuento

Tal como asegura la leyenda —al menos su versión truncada, expuesta antes—, el juego logró disipar casi por completo la tristeza del buen rey, pero no fue por mucho tiempo. Porque ¿quién puede ser tan insensible e iluso como para creer que un simple juego de mesa, por delicioso, versátil e interesante que sea, podrá mitigar definitivamente la horrorosa sima de dolor que deja la muerte de un hijo?
Antes de que Lahur Sissa se despidiera de Yadava, ya sabemos lo inmediata y grandemente complacido y agradecido que quedó el rey, quien insistió en compensar a su angelical súbdito con las riquezas que le pidiese a cambio, sin fijar ningún límite a su generosidad. Tras insistir en esa compensación, que el sabio ni esperaba ni pedía, pues nada podía hacerle más dichoso que el haber logrado apagar el demoledor fuego de la tristeza de su rey, Sissa le volvió a sorprender temerariamente con una petición en apariencia inocente, que a punto estuvo de hacer que Yadava montase en cólera con más intensidad que cuando, al principio de su visita, aquél le confió el insufrible nombre del invento: «Matar al Rey». Todos saben en qué consistió la peregrina demanda del sabio: un grano de trigo por el primer escaque, dos por el segundo, cuatro por el tercero, e così via, en vertiginosa progresión geométrica, duplicando sucesivamente la cantidad de casilla en casilla hasta la sexagésima cuarta. La aritmética no era el fuerte del monarca, mucho más versado en filosofía política, que aún insistió sonriente en que su amigo pidiera algún tesoro más magnífico. Todos saben cómo acudieron al cabo de un buen rato, cariacontecidos y temblorosos, los contables de palacio, temblando de miedo y de vergüenza, para comunicar al ingenuo soberano, con sollozos y estupefacción, la astronómica cifra del conteo, y que ni sembrando y cosechando toda la superficie de cien mundos durante cien años lograrían reunir semejante cantidad monstruosa.
De lo que sucedió a continuación hay versiones enfrentadas. Según una de ellas, el humor de Yadava no bastó para que pudiese soportar el insulto, y en un arranque de ira hizo que degollasen allí mismo, en su soberana presencia, al pillo listillo y sabelotodo de Sissa. Bien se comprenderá que me resista a aceptar esta absurda versión, este aciago desenlace que no puedo considerar más que como una abyecta impostura urdida por esa raza de impíos republicanos cuya falta de templanza y vil corazón podrido les impide imaginar que pueda haber sobre la tierra un monarca justo. No niego yo que cualquier otro detestable rey real habría sido capaz de una vileza semejante, pero el reino de Yadava, ¿cómo lo diría?, no es de este mundo. Hay otra versión, también indudablemente apócrifa en mi modesta opinión, y de muy mal gusto por añadidura, según la cual el rey se vio forzado a abdicar, por motivo de honor caballeresco, ante la imposibilidad de cumplir su sagrada palabra, y acto seguido fue proclamado el sabio Lahur Sissa como nuevo rey indiscutible. El gusto nauseabundo de esta segunda versión es insoportable, toda vez que Sissa era un verdadero sabio que nada amaba más que su soledad y su independencia, por más que tampoco era un cínico ni un misántropo; a duras penas habría querido contarse ni entre los consejeros áulicos de Yadava; sentarse en el trono le habría sido más indeseable que compartir su vida en matrimonio; y no es que fuese misógino ni insensible a las delicias de la pasión amorosa, sino que no podía soportar que la compañía de un semejante, fuese varón o hembra, estuviese ordenada por el horario, el calendario y las mil absurdas minucias que componen lo que con cierta indulgencia llamamos «vida doméstica»; tal como él lo veía en los hogares de sus congéneres, eso era más bien un desvivir doméstico; sólo en el celibato hizo Sissa excepción a la imitación de su padre. Pero aun sin tener en cuenta el carácter de Sissa, habría sido absurdo e inconcebible que el motivo del tremebundo acto de una abdicación hubiese sido una irrelevante incompetencia en matemáticas. Por lo que sólo queda en pie la única verdadera y legítima versión: el rey comprendió enseguida que su buen amigo había querido gastarle una deliciosa broma, añadiendo a su regalo otra perla intelectual con la que reforzaba los motivos para olvidar las penas y contemplar las maravillas de lo infinito matemático.
Se abrazaron, pues, amo y siervo, y se despidieron con toda clase de sinceros cumplidos. El rey se aficionó al juego, y durante un mes no padeció ataques de melancolía. Pero ni el ajedrez, ni el chaturanga, ni las charadas, ni los crucigramas, ni la bebida, ni las bailarinas, ni el deporte… ni nada en el mundo puede subsanar para siempre, como conjeturó Sissa, el dolor inextinguible que deja la muerte de un muchacho. De manera que Yadava volvió a llorar, alternando la amargura por la muerte de Ayamir con los dulces recuerdos de la infancia de su hijo, cuando le enseñaba a distinguir los astros del nocturno firmamento, o lo llevaba de caza, o le leía cuentos antes de ir a dormir, o se bañaban juntos en el dorado estanque del florido pensil de oriente…
Hasta que un día, tras varias semanas en que el rey había perdido por completo el apetito, el placer de la conversación y hasta el impulso erótico, volvió a presentarse Lahur Sissa en el palacio, visiblemente excitado. Los sirvientes, que desde hacía muchos días no tenían mayor preocupación que la salud de su rey, no le hicieron esperar ni un minuto, y sin apenas avisar a su soberano, le introdujeron casi a empujones en la regia alcoba, sin llamar siquiera a las puertas ni conceder al desgraciado monarca la oportunidad de secar sus lágrimas y recomponer su lastimoso semblante. Sabían que su señor no se hallaba en condiciones de reprocharles esa descortesía, y temían demorar un solo instante lo que, según los miríficos efectos de la primera visita de Sissa, prometía lograr esta otra, pues ni médicos, ni astrólogos, ni bailarinas, ni músicos, ni cocineros, ni sacerdotes, ni nadie en la corte había podido hacer menguar ni un átomo la intensidad de la desesperación de Yadava.
Los dos amigos volvieron a abrazarse, y el súbdito compartió un instante sus lágrimas con su rey. Se serenaron y se sentaron. El sabio empezó a componer nerviosamente las piezas en el tablero, mientras entrecortadamente le explicaba:
—¡Oh, mi rey! Ha sucedido algo maravilloso, un hallazgo afortunado que algún ángel me ha insinuado mientras me hallaba absorto en una partida de nuestro juego en que a solas competía conmigo mismo. Veréis… Yo iba desplegando una tras otra las piezas sobre el tablero, ensayando una estrategia difícil de las negras que jamás antes se me había ocurrido. Duraba la partida ya varias horas, desde el amanecer, y tan compleja se volvía que hasta me olvidé de almorzar, hasta que… ¡oh, cielos!, me quedé de pronto paralizado por la emoción, el aire me faltaba, no daba crédito a mis ojos… ¡Observad! —dijo mostrando al rey el tablero tal como en él había compuesto las figuras—. ¿No es asombroso? A esta disposición habían llegado las piezas que aún quedan en pie.
El rey observó los escaques y sus ojos y su boca se abrieron en una expresión de indescriptible estupor:
—¡Oh, querido Sissa, sí que es extraordinario! ¡Por los príncipes de Serendip!, tampoco yo puedo contener mi emoción…
—Así es, mi rey, ¡así es como exactamente estaban dispuestos sobre el campo de batalla vuestro ejército y el enemigo en el infausto día y hora en que murió vuestro angelical Ayamir! Este caballo blanco —dijo señalando la figura de ese nombre— es el hermoso corcel que él montaba durante la batalla, dirigiendo el flanco occidental de vuestras tropas. Aquí está —añadió, señalando la torre blanca— el único de los bastiones que aún quedaban en pie en aquella terrible hora… Y aquí —dijo señalando los dos alfiles blancos— los dos capitanes que, acosados por todos los flancos, se habían vuelto completamente inútiles para el ataque, y que nada podían hacer por proteger al rey, ni aun inmolándose al enemigo. —Sissa siguió explicando la disposición, con una excitación creciente y ante el asombro de los curiosos criados, cuya preocupación les hizo olvidar todo decoro y permanecieron en la cámara, sin que el rey se inquietase mucho ni poco de su insolente presencia. Siguió, pues, el sabio señalando el resto de las figuras, incluyendo las piezas del ejército negro, que ocupaban el tablero con su implacable dominio, amenazando con una fácil e inexorable victoria, cosa que, como sabemos, no ocurrió en la batalla real que libraron las tropas de Yadava, y en que finalmente lograron abatir por completo al enemigo, que capituló al final de aquella triste jornada, aunque, como la lechuza de Minerva, demasiado tarde.
Por fin serenados de la intensa y ya insoportable conmoción evocada por aquel cruel remedo de unos hechos tan amargamente recordados, Sissa continuó:
—Pues bien, mi señor. Llegados a esta posición, pasé el resto de la tarde investigando el modo de recuperar el control del juego frente a la implacable estrategia que acababa de ensayar en el bando negro. Y por más combinaciones que probaba no hallaba manera de ganar la partida si no es sacrificando el caballo blanco… Y creo yo, ¡que los cielos me dejen ciego, sordo y mudo si me engaño!, que vuestro hijo Ayamir, que era un joven valeroso e inteligente, al que vos mismo pusisteis al mando de medio ejército, porque aventajaba en sagacidad y arrojo a todos vuestros generales, y que os amaba y os idolatraba como jamás en la tierra ningún hijo reverenció y amó a un padre, vuestro valiente y sabio hijo, digo, comprendió inmediatamente la situación, y sin vacilar, desobedeciéndoos por primera y única vez en su corta pero gloriosa vida, se lanzó ton toda su furia y los vestigios de su deshecho batallón contra los bien pertrechados escuadrones del enemigo, que fue así obligado a abandonar sus confiadas posiciones, y desbaratando con ese heroico sacrificio toda la férrea y bien trabada trama de movimientos en que había basado su estrategia, y haciéndole caer ante la ya imparable contraofensiva de vuestros capitanes…
Sissa movió sucesivamente las piezas de uno y otro bando: el caballo blanco, la dama negra, el alfil blanco, la torre negra, el peón de alfil blanco…
Muerte al rey negro en tres movimientos.


Epílogo

Traiciono a mi instinto y a mi corazón al cometer el sacrilegio de añadir una sola palabra. ¿No está ya todo dicho? Lo está, si de lo que se trataba era de contar un breve cuento. Como tal, sería de muy mal gusto añadir ni una sola letra al sagrado silencio que se hizo en la alcoba de Yadava. Y si uno no puede mejorar el silencio, lo que debe hacer es callarse la boca… o rememorar calladamente los inmortales versos de Gardel: «Silencio en la noche,/ ya todo está en calma,/ el músculo duerme,/ la ambición descansa.»
Pero yo no soy cuentista ni por vocación ni por afición. Lo que a mí me gusta es el discurso interminable, y el irme por las ramas, y el apostillar para provocar un siempre renovado e interminable diálogo, aunque sea «interior».
Que cada cual extraiga su moraleja. A mí me gusta la más vulgar de todas, a saber: que el rey Yadava por fin pudo dar término a su mórbida melancolía, porque esta revelación cuasimatemática de la necesidad del sacrificio de su hijo, puesto que no se podía deshacer lo andado hasta el fatídico momento de esa inmolación, esta demostración «racional», o pseudo-racional, o verdaderamente poética, que «da sentido» a la muerte de Ayamir (¿qué sentido?, ¿el sentido del sinsentido?, ¿la razón de la sinrazón?), podía apaciguar su angustia, santificar su humana resignación. Caben otras mil distintas conclusiones. Que cada quien saque la suya.
Repetiré una vez más uno de mis lemas preferidos: el arte es «bueno para pensar». Y no hay que excluir las extravagancias y desvaríos de la imaginación. Vuelvo a la defensa de las paradojas. Puede que la mayoría de los que se aficionan a los acertijos grotescos y desconcertantes no sean más que ociosos puerilizados y frívolos. Pero a veces son también hombres del más acendrado valor moral e intelectual, que con sus chocantes ocurrencias empujan en una saludable y constructiva dirección racional. Los poetas, decía Aníbal Ponce, también ayudan al universo a realizar sus fines.
Mi simpatía por los presocráticos, y en especial por algunos sofistas, es un rasgo temperamental ingénito. No siempre lo hago, pero me encanta darle vueltas a un asunto, irme por las ramas, deshilvanar, desmenuzar y traer a colación los aspectos menos coherentes de cualquier experiencia, y acabar dejándolo todo «lo suficientemente confuso». Lo suficientemente ¿para qué? Para seguir pensando.
A veces hacemos cosas, o dejamos de hacerlas, porque nos conducimos como si no hubiésemos de morir jamás, cosa que aconsejaba Pascal; y a veces, por el contrario, hacemos cosas, o dejamos de hacerlas, como si sólo nos quedaran ocho días de vida, cosa que aconsejaba Vauvenargues. Yo no sé a cuál de ambas motivaciones inconscientes obedece que haya decidido poner por escrito todo lo que aquí he explicado. Puede que entre las razones menores se cuente aquello de Cayo Tito al senado romano: verba volant, scripta manet.
Como yo mismo no soy capaz de llevar a un límite, a una conclusión inconmovible los pensamientos que generan en mi alma muchas ocurrencias literarias y toda clase de cuentos sin moraleja explícita, voy a dejar sin «analizar» las sugestiones encerradas en el cuento que os he contado, porque estoy seguro de que son lo suficientemente intrigantes, más que una película de Hitchcock, como para provocaros el mismo aluvión de pensamientos encadenados y sin fin.

15 comentarios:

  1. No puedo dejar de felicitarte por este precioso artículo y porque haces que parezca fácil lo que, sin duda, es muy difícil: saber emocionar. Además, nos permites disfrutar, a través de los dos artículos, de un ejercicio de inteligencia que no sólo refleja una gran capacidad crítica, sino una buena dosis de sentido del humor y de ternura. Haces referencia al arte cuando indicas: «No me parece que la ciencia pueda perjudicar en modo alguno a la imaginación, antes al contrario, el realismo y la racionalidad me parecen buenos y necesarios para fecundar y vigorizar el arte; pero habremos de admitir sin violencia que éste es algo más, o que es otra cosa distinta a la reflexión metódica y analítica (incluso algo opuesto, al menos un opuesto complementario, si no incompatible).» Nos has deleitado con un cuento, permíteme que te cuente una conversación…

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  2. (La «conversación» a que se refiere Palmira López es una reflexión cuya forma y extensión no permiten que sea adecuadamente reproducida como comentario aquí. Será publicada en breve como nueva entrada.)

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  3. Soy asiduo lector de este blog, y a menudo siento unas ganas fuertes de intervenir en sus debates, cosa que sólo hice una ve hasta la fecha. Soy perezoso para escribir, pero confieso que he hablado con mucha frecuencia con mis amigos de las interesantísimas entradas que se han publicado. Hoy he vencido mi timidez por segunda vez para no dejar pasar la ocasión de contribuir a un diálogo sobre asuntos literarios y teóricos que lamentablemente no son los que suelen suscitar más participación. Porque, ¡incluso en este tan granado espacio literario!, lo que más atrae a participar en una controversia, o en un amistoso diálogo, suele ser lo que tiene que ver con la “actualidad” (¡vaya uno a saber qué significa eso!).
    Yo también he disfrutado, como Palmira, leyendo esta sarta de leyendas encantadoras, irónicas a veces, desconcertantes incluso, y mezcladas con juicios completos o esbozos de otros análisis. El montón de asuntos que encadenas, aunque sea en una forma tan deliberadamente errática, es de verdad muy sugestivo. Comparto tu parecer de que —según lo he interpretado— la imaginación poética, incluso si se presenta en la forma de “remedo” cuasi-perfecto de un discurso racional y “real”, es siempre engañosa. Por eso me asombra tu juego, porque te has atrevido aquí, contra tu costumbre, a enhebrar ideas con un hilo fantástico. Quizá por aquello de los clásicos: instruir deleitando. ¿Habría sido mejor coser completa y menudamente la tela de esas reflexiones —por aprovechar esa metáfora del Sartor Resartus a que has aludido? Seguro que sí, pero todo trabajo de sastrería, incluso la sastrería dialéctica, debe comenzar, creo, por pespuntar provisionalmente (o, cuando se trata de partes maltrechas, zurzir firmemente, para que la pieza aguante).

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  4. Y como hay aquí muchas partes, no tengo más remedio que escoger alguna para examinar, un poco al azar. Elijo este hilo: cuando la inteligencia (análisis, observación minuciosa, deducción rigurosa, etc.) se “imita” en una ficción, dices que se parece al modo real de argumentar de muchas personas que pueden parecer inteligentes (o sea que comprenden) sin serlo de verdad. Entonces es la vida la que imita al arte, como creía Wilde, ¿no? Y ¿qué rasgos del arte imitan los discursos falsos que parecen bien trabados, coherentes y acordes con la verdad? Pues, creo yo, simplemente la apariencia, la “forma”; pero la apariencia es lo que las cosas “parecen” a algunos, no necesariamente a todos; de manera que habrá discursos “aparentemente” inteligentes, en el sentido absurdo de “parecérselo” así a los medio tontos… Tú mismo te has referido otras veces a esa interesantísima pieza de Schopenhauer sobre la Erística, o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas. Y Schopenhauer trata de discursos de la vida real, no de la ficción literaria (no como Freud, que en verdad extrajo sus descabelladas ideas de la conducta y pensamiento ¡de personajes literarios!). Aunque no lleguen a la categoría de arte, por zafios y abominables, pertenecen al estilo persuasivo las retóricas de los políticos, por ejemplo. Pero, como se ha señalado también aquí en alguna ocasión (a propósito, por ejemplo, de los discursos nacionalistas), no son propiamente persuasivos, porque no “persuaden” sino a los que ya previamente compartían el falso credo; son más bien reforzadores, ejercicios de catarsis colectiva, de sinrazón y fanatismo. Por eso opino que, si bien es bueno que el arte imite la vida (y contribuya así, como la ciencia, a ampliar el conocimiento verdadero), no es bueno que ocurra al revés, que la vida imite al arte. Los razonamientos de los personajes de Poe, o de los tuyos en esta bonita versión que nos has ofrecido de la historia de Yadava y Sissa, podrán ser tan imaginarios y ficticios, e incluso erróneos en su propia especie, en las coordenadas de su propia ficción, como se quiera, pero por esa misma cualidad fantasiosa han de tener un efecto bueno; son, como tú dices, “buenos para pensar”; no sería así si se presentaran como doctrinas “reales”. Y se me ocurre que una de las más comunes formas de la imbecilidad (no la única, por supuesto, ni siquiera la más habitual) consiste en la extrapolación y el desplazamiento de los contextos, y en particular en la extravagancia de tomar como ejemplos demostrativos los sucesos imaginarios de la literatura, olvidándose de los límites y defectos de una comparación con lo real que no resistirían.

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  5. Como Victorio, me cuento entre quienes gozan de las páginas que lentamente se acumulan en este “epicúreo” blog. Y también me ha seducido (me ha conmovido, ésa es la verdad) toda esta rara y elaborada cavilación, llena de paradojas, emociones, dudas y otras diversas experiencias humanas transmitidas por boca de tus personajes, de los personajes de Poe y de tu propia conciencia. Te recuerdo una elipsis que, supongo, ha sido intencionada: cuando planteas si puede haber inteligencia sin doctrina y dices que más adelante explicarás “o no” lo que quieres decir exactamente. A la vista está que no lo has hecho, y con esta omisión nos has dejado en verdad “encadenados” y más intrigados que en una película de Hitchcock.
    Si puedo adelantar una respuesta breve y provisional a esta cuestión, tal como yo la interpreto, diré que no: me parece que la falta de doctrina (el eclecticismo, el agnosticismo…) es incompatible con la inteligencia. Claro que también puede ser muy estúpido adherir a un sistema filosófico falso, lleno de relaciones arbitrarias, de saltos en el vacío, de peticiones de principio inadmisibles, y por ende ajeno a los conocimientos científicos, aunque “funcione” en determinados y limitados contextos. Y no me refiero a poseer una filosofía conscientemente; opino, como Gramsci, que todo el mundo tiene una filosofía, un modo de comprender el mundo y un método más o menos regular y coherente para la decisión y la acción (Sancho Panza, por ejemplo, es un rústico analfabeto que sin embargo procede con seguro método, que no sólo se basa en creer a sus ojos, sino incluso en admitir provisionalmente las razones imaginarias de una autoridad, por descabelladas o increíbles que parezcan); es decir: posee una filosofía, aunque ignore su nombre, toda persona en verdad inteligente, de modo que una buena definición de la estupidez sería la carencia de filosofía, de sistema o de método. No voy a aquilatar aquí esta idea, por no hacerme prolijo y porque, así lo espero, puede provocar alguna réplica.

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  6. Hay tantos temas involucrados aquí (un “sinfín”, en verdad, como insinúas al final), que no tengo yo tampoco más remedio que, como Victorio, elegir casi al azar. Y me ha parecido especialmente convincente (o no, la palabra adecuada no es “convincente”, sino sólo “interesante”, que no es poco) esa explicación que das sobre la índole metafórica de la relación del ajedrez con el arte de la guerra. Hace pocos días, conversando con un amigo precisamente (¡oh, la serendipia!) sobre cosas que a él le fascinan y que indulgentemente se llaman de “sabiduría oriental”, espiritualista, surgió este tema del ajedrez como entrenamiento inteligente adecuado a los militares. Yo le repliqué, un poco irritado, que eso era una bobada, que el ajedrez no tiene nada que ver con la estrategia militar. Y no le dimos más vueltas. Pero ahora caigo en que incluso en las mentiras y en los errores se esconde alguna verdad, o alguna razón de ser. Es innegable al menos la relación superficial del ajedrez con una batalla, porque eso es lo que simula, como decía tu Lahur Sissa; pero la abstracta y rigurosa formalización del juego no permite una comparación más sustantiva. Según tu idea de la “verdad poética” que se encierra en esa relación entre el juego y la guerra real, tal relación parece algo más profundo que aquel mero parecido abstracto y formal. Se trataría de que este juego complejo y difícil obliga a esforzarse en la búsqueda de estrategias que, como en las batallas reales, le irritan o le motivan a uno hasta el agotamiento, le exigen estrujar hasta la última gota de su materia gris. En las batallas reales, por desgracia, no interviene sólo ni principalmente la inteligencia, sino también la fuerza bruta, el dinero, el miedo, la tradición y hasta el azar. El que gana un campeonato de ajedrez puede —aun con las salvedades a que te referías— ser tenido merecidamente por más inteligente (y/o mejor entrenado) que sus adversarios. El que triunfa contra los otros en las perras batallas del mundo real no puede, la mayor parte de las veces, pretender que su suerte se debe a su inteligencia, sino a facultades mucho menos honrosas. Sin embargo, como decías en tu anterior entrada, lo corriente es hacer pasar el triunfo, incondicionalmente y siempre, como prueba de inteligencia. Yo estoy de acuerdo contigo: lo inteligente no consiste en triunfar, sino en comprender (o si se quiere, consiste en triunfar, pero en la batalla propia de la inteligencia, que es la de adquirir sabiduría o comprensión, no en cualquier otro tipo de pelea mundana).

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  7. Es cierto —aunque también un pelín reduccionista— eso de que Freud sacó los principales argumentos de la conducta de personajes literarios, y no de una presunta —y hasta el momento indemostrada, ergo falsa, inexistente— investigación clínica con casos reales. Ahora bien, en la medida en que las creaciones literarias reflejan y condensan lo más típico de los caracteres reales, no hay motivo para rechazar en bloque todas las reflexiones o conjeturas de Freud. Debe procederse más bien a descascarillarlas, separando la corteza, lo extrapolado, lo vago, lo abstracto y lo impreciso, de la pulpa, de aquello otro que puede demostrarse coincidente con la evidencia empírica de la investigación psicológica real. Así, es de gran utilidad la demoledora crítica que le hizo Ludwig, que distinguía muy precisa y sagazmente la biografía (real, de personajes reales) del análisis de caracteres puramente literarios (los cuales, por más penetración psicológica y realista que posea el novelista, siempre contienen elementos irreales, producto de la fantasía artística, y quizá, incluso, del deseo o necesidad de coherencia narrativa, pero no de la absoluta fidelidad a lo real). Muchas veces podemos reforzar nuestros argumentos acudiendo al ejemplo de algún personaje literario (Sancho, Hamlet, Agamenón, Teufelsdröckh…); no se engaña a nadie de ese modo, en la medida en que los rasgos destacados en tales personajes son sentidos o reconocidos sin violencia como propios de tal o cuál temperamento real, y ni más ni menos abstractos o condensados que cuando tenemos que describir el pensamiento o la conducta de una persona real, eligiendo y exagerando sólo los que nos interesa destacar.
    El caso de personajes muy singulares (como el Dupin de Poe, por ejemplo) s más problemático, porque si bien no poseen cualidades realmente inverosímiles o absurdas (como ocurre con los héroes del cómic, por ejemplo), las presentan en un modo tan extraordinariamente exagerado que es difícil poner ni una mínima parte de ellas como modelo bueno para compararlo con la psicología real. Y luego está, claro, los personajes cuya falsificación y vaciedad psicológicas no los hacen buenos ni para pasar el rato. Uno puede las ocurrencias del Quijote o de Macbeth como si presentasen problemas reales, porque revelan una fisonomía espiritual compartida o comprendida por los hombres reales (de hecho, porque sus autores la extraen de lo verdadero); pero sería muy estúpido traer a colación, en una conversación sobre conductas y pensamientos, lo que hizo o dijo Harry Potter en tal o cual absurda ocasión —a menos que sea para compararla con lo que posiblemente también ocurre de verdad, cuando por desgracia, como decía Victorio, es la realidad la que imita al arte, y además escoge el peor para imitar.

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  8. Rufino Fernández9 de abril de 2013, 20:24

    Amigo Alberto, como los que me preceden en los comentarios, debo agradecerte el haberme hecho disfrutar de la deliciosa lectura que nos has regalado. Como Saúl espero impaciente que tomes alguno de los hilachos que has dejado por el camino y que enhebres la aguja de nuevo.

    De todos modos, has dejado puntadas suficientes como para que los que te seguimos podamos intervenir como lo hacen hasta ahora Palmira, Victorio, Saúl y Cosma. Cada uno de ellos tan enriquecedores en su argumentación, como lo es tu propia entrada. Un placer leerlos.

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  9. Coincido con vuestras opiniones sobre la poca relevancia que la inteligencia tiene hoy día como ejercicio de reflexión crítica. Más bien se diría que, día sí y día también, asistimos a un espectáculo de inteligencia mediática en el sentido de que la palabra convertida en apoyo del poder sustituye la reflexión como instrumento de crítica. Entiendo que la inteligencia se ha vuelto parodia. Un ejemplo, lo comentaba muy acertadamente Victorio cuando, respecto a lo persuasivo de la retórica política en los discursos nacionalistas, indicaba que «no son propiamente persuasivos, porque no “persuaden” sino a los que ya previamente compartían el falso credo; son más bien reforzadores, ejercicios de catarsis colectiva, de sinrazón y fanatismo. Por eso opino que, si bien es bueno que el arte imite la vida (y contribuya así, como la ciencia, a ampliar el conocimiento verdadero), no es bueno que ocurra al revés, que la vida imite al arte.» Completamente de acuerdo, estos trampantojos —siguiendo la metáfora artística—, en el caso de los nacionalismos u otras excusas, son una muestra de arquitectura política (o debería decir político-económica), de verdaderas puestas en escena pintadas de inteligencia y usadas por nuestros representantes políticos como mecanismo para establecer o conservar lo que Bourdieu llamaba «el discurso de la clase dominante sobre el mundo social» con el único objetivo de conservar las estructuras que lo definen. Este discurso sirve para esa catarsis de los fieles a los que aludía Victorio y que me ha hecho recordar lo siguiente respecto a la justificación del discurso dominante: «Tiene como función inicial orientar una acción y mantener la cohesión de quienes la ejecutan fortaleciendo, mediante la reafirmación ritual, la creencia del grupo en la necesidad y la legitimidad de su acción. En tanto conversos que predican a conversos, esos creyentes instruidos en el mismo dogma y dotados de los mismos esquemas de pensamiento y acción, de las mismas disposiciones éticas y políticas, pueden ahorrarse la prueba, la totalización y el control lógico al aceptar explicarse solamente sobre los puntos donde su acción encuentra resistencia o fracaso. Su discurso esencialmente desunido encubre así lo esencial: no solamente todo lo que no necesita ser dicho, todo lo que ha resultado más que evidente durante el tiempo de trabajo en conjunto, sino también todo lo que no se puede declarar sin entrar en contradicción demasiado directa con la intención oficial del discurso.» [P. Bourdieu y L. Boltanski, La producción de la ideología dominate, Buenos Aires, Nueva Visión, 2009, p. 12.] Lo escuchamos cada día. A partir de juicios preestablecidos se llega a conformar la opinión pública llena de tópicos que son reproducidos como axiomas, tanto en los medios de comunicación como en las tertulias de pie de calle, confundiendo un relato interesado con lo inteligente. Estas líneas de opinión son interpretadas como si de verdaderas reflexiones críticas se tratara cuando por inteligencia, como hemos dicho, debe entenderse alguna cosa más. Por tanto, coincido en la preocupante banalización de la inteligencia, (re)interpretada como representación.

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  10. LAS METÁFORAS (1)
    La relación entre el ajedrez y la guerra, entendida metafóricamente tal como he propuesto, significa no que el ajedrez sea directamente la metáfora de la guerra, sino que es esa misma relación una metáfora; más precisamente, en esa relación tanto el ajedrez como la guerra son metáforas: el ajedrez, del mundo de lo racional, y la guerra, del mundo de lo real. Su vínculo equivaldría, pues, metafóricamente, a la convicción hegeliana de que todo lo racional es real y todo lo real es racional. (Por cierto, yo adhiero a la interpretación crítica que de esta tesis hizo Engels en su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.)
    Así entendida, el ajedrez puede tomarse como modelo metafórico del razonar, de la inteligencia discursiva, sobre todo al modo dialéctico de los escolásticos. Imagínese que el rey blanco es una tesis, y todas las demás piezas blancas son los argumentos imbricados que la sostienen, y que el rey negro es la antítesis, &c. Cada movimiento es un paso argumental del diálogo. Cada estrategia o conjunto más o menos fortuito de movimientos adecuados es una fase de la polémica; la estrategia general con que cada jugador inicia el jugo y procura continuarlo, es la que ha ideado previamente como mejor forma de reducir las tesis contrarias; algunas jugadas no previstas, conforme el juego avanza y se complica, representan metafóricamente los argumentos ocasionales, ad hoc, &c., que en un juego inteligente obligan a nuevas e imprevistas tácticas, &c. Pueden comparase los gambitos y contragambitos a las estrategias de concesión, con contraataque previsto, por ejemplo. Los finales de peones —posiblemente la parte más difícil, abierta, inventiva e ingeniosa de la teoría ajedrecística— podrían comparase a las batallas dialécticas prolongadas entre doctrinas muy resistentes, de sólidos principios y potente método, en las que «una pérdida o una derrota» significa más un deterioro o percance ocasional, provisional, subsanable en juegos futuros basados en la misma estrategia general levemente corregida, en fin, un acicate para perfeccionar los métodos y principios, que una refutación o claudicación total. Más aún, pueden compararse los eficaces movimientos del contrincante con métodos también utilizables, en otras ocasiones, para defender nuestras propias posiciones, &c.

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  11. LAS METÁFORAS(2)
    La verdad es que las metáforas también son “buenas para pensar”. Pero son peligrosas, siempre engañosas, incluso diría que son en esencia estúpidas. Son peligrosas porque conducen el pensamiento a un terreno infirme, en el que se pierde la noción de lo verdadero y lo lógico, en el que, como en los sueños, todo se sujeta a las leyes delirantes del capricho, o sea, no se sujetan a ley alguna. Uno de los aspectos más interesantes del elogio que von Weizsäcker hacía del estilo de Freud consistía justamente en la virtud de “huir de metáforas y adornos” (lamentablemente, según mi propia opinión, todo el pensamiento de Freud, globalmente considerado, es una tremenda, confusa e inmanejable metáfora, aunque las metáforas concretas no se usen como figuras habituales en sus elaboradísimos argumentos). Una advertencia parecida sobre el peligro de estirar una metáfora se halla en un célebre texto de Althusser, si mi memoria no me traiciona (“Ideología y aparatos ideológicos de Estado”); y es también una pena que, de nuevo en mi modesta opinión, el propio Althusser abusase de la fascinación metafórica, pese a sus astutas advertencias. Al servirse de una metáfora, llega un momento, tarde o temprano, en que no sólo se vuelve inútil, no ayuda más a reforzar o clarificar los conceptos, sino a todo lo contrario. Porque toda metáfora se basa en la similitud material o formal de algunos aspectos, pero no todos, ni aun los más decisivos, de los términos, objetos o fenómenos comparados. Sirve así, provisional y parcialmente, como un modelo facilitador, simplificador o amplificador, esclarecedor; un poco como la geometría es modelo para la física, por ejemplo. Las buenas metáforas son aquellas que no sólo nos permiten penetrar con más clarividencia el fenómeno considerado, aquilatar alguna de sus propiedades más importantes y más difíciles de apercibir, sino que además nos brindan la posibilidad de prescindir juiciosamente, durante un trecho de nuestras deducciones, del referente real, extrayendo consecuencias a partir de las propiedades reflejadas en el modelo metafórico; dicho en términos más técnicos, las buenas metáforas son las que más se acercan a un isomorfismo. Evidentemente, esto tiene un límite, y la estupidez se revela en la inadvertencia de esa frontera, en la incapacidad para no percibir lo que la sugestión metafórica tiene de fascinadora, de ilógica, de excesiva. En cierto modo, esto se parece a la racionalidad conforme a principios —por oposición a la racionalidad conforme a fines—, como cuando uno se atiene únicamente a leyes o protocolos generales, abstractos, sin tener en cuenta ni la casuística real, el análisis concreto de la situación concreta, el cambio de contexto, &c., &c. Por ejemplo, si uno se atiene al principio moral absoluto, categórico, de no mentir, es evidente que cometerá actos contraproducentes, dañinos, irracionales, por más que el principio en sí de no mentir sea indiscutiblemente racional.

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  12. LAS METÁFORAS (3)
    Como metáfora del discurso dialéctico, la del ajedrez no es muy buena, porque no puede captar ni un átomo de la sustancia, del contenido concreto de una batalla dialéctica. Comparte en esto algo de la vaciedad sustantiva de la lógica formal, que sólo garantiza la coherencia de las deducciones, pero nada tiene que decir sobre la verdad o falsedad de las hipótesis de que se parte. No obstante, esa metáfora es sugestiva o útil para apreciar lo que hay de puramente rítmico o geométrico en el encadenamiento de argumentos y contraargumentos. A mí me gusta también la metáfora mecánico-geométrica del billar: las ideas son como esas bolas perfectas que chocan elásticamente unas con otras y modifican a cada paso la configuración general, transmitiendo sus empujes, a veces frenándolos en choque un poco inelásticos, y que además dependen del tipo de impulso que el jugador imprime con el taco, pero que de ningún modo producen trayectorias erráticas o arbitrarias, sino absolutamente necesarias, ineludibles, “lógicas”… Una metáfora así no enseña nada sobre la lógica, salvo la idea de que ésta constituye un sistema coherente, riguroso, donde no cabe el capricho. Puede estirarse un poco para, por ejemplo, caracterizar la falsa erística, el abuso intimidador del sorites, comparándolo a un juego de billar con bolas deformes y algo plásticas, &c., o a un juego de ajedrez en que alguna vez un alfil se mueva tramposamente como un caballo, o en el que una posición se decida lanzando un dado, &c. Metáforas así servirían para aquilatar emocionalmente el asco que producen en el hombre racional las trampas erísticas y las imbecilidades de los irracionales discursos políticos cotidianos.
    Os habéis referido a los discursos nacionalistas como torpe imitación de la reflexión. Si quisiéramos aprovechar algo más la metáfora que propuse antes, el debate sobre el nacionalismo ¿a qué se parecería más, a un final de peones o a una de esas torpes aperturas que conducen a un jaque mate en pocos movimientos? Si se considera la pertinaz persistencia del ideario nacionalista entre las masas, habría que compararlo a una duradera partida, en la que el bando nacionalista resiste tercamente; pero si consideramos la escasa lógica y la obtusa reiteración permanente de las mismas falacias, la comparación más justa es con un juego estúpido, como el que conduce al célebre “mate Pastor”, que un jugador torpe se obstina en practicar una y otra vez, con gran aplauso de un público ignorante. O sería mejor compararlo a un juego con piezas de plastilina que modifican su forma y sus movimientos según las peregrinas ocurrencias de un jugador demente…
    Bueno, ya sé que estoy yo mismo abusando de la metáfora, contra la sensata advertencia que antes he recogido. No lo hago para recomendarla, ni para aquilatar en modo alguno su dudosa virtud, sino todo lo contrario, para mostrar su carácter inevitablemente engañoso (como el simulacro de la inteligencia en la ficción al que me referí con el ejemplo de Auguste Dupin). Tal vez debería haberme mordido la lengua y no dar tales ejemplos, un poco como cuando el propio Schopenhauer confesaba la repugnancia que le producía tener que scribir sobre las nauseabundas trampas erísticas de unos hombres envilecidos por la codicia y la vanidad; de lo que se trataba era de no “dar ejemplos”, por miedo a que, en lugar de corregir los vicios que denuncias, lo que logres es nuevos y abyectos imitadores (un poco como cuando algunos llegan a sospechar que algunos crímenes se han cometido porque antes se representaron en el cine). Porque, al carecer de contenido sustantivo, mi propia metáfora podría ser aprovechada por un nacionalista invirtiendo los términos, del mismo modo que una partida de ajedrez puede ser ganada por las blancas o por las negras con unos métodos semejantes.

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  13. Me gustaría contribuir más, casi interminablemente, a este modo de abordar el tema de lo inteligente y su ficticia relación con la seducción poética, pero ni tengo tiempo de ello ni resulta muy conveniente. (Correría el peligro de la ofuscación, de la pérdida de perspectiva a que conduce un desmesurado goce en la dialéctica; me olvidaría, por ejemplo, de preguntarme “¿para qué diablos sirve toda esta discusión ociosa?”, y desearía tener, como Marco Aurelio, un esclavo a mi servicio permanente con la única misión de recordarme a prudentes intervalos que yo también soy mortal…). Pero no me resisto a abandonar esta deliciosa conversación sin referirme a otro interesante tema, muy vinculado con el de la metáfora: el de la ironía. La ironía ha sido, es y será siempre un potente instrumento, no ya puramente retórico, sino genuinamente dialéctico, generador de pensamientos críticos y de contradicciones fecundas. Pero como cualquier otra cosa, la ironía puede convertirse en un mero deporte vulgar, por falta e sutileza, por ejemplo cuando se abusa de ella. ¿No habéis reparado alguna vez en cómo un individuo irónico ingenioso, a lo Wilde, un campeón de la boutade, empieza siendo encantador y acaba siendo repulsivo, cuando ya todo el mundo le ve venir y adivina sus ocurrencias inanes, ajenas a lo real? Pero quiero transmitiros una especie de paradoja (que tiene mucho que ver con la llamada “falacia intencional”, tema al que quizá más adelante dedique una entrada especial). Me refiero a cuando una ironía resulta tan sutil que pueda ser tomada como afirmación literal y seria. Pero incluso este caso —que no voy a analizar, sino que dejo simplemente aquí apuntado— no es tan interesante como este otro, recíproco, que también dejo sólo apuntado: cuando una afirmación seria y exactamente transcrita es tomada por una ironía.
    Está claro que estos casos confusos pueden darse sólo cuando se ejercita un lenguaje demasiado literario, no cuando uno pone cuidado en expresarse con rigor y exactitud, y cuando su discurso se funda en un estudio prolongado, profundo y fecundo, y no es producto de un mero ejercicio verbalista. Aun así, son incontables los casos en que un discurso filosófico o científico, o cuasi-científico, resulta tan complejo que da pie a diversas interpretaciones, algunas de las cuales han de ser por fuerza falsas.

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  14. Un breve comentario a Alberto-1
    Confieso que no he leído tu artículo completo, pero he cocinado aquí y ahora un breve comentario al asunto de la belleza literaria de Freud que citas. Y como no me gusta el arroz de un día para otro, no he resistido la tentación de opinar antes de terminar de leer el texto, lo cual me dará opción a volver a hacer nuevos comentarios, llegado el caso.
    Puedo hacer un paralelismo entre Literatura y Plástica al decir, basado en mi experiencia como practicante de la Pintura, que en ciertos círculos elitistas cuesta aceptar al practicante de un arte pictórico "aplicado" como situado en un escalón o nivel más alto que el artista plástico "puro". Ni siguiera aceptarlo en igualdad de niveles. Aunque estos adjetivos invitan a rasgarse las vestiduras. Pero aclaremos: Se suele llamar artista
    puro entrecomillado al que pinta cuadros, para entendernos, y los muestra en una galería. Y llamo arte aplicado, al que se produce en la artesanía o al que hace un diseñador gráfico, por ejemplo. A esto último se le ha llamado también arte funcional, también para entendernos, ...como si el otro no tuviera función ! . Tácitamente es considerado como servil este arte aplicado, en algunos círculos elitistas de artistas puros, entendiendo el funcionalismo en el peor sentido de la palabra. Por eso habría que romper una lanza en favor de los grandes diseñadores y otros especialistas en artes plásticas "funcionales", pues ellos dan por supuesto el dominio de la técnica pictórica o fotográfica, ya para empezar, lo mismo que al soldado el valor. En cambio, el artista libre y puro,se suele ver condenado, quiera o no, a demostrar y alardear de su creatividad y dominio de la técnica.
    ¿Se daría en las obras de Freud, como decía Alberto, un caso paralelo a este de la plástica?. ¿Sería la suya una Literatura "aplicada"?. Sea así o no, sea bienvenida, en este caso para demostrarnos una efectividad de la belleza. ¿La belleza de los textos de Freud sería intencionada?. ¿O surgía expontáneamente operativa como una necesidad de expresión?. Alberto creo que lo deja claro.
    Ya digo que no leí el artículo de él entero, y pido perdón por opinar impulsivamente, pero lo acabaré y tal vez encuentre algunas respuestas y sugerencias a mi comentario incompleto.

    Miguel Sánchez Q.

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  15. Comentario-2
    Comentar un texto sin haber acabado su lectura, incluso recién empezada esta, como hice en mi anterior intervención, tiene sus inconvenientes, pero también ventajas, como sería adiestrar luego el olfato en el juego de imaginar qué derroteros tomaría el resto del texto del autor comentado.
    Y ahora, antes de acabar de leer el extenso texto de Alberto, mi pequeño olfato parece anunciarme que va a hablar de las clases de inteligencia (o quizás no) –diría yo, siguiendo ese modismo de él al escribir-
    Pero, sigo leyendo.
    Y me paro ahora frente a la mención de la Inteligencia como potencia. Como podría ser esta una cualidad del alma, me remito al catecismo Ripalda, evocado de mi niñez, y veo que dice así: Las potencias del alma son tres: memoria, entendimiento y voluntad. No está pués la Inteligencia, pero está el entendimiento, que casi la suplanta.

    Poseídos de una locura romántica, podríamos decir que la persecución de objetivos tales como lograr el movimiento perpetuo o el asado de la manteca , es lo que hace al hombre ser hombre. Este reconocimiento podría ser el primer peldaño hacia la comprensión de la naturaleza de la inteligencia, ¿por qué no?. . aunque escaleras haya muchas y variopintas.

    Me ha gustado la descripción de la inteligencia como “acto de servicio”.
    Por otra parte, leo que el juego de ajedrez, parece requerir una mente “engrasada”. ¿ Pero no sé si sería mejor decir “amueblada”?.
    Alberto, esa manera de contar lo del rey Yadaba, atrapa.
    Leyendo lo que escribe Poe sobre la atención en el juego de ajedrez, recuerdo haber leído una frase del músico Marquetti , que me pareció curiosa y acaso jocosa, al decir de una música suya que requiere del auditor “una atención variable”. Me permito la ambivalencia de reír y tomarlo en serio a la vez.
    ¿Sería esa inteligencia “en acto de servicio”, ya citada, la que memoriza la posición de las piezas de ajedrez en su tablero en pleno juego ( y no cuando son colocadas al azar).?
    Es de suponer. Porque la memoria parece hermana de la inteligencia, aunque sea por estar incluida en el trío de potencias del alma. Podría pensarse que, ese acto de servicio de la inteligencia de una cabeza bien amueblada serviría solo para ganar al ajedrez o también para la vida?. ¿Sería capaz de captar ese mensaje musical de Marquetti que requiere una atención
    Variable?.
    Hay títulos de obras literarias o poemas tan bellos o sugerentes que , en algunos casos parecen invitar a desechar la lectura de la obra, ante el sentimiento de que la calidad de su texto no pueda superar la de su título. Sin rebuscar mucho, podríamos recordar títulos como:
    “De parte de la princesa muerta”, o “En brazos de la mujer madura”…et c. Aunque hay quien piensa, y quizás fuera lo mejor, que el título debe ser autónomo y no tener nada que ver necesariamente con su obra, así como el nombre de una persona no tiene porqué ilustrar sobre su carácter.
    Esa inteligencia citada como “en acto de servicio”, se me antoja en mis cortas entendederas bajo la figura de una criada que barre de la casa amueblada todo lo relacionado con la voluble intuición y el fortuito azar. Se ha comentado a veces la función de la inteligencia en el sentido de allanar el terreno que conduce a un tema demasiado árido, como la confección de prólogos y preámbulos, pero a veces se convierte en una justificación de la obra, en el peor sentido de la palabra, es decir, como “si se pidiera perdón”. Este ajetreo de energías, por decirlo así, lo resuelven o eliminan algunos autores, incluyendo una especie de prólogo dentro de su propia obra en sí. Me viene a la mente un atisbo de esta idea cuando pienso, por ejemplo en algunos relatos de Lovecraft , concretamente en uno que dice frases tales como: “agradezco a Dios y a la Providencia el no haberme dotado de la suficiente capacidad para relacionar ciertos signos o hechos con otros”. Se refería aquí a signos maléficos que, juntos, conducirían al terror. Relegando así al lector la tarea de relacionar, sacar conclusiones, etc.
    Miguel Sánchez Q.

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