17 de abril de 2013

El nacionalismo a debate

Alberto Luque

A lo largo y ancho de este blog se han planteado y discutido muchos aspectos del nacionalismo separatista que lo retratan como una ideología esencialmente irracional e incivil. Enumeremos sintéticamente los más destacados:
(1) Su fundamentación mítica, basada en falacias históricas y anacronismos y en toda suerte de instancias etnicistas y espiritualistas.
(2) La índole alucinatoria, irritante, del concepto etnicista de nación, y la más aberrante aún que asocia la idea de nación a la lengua (lo que no sólo tiene que ver con una incomprensión de la idea de nación política, sino peor aún, con un concepto esencialista, místico y garrulo de la lengua).
(3) Su carácter civilmente irresponsable, deletéreo, enemigo del derecho.
(4) Su papel de apantallamiento ideológico, de desviación de la atención a los problemas verdaderos, de orden socioeconómico.
(5) La incompatibilidad del nacionalismo con la sociología científica que anima el marxismo, o en términos más prácticos, la falaz y absurda amalgama de socialismo y nacionalismo.
(6) La ambigüedad imbele del federalismo como solución de compromiso entre el delirio independentista y la solidaridad orgánica de la nación española.
Los sucesivos gobiernos autonómicos en Cataluña se han ido acostumbrando insensiblemente a conducirse como si ya de hecho Cataluña fuese un país independiente: sólo se acatan las sentencias del Tribunal Constitucional que les favorecen, y se pasan por el forro las que no; usan un lenguaje peregrino que supone que Cataluña es una nación y otras fantásticas alucinaciones. A los ojos del resto de los españoles, y de al menos la mitad de los catalanes, este delirio verbalista es como mínimo pueril; porque los catalanistas hablan también como si Cataluña fuese poco menos que una unidad de destino en lo universal, una «gran nación», destinada a asombrar al mundo con su «cultura»; en realidad, semejante «cultura» no es más que un folclore local, una pequeñísima parte de la cultura hispana (digamos, un 2%); los secesionistas no representan tampoco más que un 2 ó 3% de la población española… El carácter irrisoriamente ilusorio de toda esa fanfarria nacionalista es bien evidente. Pero a veces lo ridículo y lo falso adquiere más fuerza que lo serio y lo verdadero, una fuerza terrible, diabólica, tremendamente destructiva. La contumacia de los nacionalistas en resistir las leyes es proverbial; no es que siempre, incondicionalmente, deba juzgarse que la resistencia a la ley es una actitud irracional; la desobediencia civil de muchos movimientos que actúan «en defensa propia», en defensa de los oprimidos y humillados, me parece loable. Pero las ficciones de los burgueses nacionalistas que se presentan como víctimas de una aculturación o colonización que sólo existe en sus cabezas enfermas, me parece una aberración; y más cuando proviene de esa clase de abyectos hipócritas que usan agresivamente la palabra «democracia» quinientas veces al día, y que se atrincheran en la defensa de la legalidad que protege a los poderosos.
Proponemos una continuación del debate, porque a algunos lectores del blog les ha parecido lo suficientemente provocativo lo que ya se ha dicho, y sería entorpecedor que sus comentarios se perdiesen añadidos a entradas de hace meses. Los juicios que aquí reintroduzco para abrir un nuevo debate suponen ya una evidente toma de posición, no porque haya sido programada ni formalmente consensuada por los colaboradores del blog, sino porque sintetizan las opiniones más incontestadas de los mismos hasta ahora. Si volvemos a proponer la discusión sobre los mismos temas es porque esperamos que haya voces discrepantes que se expresen con toda libertad y franqueza, incluso, si es el caso, para reprocharnos nuestra caracterización previa del nacionalismo como incivil o irracional.
Otro motivo para volver sobre este tema aquí es su interés filosófico, como caso cumbre de conducta colectiva irracional. Las siguientes palabras sacadas de un artículo sobre la física y la paradoja en la vida política sirven a la perfección para captar ese interés filosófico: «Los períodos electorales no parecen el mejor momento para loar las virtudes del pensamiento racional. Los candidatos realizan promesas imposibles de cumplir que, sin embargo, calan entre la ciudadanía. Al mismo tiempo que los eslóganes fáciles hacen su agosto, se ignoran los argumentos más meditados. Resulta decepcionante contrastar tales comportamientos con la fe en la razón y demás ideales de la Ilustración que inspiraron la creación de los sistemas democráticos.» [George Musser, «Paradojas colectivas y lógica cuántica», en Investigación y Ciencia, núm. 438 (marzo de 2013), p. 38.]
El nacionalismo es quizá la superstición más conspicua del mundo moderno, el más rotundo fracaso o sueño de la razón, y ningún filósofo ilustrado habría podido sospechar que esta ofuscación podría apoderarse de millones de personas que pasaron por la escuela. Se me ocurre que este tema queda  muy bien como contraparte de las últimas entradas sobre la inteligencia, o sea como ilustración de la imbecilidad. Sería exagerado decir que en el seno del nacionalismo hay más estupidez en estado puro que en el seno de cualquier otra tendencia; la inteligencia y la estupidez, como cualidades personales, se distribuyen aleatoriamente por todos los estratos sociales, todas las ideologías, las edades, las razas. Pero el nacionalismo es en sí un buen ejemplo de idiotismo, impersonalmente considerado (es decir con independencia del cociente intelectual de cada individuo nacionalista). Algunas veces, no obstante, coinciden lo personal y lo impersonal. Hoy mismo he oído a ese celebro llamado Josep Maria Ballarin, mientras perpetraba la presentación de su libro Pluja neta, bassals bruts, defender a Jordi Pujol Ferrusola de la insidiosa acusación popular de adulterio, diciendo que «el muchacho» es muy amigo suyo y que ignora si es cierto lo que se dice de él, pero que «el señor que lee el Hola no tiene derecho a acusar a nadie»; ¡a saber lo que ha querido decir! (quizá un camuflado anatema contra «el horrible peligro de la lectura», por decirlo a la manera de Voltaire); el caso es que este imbécil (que quizá no lo fue siempre, sino que acusa demencia senil, y en tal caso los imbéciles serían los que le toman en serio) no parece haberse parado a pensar en el flaco favor que se hacen mutuamente ambos amiguetes al proclamar su amistad como defensa; se exponen, como mínimo, a que les apliquemos por separado aquello de «dime con quién andas y te diré quién eres».
Quizá convendría seguir algún método analítico para que el debate no adquiera un carácter cumulativo y anárquico difícil de manejar con provecho. Sin embargo, es también la espontaneidad y la feraz e impertinente diversificación de las proposiciones lo que muchas veces vivifica un debate. Sin que se tome como guía obligada, sugerimos distinguir dos series de problemas: (1) la de las motivaciones o raíces del nacionalismo, y (2) la de sus propósitos y sus consecuencias en el orden civil. Y en cada una de estas series sería conveniente también distinguir y contrastar los aspectos subjetivos, del orden de la psicología, de los aspectos objetivos, del orden de la política. Nadie puede negar que todos esos aspectos aparecen errática y confusamente mezclados en los debates públicos, donde mutuamente se refuerzan y/o parcialmente se contradicen. Supongamos que alguien pretende legitimar el nacionalismo como sentimiento más o menos irrefragable y natural. Si desea honestamente no caer en desplazamientos, exageraciones, extrapolaciones y otras falsas inferencias, deberá elucidar si el natural sentido de la protección colectiva en la horda primitiva es lo que justifica o motiva la adhesión arbitraria de grupos sociales actuales a proyectos de separación política, lo que implicaría una decepcionante reducción de la razón política al instinto salvaje; debería también intentar comprender y explicar por qué motivo «natural» los ciudadanos pobres de un territorio pueden sentirse solidarios de los ricos, y no de los pobres de territorios colindantes; deberá también esclarecer qué relación, convencional o natural, guarda con tales sentimientos el hablar una lengua o pertenecer a una raza, o sentir subjetivamente como límites naturales de su territorio los que abarcan hasta tal o cual mojón de la geografía, teniendo en cuenta que las poblaciones humanas han migrado, se han mezclado étnicamente y han sufrido ventajosamente aculturaciones de todo tipo, hasta el punto de convertir la idea de la raza o el habla genuina en una absurda ficción, no menos que la del «estilo prístino» entre algunos restauradores del siglo xix; debería dilucidar qué relación guarda un instinto primitivo con un cálculo social, político, que se cifra en un orden socioeconómico y unas relaciones institucionales que no existen en las sociedades tradicionales y primitivas; debería, en fin, convencernos de que el verdadero y decisivo concepto de nación no es en definitiva político, sino psicológico o biológico.
Si el nacionalismo puede analizarse como doctrina más o menos homogénea y permanente (como sofisticado derivado del racismo), a nadie se le escapa que en la coyuntura actual del capitalismo esa ideología es más que nunca inseparable de la lucha de clases. Estamos viendo cómo se apacigua parcialmente el fervor fanático que en los últimos meses ha adquirido el catalanismo, y ello se debe a que los problemas acuciantes son los de la economía, y hace falta una dosis sobrehumana de alucinación para creer que en su resolución pueden jugar algún papel eficaz los sentimientos folclóricos. Hemos visto al gobierno de Artur Mas procurando involucrar al PSC en sus planes, sin duda porque ya se ha persuadido lo suficiente de que la retórica independentista con que le secunda ERC ha entrado en una vía muerta. Pero esto vuelve a poner de relieve un asunto pendiente que la izquierda española no ha sabido o querido resolver nunca: su absurda, impolítica e irracional convivencia con el nacionalismo, verdadera enfermedad senil del socialismo. Los ciudadanos que esperan reformas eficaces contra el mortífero dominio del gran capital financiero no pueden ya sufrir que la izquierda parlamentaria siga sin oponerse frontal y radicalmente a los planes capitalistas. Lo que se requiere es «cambiar el mundo de base», como reza un implacable verso de La Internacional. Eso es lo que están exigiendo a gritos muchos movimientos de resistencia ciudadana, y es hora de que la parte más honesta y valiente de los militantes y dirigentes de los partidos de izquierda abandone sus inanes, burocráticas, obsoletas y corrompidas organizaciones para liderar un Frente Cívico que aglutine a todos esos movimientos nuevos. El programa de mínimos está perfilándose en toda Europa de manera muy clara: nacionalización de la banca, abandono de la unión monetaria europea, fiscalidad progresiva, salario y renta mínimos, salario y renta máximos, recuperación del gasto público, democracia participativa, &c. Ni siquiera la Iglesia es capaz de seguirse resistiendo a adoptar un tono de radical crítica anticapitalista. En esta extrema situación, parece de lo más evidente que el nacionalismo, caso de no ser completamente desarticulado, sólo podría (volver a) jugar un triste papel de consolidación de regímenes totalitarios al servicio los más sucios y traidores intereses de los ricos.
Las páginas que en este blog se han centrado en estos y otros problemas que afectan al nacionalismo, no agotan el tema, aunque sí exponen lo más fundamental. Las intervenciones críticas, antinacionalistas, no habrán podido deteriorar salvo mínimamente la fuerza emocional que las perversas costumbres nacionalistas, empezando por la sofocante contaminación del lenguaje común, aún posee sobre muchas personas. En todo caso, bueno será que al menos sigamos insistiendo en la necesidad de que los ciudadanos con ideario socialista repudien por completo toda veleidad nacionalista.
Como ya hemos dicho, creemos oportuno reabrir este fatigante asunto para dar cabida a las protestas de lectores que no comparten las críticas que mayoritariamente se han vertido aquí. Opinamos que es más interesante un debate en que haya partes discrepantes, porque de este modo se aprecia mejor el verdadero valor de cada una de ellas.

42 comentarios:

  1. (Abrimos los comentarios con un breve intercambio epistolar privado entre Joaquim Rius y Alberto Luque, origen de esta nueva propuesta de debate.)

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  2. Hola, Alberto. Me comentaron unos compañeros que tenías un blog en el que hablabas de cómo veías el nacionalismo, y siéndolo yo me picó la curiosidad. La verdad, al leerlo, te noté algo cabreado con el tema.
    En el fondo te entiendo, seguro que muchos de tus antiguos correligionarios, o peor, que aún dicen serlo, actúan como y dicen ser nacionalistas catalanes. Tú y yo sabemos que desde el marxismo no existe el nacionalismo, así de simple. Por ello tienen un gran problema de disociación de personalidad al querer compatibilizar algo incompatible por definición. Normal que un marxista-leninista no entienda lo que tampoco para mí, que no lo soy ni por allá arrimao, es comprensible.
    En el fondo creo que estamos en el tema líder de cambio de siglo, el fin de la época de la Ilustración y sus derivados, que son todas las filosofías político-sociales aún imperantes, y para mí trasnochadas, y en muchos casos y en muchas de sus premisas, también para mí, embusteras y acomodaticias.
    Sí hay predeterminismos, sólo que se debe saber cuáles son y, si es el caso, corregirlos y/o potenciarlos.
    —Las personas —dile masas— se mueven sólo por necesidad—; la única diferencia entre las bullangas del Ancien Régime, que tan bien describió E.P. Thompson, y las revoluciones propiamente dichas, es la existencia de un o unos cerebros que organizaron y dieron un camino y un destino a estas bullangas —nunca por ideología. Por lo tanto, “los líderes que mueven a las masas” sólo tienen sentido junto al hambre y/o necesidad, si no son cuatro críos malhumorados.
    —Negar la adscripción a una nación será muy marxista, pero también un error, por ser humanos y tener los genes que tenemos somos nacionalistas, pues el sentido de pertenencia a una tribu —dile nación— es consustancial al ser humano, está en nuestros genes (predeterminismo).
    Esto es bueno tenerlo presente, precisamente para no dejarse llevar por lo que de irracional tiene, pero es que no somos sólo razón y, quizás, ni sobre todo —gracias a los dioses, diría yo.
    —Comparto tu asquito por los nacionalistas —entre los catalanistas ello es muy abundante— que se creen inmunes al fascismo por el solo hecho de ser catalanes —menudos cretinos—; te recuerdo que esto lo dice un nacionalista que se confiesa como tal, que les molesta la reciente adscripción “economicista” de hijos de inmigrantes castellanoparlantes en las filas independentistas —a mí me parece una contaminación vasca (el nacionalismo catalán es cultural, y no me refiero a hablar o dejar de hablar un idioma […], sino a algo mucho más profundo, y no por sangre, como lo es el vasco).

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  3. En resumen, creo, de verdad, que lo que expones es la perplejidad de un marxista-leninista, un ilustrado, ante el mundo actual, ante la Postmodernidad, el mundo líquido y el pensamiento débil —palabra más que estúpida para querer decir cambiante y adaptable. Recuerda que A. Breton fue expulsado del PCF por surrealista, sin duda un precedente, junto a los hippies, los marxistas británicos, tan heterodoxos ellos, y los existencialistas, y no cito más corrientes de signo barroco o anti-clásico y no ilustrado del s. XX para no extenderme demasiado, como decía, precedentes, para mí clarísimos, de la Postmodernidad; quizás por serlo me guste tanto el Barroco, el Surrealismo y el R&R. Por último, no sé si lo sabías; soy militante desde hace unos 30 años de Unió, conozco a Duran y sé que es una persona muy inteligente, aunque también soberbio y pagado de sí mismo. Lo que dijo —bien, esto y otras chorradas de idéntico calibre— no lo comparto en absoluto, no lo comparto en la forma, pero sí en lo que trasluce. El PER no tiene como fin último la justicia social, que sería una buena reforma agraria y que la tierra fuera para el que la trabajara. Este “impuesto revolucionario” existe para garantizar la tranquilidad de los terratenientes del Sur, de esos señoritos que dices, y con razón, despreciar, para perpetuar el feudalismo de facto existente en el sur de España, y no te olvides, “para eso ganaron la guerra” —ten presente que hubo una guerra que perdimos, porque ellos se acuerdan de que la ganaron—, a veces las consecuencias no nos dejan ver las causas, y esto le pasó a Duran y a ti.

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  4. […] Veo en tus apreciaciones cosas muy acertadas y otras inquietantes.
    El tema del nacionalismo surgió en el blog muy a mi pesar y disgusto, porque hasta hace poco simplemente me había conformado con desentenderme olímpicamente de lo que no consideraba más que una aberración ideológica imbele. Algunos amigos me convencieron de lo ingenua que era mi postura, y de la necesidad de combatirlo políticamente. Si tienes la paciencia y el interés suficiente, apreciarás que se han dicho muchas cosas interesantes al respecto, y que no sólo he intervenido yo en este debate, sino otros colaboradores (Josep Maria Viola y Josep Maria Cuenca en algunas entradas, y Saúl Colombo, Cosma Bryson y otros en los debates que se suscitaron, o sea en el espacio de los comentarios).
    No es exactamente que esté «cabreado» con el tema; la palabra justa sería «inquietado». La raíz indeclinablemente mórbida, racista, y contemporáneamente fascista del nacionalismo es en mi opinión evidente. Excluyo los «nacionalismos» que constituyeron los movimientos de liberación nacional o anticolonialistas durante el siglo XX. El caso de los nacionalismos separatistas, como el catalán, es de otra índole. Además de basarse en falacias y mitos, el problema principal es lo que representa aquí y ahora como socavamiento del orden público, de la paz social, como amenaza de disgregación del Estado nacional (o sea de España). Se comprende fácilmente que un hombre racional se sonría de ese lenguaje bárbaro del «nosotros» y «ellos». Yo no soy catalán por descendencia, sino por residencia. No hay «sangre catalana» en mis venas. Por tanto, yo, como más de la mitad de la población catalana, no tengo motivos sanguíneos para creer que alguna vez los individuos de otra «tribu» sometieron a la mía; pero es que tampoco lo tienen los descendientes de catalanes. Y aunque yo fuera descendente de los mayas o los aztecas, está claro que ahora no podría considerarme más que español, y lo mismo aquellos, pocos o muchos, cuyos ancestros hayan sido habitantes de Cataluña durante muchas generaciones. No tiene para mí ningún interés especial, ni psicológico ni antropológico, eso de considerarse catalán o vasco o andaluz o gallego. Se trata de folclorismos, de tradiciones locales, que para nada incumben a la estructura del Estado, a la solidaridad orgánica de la nación (España), ni por supuesto a los principios jurídicos, que son los mismos para todos los españoles. Quienes pretendan socavar la unidad política de un país son simplemente sediciosos. Que puedan o no motivar un movimiento de masas, lograr o no sus objetivos, tiene que ver con la coyuntura actual, aunque para ello recurran a mitologías y justificaciones delirantes, étnicas. Como ciudadano, debo estar preocupado por conservar el Estado de derecho que me protege, y todas las instituciones que garanticen la concordia social.
    Lo que encuentro más inquietante en tu argumentación es el desprecio a las «masas», con el que se fabrica un pensamiento paradójico. Si las transformaciones sociales, ya sean evolutivas o revolucionarias, acaecen por la influencia de unos pocos líderes a los que la masa aborregada sigue (pero ¿por qué sigue a unos y no a otros?), me parece una incongruencia peligrosa invocar entonces los plurales «ellos» y «nosotros»; a lo sumo tendría sentido juzgar a sus líderes y los nuestros, siendo tanto ellos como nosotros simplemente la masa de borregos. Pero está claro que, aun así corregida, la falacia persiste, puesto que se revela como enfrentamiento entre trabajadores azuzado por líderes nacionalistas.

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  5. Tienes razón al afirmar rotundamente que el marxismo es incompatible con el nacionalismo; para el marxismo se trata de lucha de clases, no de lucha de etnias. Puede incorporarse al nudo internacionalismo proletario la idea de que la lucha de clases se desenvuelve en el seno de Estados nacionales, y que por tanto también hay intereses nacionales, pero se trata de los que unen solidariamente a los habitantes de un Estado, por ejemplo España, y los enfrentan colectivamente a los de otro, por ejemplo Alemania. Con todo, el marxismo no pierde la perspectiva, no elimina abusivamente las condiciones objetivas, y esclarece que las naciones políticas, aunque inevitablemente se opongan, deben estar democráticamente gobernadas, es decir que no se debe permitir que estén dirigidas por los capitalistas que enfrentan a unos trabajadores contra otros, explotándolos a todos.
    Tengo la impresión de que el tema del nacionalismo volverá a surgir en las páginas de Constelación, porque no podemos ignorar lo real, aunque sea irracional. Te invito de antemano a participar, y a tus compañeros, si se da el caso. Si lo irracional es tan peligroso cuando invade el terreno político, me parece que lo más sensato es intentar mitigarlo mediante el debate. Yo no temo tanto por la horrible posibilidad de que la nación española se disgregue (al fin y al cabo, nada dura eternamente), sino más bien por todo lo contrario, es decir: porque es algo imposible o inviable, y que sólo puede intentarse mediante una violencia atroz; algo que perjudicará a la mayoría, y que sólo interesa a la parte más irresponsable de la burguesía, pero que, como tú mismo admites, será secundado por masas estúpidas e igualmente irresponsables, que se dejan seducir por abyectas fantasías «tribales», y que sólo verán su error después de una masacre, como en el Tercer Reich.
    […]

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  6. En primer lugar agradecerte que leyeras mi opinión […].
    Creo que no viste mi planteamiento, es mucho más de base de lo que presumes o presupones, mi nacionalismo, y cada vez somos más, no es reactivo o consecuente, es causal, se fundamenta en una visión postmoderna y por tanto fragmentaria de la sociedad. Al contrario de las filosofías modernas e ilustradas, que pretenden dar una solución holística a las cuestiones sociales, cosa que está muy claro que ninguna ha conseguido, pero sí han creado monstruos totalitarios como el fascismo y el estalinismo; en mi opinión el pretender un cambio radical y teledirigido de la sociedad lleva siempre a un monstruo —incluso los anarquistas, cuando dispusieron de poder, crearon monstruos no muy distintos de los de arriba. Por lo tanto el cambio de paradigma, que ya se ve, no consiste en la reedición de ninguna de las teorías surgidas de los señores de pelucones blancos, entre las que está también el marxismo, sino en algo —aún no sé exactamente qué— nuevo, que sin duda estará fundamentado en las visiones parciales del Postmodernismo, parciales pero posibles, lo que pretenden hacer los movimientos sociales actuales, que a falta de una solución para todos intentan atenuar los problemas de los que peor están, sin grandes aspavientos ni metas utópicas, en lo que hacen o deberían hacer las ONG’s; en definitiva, en partir y basarse en la base, valga la redundancia, en dejar los discursos grandilocuentes que acaban diluyéndose en sí mismos y no van a ninguna parte, al menos hasta el presente, en dejarse de pro o anti burgueses, que son las dos caras de la misma moneda, que tan burgués —en el sentido de pensamiento, claro— es el que defiende el estatus burgués como el que lo combate, pues parte de los mismos presupuestos y mira a lo mismo: al Capitalismo, me da igual que lo vea como un bien o como un mal, el problema es lo que se mira, se debe intentar buscar otros objetivos. Ten presente que la división entre oprimidos y opresores existirá, como siempre ha existido, es cosa de no intentar derribar nada sino de sortearlo, vaya no sé si me explico, se trata de lo posible partiendo de lo pequeño.
    Pero es que incluso aplicando el análisis marxista es muy evidente que existe una disociación entre la estructura y la infraestructura sociales —para mí es muy claro—, potenciada precisamente por la aplicación doctrinaria de los planteamientos del XVIII, sólo que esta vez no se sincronizarán, estructura e infraestructura, con una revolución (solución antiburguesa, por lo tanto burguesa), será algo muy paulatino, que se asentará con fuerza y, por lo tanto, tendrá muchas más posibilidades de perdurar.

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  7. Y, ¿qué duda cabe?, el nacionalismo es de cajón en este planteamiento, es más que evidente al partir de lo pequeño, es consecuente con la aceptación de que los humanos tenemos sentimientos y emociones, que parten de nuestros genes, que sí hay predeterminismo y actuamos muy en función de ellos, y de la ideología; vaya, es que no puedo entender cómo puede alguien pretender hacer alguna cosa sin tenerlo muy presente, simplemente se está deshumanizando, pues antes que historiadores, ingenieros, etc. somos personas, somos animales que, para sobrevivir, desarrollamos un cerebro descomunal, pero somos animales, sobre todo, y tenemos instintos dictados por los genes; en mi opinión los totalitarismos vienen de no tener esto presente, de pensar que todo lo humano es racional, vaya, de vernos como pequeños, o no tan pequeños, dioses.
    Mi caso es muy explícito; admito que parece un tanto absurdo de entrada, pues un ateo convencido no es normal que milite en un partido que se llama cristiano, pero si tratamos de ver algo más allá de las narices se puede entender que se puede ser cristiano desde un punto de vista religioso o cultural; en mi caso es totalmente cultural y de aceptación de una herencia, de un poso que viene de los griegos pasando por Roma y que ahora mismo está plasmado en las pompas imperiales del Vaticano, que me parecen muy bien como folclore, vaya que soy humanista, por si no había quedado claro. Pero sobre todo estoy en Unió por algo mucho más importante que las ideologías, lo estoy por amistad a varios de sus dirigentes. Yo nunca pondré la ideología por delante de una amistad.
    Bueno lo dejo, que me lío y empiezo a irme por las ramas. […]

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  8. Cuando dices que tu planteamiento es “mucho más de base” de lo que yo he supuesto, interpreto que aludes a eso de “lo pequeño”, o sea la pequeña escala de las actuaciones sociales, hasta la íntima, familiar y personal, lo “sentimental”, &c., que ya deja, en rigor, de ser una escala social: las experiencias de autogestión, el neorromanticismo económico que predica la desaceleración —en lugar de la regulación, de la socialización—, &c. A eso lo llamas “posmodernismo”, con cierta razón, porque entronca con la falacia del “fin de las ideologías”, el “fin de la historia”, el fin de los “grandes relatos” y otras presuntas terminaciones. Yo no puedo estar de acuerdo con todo eso. Será largo de discutir, porque el tema es conspicuamente filosófico, y en las últimas tres décadas ha generado ya una interminable literatura, así que empecemos acotando los términos en el terreno político.
    Que vaya a producirse, o pueda ahora producirse, una transformación radical del mundo, por ejemplo el paso a un nuevo orden socioeconómico basado en principios socialistas, es tan probable o tan improbable como en cualquier otro momento del pasado o del futuro. (Lo que acabo de afirmar entronca, por cierto, con el problema filosófico del azar y la necesidad, y conduce mi fantasía hasta los átomos de Epicuro… pero dejemos ahora estas preciosas evocaciones.) Lo que sí es del todo indudable es que el capitalismo está en crisis; pero no en el sentido coyuntural en que todo el mundo percibe hic et nunc un deterioro acelerado de la economía, sino en el sentido de una crisis aguda y permanente, consustancial. El capitalismo es el modo de producción más genuinamente crítico que pueda imaginarse, porque consiste en la intensificación al máximo de todas las contradicciones sociales (todas ellas derivadas de la principal, a saber: la que media entre el carácter completamente social de la producción y el carácter completamente privado de la apropiación). Si contemplamos el problema desde la amplia perspectiva de la historia universal, observaremos que los modos de producción anteriores al capitalista (esclavismo, feudalismo) fueron estables durante siglos; sus momentos de agudas crisis pasajeras o casuales se debían a factores “externos” (malas cosechas, epidemias…); las contradicciones inherentes y permanentes (de clase) no es que fuesen pequeñas, sino que suponían un factor insuficiente para motivar un cambio de estructura, debido a la precariedad de los medios productivos. Aun siendo sociedades contradictorias, por la división en clases (el desigual reparto de la riqueza, la explotación del hombre por el hombre, &c.), ésta estaba tan íntimamente ligada a una ineludible división del trabajo, y las fuerzas productivas eran tan limitadas que no era posible ni imaginar un orden social igualitario, socialista. El capitalismo vino a elevar todas esas contradicciones hasta un punto de evaporación, por decirlo metafóricamente, y al intensificarlas las elucidó, las hizo evidentes, incorporando incluso una nueva y jamás antes experimentada: la que media entre la completa libertad individual, en el sentido abstracto pero socialmente manifiesto de la igualdad jurídica, y la concentración de la propiedad privada de los medios de producción en una clase reducida; como, además, esto no fue posible sino en virtud de una multiplicación inaudita de la productividad (revolución industrial, científico-técnica, &c.), aquí sí que existen, por primera vez en la historia, bases objetivas, materiales, para un orden socialista.

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  9. Resulta, en suma, que el capitalismo es un tipo de sociedad en crisis aguda y permanente (en ebullición, si me permites insistir en la metáfora química), pero que además genera periódicamente, como pulsos o microexplosiones, estas otras “crisis” locales o mundiales, como la actual (crisis peculiares no sólo ya, primariamente, de superproducción, sino de estrangulamiento del propio dinamismo capitalista por obra del parasitario capital financiero, y por consecuencia enfrentamientos imperialistas, &c.), crisis que elucidan aún más su inestabilidad y sugieren que quizá ha llegado el momento definitivo de su evaporación. Esto puede comprenderse objetivamente (así lo hace el científico, sociólogo, historiador o filósofo) o subjetivamente (como todos esos millones de personas que están materializando una resistencia ciudadana espontánea aun careciendo de perspectiva, de método y de “programa”, como dice tan machaconamente Julio Anguita). En el lapso de dos siglos este sistema ha generado las mayores catástrofes y conflictos sociales que se han visto en la historia, y no por causas externas, sino en virtud de su propia diabólica naturaleza contradictoria.
    Por supuesto, no es sólo el orden material de la economía el que se vuelve conflictivo, contradictorio, sino toda la vida social, toda la “cultura”. Las ideologías que sirven más o menos eficazmente para defender el capitalismo no son ya las que, como el liberalismo en todas sus modalidades, lo hacen con toda franqueza y claridad (aunque falsificando los hechos y perpetrando toda clase de sofismas), sino las que predican una “superación” de las doctrinas clásicas, como ese heterogéneo caldo de cultivo ideológico que llamas “posmodernismo”. El fenómeno no es nuevo; se lo encuentra ya muy claramente en el posromanticismo, y especialmente en la vogue del simbolismo francés de finales del siglo XIX. Pero hoy se da, comprensiblemente, de un modo más extenso e intenso, y por tanto más eficaz, si no fuera porque la agudización del deterioro del derecho a vivir convence naturalmente a los trabajadores de que todo eso no es más que pura fantasía retórica.

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  10. Volviendo al modo en que reintroduces la justificación del sentimiento separatista, como cosa natural y cercana, “pequeña”, primordial o primaria, &c., te diré que me parece falaz. En mi opinión no existe sentimiento más artificial y falso que el nacionalismo. No quiero negar que el ideario nacionalista se apoya en la psicología “de masas”, en los “instintos”, &c. Eso es evidente, pero ni más ni menos evidente que en el caso de cualquier otra ideología que arraigue entre las masas: por fuerza han de conjugarse con los sentimientos, ya sean espontáneos y “naturales” o producto del adoctrinamiento mismo. (Pues no sólo funciona la vía dialéctica que lleva del sentimiento a una ideología, sino también la inversa que lleva de una ideología a la fabricación de un sentimiento.) En la conducta de las masas —y por tanto en el éxito o fracaso, aunque sea temporario, de una política que la oriente o aproveche— no cuenta sólo el cálculo o la reflexión racional (como advertía Musser en la cita que expuse en la entrada), sino también los temores, las ilusiones, las ignorancias, los rencores, la sugestión, la percepción de amenazas, el valor, la cobardía… y mil ingredientes y accidentes más del orden sentimental y del racional, amalgamados en dosis variables que definen cada momento histórico. Pero el ángulo que principalmente hemos adoptado aquí para el análisis es el estrictamente racional-político. Desde este ángulo, el nacionalismo aparece como la apoteosis de la falsificación de la política. No sé si eres del todo consciente del significado de la operación mental que consiste en reintroducir como factor decisivo de la vida social, política, el sentimiento nacionalista. Esto es lo que hizo el nazismo. No quiero insinuar que el caso del actual nacionalismo es idéntico; duo si idem dicunt, non est idem; las circunstancias son distintas, la experiencia acumulada es distinta; pero el principio (la falacia) fundamental es el mismo: la perversión de lo político, racional y universal, mediante lo instintivo, lo salvaje, la hybris. Puede que las magníficas declaraciones universales de derechos humanos suenen muchas veces, en la práctica, a pura fantasía, pero la esencial igualdad constitucional, psico-fisiológica, de todos los seres humanos (de todas las razas, de toda psicología primordial, de todas las lenguas, etc.) está también avalada por la ciencia y el razonamiento lógico.
    En fin, te paso la pelota: convénceme de que yo, como ciudadano español que reside y trabaja en una parte de su territorio (Cataluña), me haría un bien si pudiese simpatizar con los designios de esa pandilla de bribones descerebrados que gobiernan la Generalitat, y que consisten en que debo desolidarizarme de los trabajadores y en general de los ciudadanos decentes que viven en otra partes de mi país (en Castilla, en Andalucía, en Galicia, en las Canarias…).

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  11. (1) Joaquim ha escrito que comparte el “asquito por los nacionalistas… que se creen inmunes al fascismo por el solo hecho de ser catalanes —menudos cretinos”. Pero en el mismo lugar afirma que “por ser humanos y tener los genes que tenemos somos nacionalistas”. Tal como yo lo veo, de aquí se deriva una absurda inconsecuencia. “Ser catalanes” no puede ser en rigor distinto, en términos biológicos, a “ser humanos”, por inclusión, por compartir el mismo código genético que el resto de la especie. Ser “inmunes al fascismo”, por otro lado, ¿es una cuestión genética? Está claro que no: puesto que un hombre puede ser casualmente catalán, y también puede ser fascista, no hay nada en la naturaleza humana que impida ninguna de estas posibilidades, pero tampoco nada que las favorezca. Que uno se haga catalanista, o fascista, o vegetariano, o poeta, o comunista… todo eso tiene que ver con el orden sociológico, no con la biología. Pero Joaquim trae a colación la carga genética para justificar una determinada opción ideológica, la del nacionalismo. ¿Significa esto que los antinacionalistas, o los comunistas, &c., no obedecemos a la naturaleza, como seres biológicos, que nuestras distintas ideologías son “antinaturales”?
    Si los hombres son capaces, mediante el trabajo y la inteligencia, de proponerse fines sociales racionales, aunque vayan contra las costumbres ancestrales, esto significa que tanto esas costumbres atávicas como su eliminación son “naturales” en el hombre, son fases de la evolución social. Creer que la genética determina o condiciona en ato grado al hombre no es irracional; lo absurdo es creer que lo hace de un modo particular e invariable, que le impide salir de la caverna, que le obliga a volver a los “orígenes” tribales, &c. Esto sólo es oscurantismo, y por supuesto no explica nada de lo que significa el nacionalismo actual.

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  12. (2) Otra argumentación chocante de Joaquim es eso de “dejarse de pro o anti burgueses, […] que tan burgués […] es el que defiende el estatus burgués como el que lo combate, pues parte de los mismos presupuestos y mira a lo mismo: al Capitalismo”, &c. Esto es como decir que tan sensible al hambre es el que come platos exquisitos como el que come mierda… porque todos comen “lo mismo” en rigor, o sea moléculas orgánicas… y entonces la cuestión no es preocuparse por la cocina, sino “mirar a otra parte”, quizá hallar un modo de nutrirse de la luz, o del aire, como los selenitas de Cyrano de Bergerac. Pero ese “mirar a otra parte” es una infecunda y nociva ilusión; hay que mirar a lo que hay. Podría ayudar a mitigar la ridiculez de tu argumento, Joaquim, lo siguiente: que se trata de hallar categorías lógico-críticas más adecuadas que las de la filosofía política: digamos no ya liberalismo/socialismo, clases, modo de producción, &c., sino, por ejemplo, raíces folclóricas, temperamentos artísticos, juergas, conductas de apareamiento, &c. Nada tengo que decir contra quienes decidan dejar de calcinarse los sesos “mirando al capitalismo” para combatirlo o defenderlo, y prefieran dedicarse a la música o la pintura, a la novela erótica, los juegos de salón o la metafísica culturalista (“posmoderna” y todo eso). Simplemente les advertiría que eso es simple evasión (o claudicación, o autoengaño), y que desde luego eso no es política. Buscar otros enfoques fuera de la lucha de clases es simplemente eso, renunciar a la política. Ahora bien, volvemos a lo de antes: esos otros enfoques (el folclore, el sentimiento “identitario”, la lengua…) se involucran espuriamente en la política, en el nacionalismo, para falsificarla completamente; como dice Luque, el nacionalismo significa la némesis de la política, su completa corrupción conceptual.

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  13. (3) Lo más atroz y absurdo de todo este tema del nacionalismo es tener que vernos obligados a transigir con un lenguaje de lunáticos, con un lenguaje que, como el fascista, lleno de mitos y de vaciedades irritantes, impide hablar de lo real y permite referirse a lo irreal como si existiese. Los nacionalistas catalanes hablan de Cataluña como si fuese una nación; pero Cataluña no es ni ha sido nunca una nación, ni ninguna otra parte de España; sólo España es una nación. Y obran en consecuencia con esa fanática ilusión retórica: implantan el monolingüismo, suprimiendo completamente el español de la enseñanza y de todos los ámbitos institucionales, imponen la etiqueta “cat” a las direcciones de las webs, pretenden dotarse de “estructuras de Estado”… Y en todos esos peligrosos disparates transige una izquierda imbele y atolondrada. Opino que la izquierda debe defender un Estado nacional centralizado; que el autonomismo, o federalismo, es una absurda y dañina forma de organizar el Estado. Y opino que ése fue, ya en tiempos de la II República, uno de los mayores errores políticos de la izquierda, que, junto al anticlericalismo, proporcionó a la reacción fascista dos sólidos motivos racionales con los que compensar su evidente vesania ideológica y su crueldad incivil. (He discutido a veces esto privadamente con Alberto, y pienso que podría generar una fecunda ampliación del debate.)

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  14. Opino, como Cosma y Alberto, que apelar a la biología, y concretamente al instinto natural de agrupación que busca protección mutua en la “tribu”, es absurdo. Ni Cataluña, ni mucho menos España, ni siquiera un pueblito de 4.000 habitantes son tribus ni estructuras que vinculen a sus habitantes por lazos naturales ni rituales fuertes. Ni siquiera son tribus las así mal llamadas “tribus urbanas”, porque por muy inciviles que sean sus miembros, el 90% de todo cuanto hacen depende de las estructuras administrativas y económicas comunes, y los lazos que les unen a esas asociaciones pueden disolverse tan fácilmente como cambia uno de trabajo o de domicilio. Lo que es indudable es que los hombres han de vivir organizados en estructuras diversas, tanto coordinadas como jerarquizadas, en última instancia derivadas de la división social del trabajo, y que la nación-Estado es un límite superior y englobante de los vínculos orgánicos “fuertes”. Es lógico que el Estado se organice sistemáticamente no sólo para el buen orden interno, sino también para garantizar su prosperidad, su conservación y su defensa frente a otros Estados. Por supuesto, los encontrados intereses capitalistas privados también suponen una amenaza al Estado, que sólo puede ser perfecto bajo un régimen socialista, completamente democrático. Lo que resulta demencial es la tendencia enemiga, separatista, disgregadora. Es una amenaza a la paz social, a la integridad nacional, tan deletérea como la amenaza imperialista externa. No puede compararse a los movimientos de liberación nacional anticolonialistas del siglo XX, porque es todo lo contrario. Ninguna de las regiones de España es una colonia de una mítica y fantasmagórica “España” que sólo existe en la imaginación enferma de los nacionalistas oscurantistas. España es la agregación histórica en una sola nación de todos sus territorios; una nación democrática con leyes iguales para todos sus ciudadanos; no un Estado perfecto, insisto, puesto que sigue sometido a los intereses antidemocráticos del gran capital financiero y otras solicitaciones contradictorias. Entre éstas hay que contar el autonomismo, un craso error de la izquierda, como se ha afirmado.

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  15. Todo eso de “sentirse español” (o catalán, &c.), o sea toda esa especie emocional de la retórica “identitaria”, es un asunto muy turbio. Los españoles son españoles, como los franceses son franceses, &c.; es una tautología, de acuerdo, pero se convierte en algo más que una tautología cuando se afirma frente a las falacias nacionalistas. Si alguien no se “siente” español tiene un problema psiquiátrico, una crisis de identidad, o sufre una pérdida de realidad. Si un español quiere dejar de ser español no tiene más que emigrar y adoptar otra nacionalidad, cosa que las leyes permiten. Pero si un grupo político moviliza a la población, inoculando sentimientos antipatrióticos derivados de falacias históricas y delirios etnicistas, para promover una secesión, entonces no estamos frente a ningún proceso democrático, ni se trata aquí de “derecho” de ningún tipo, sino de una ilegal amenaza a la paz y la integridad nacional. Es así de simple, por más que el lavado de cerebros de la propaganda catalanista haya naturalizado ese lenguaje que hace creer que los sentimientos artificiales y los fanatismos oscurantistas designan algo real (del mismo modo que el lenguaje teologizado hace pensar en los santos o los ángeles como si existiesen realmente).
    Y es muy falso que los catalanes inteligentes se hayan sentido alguna vez ofendidos o discriminados por pertenecer a la comunidad hispana, o que la cultura hispánica haya procedido alguna vez negar la catalana. Basta leer los ensayos que estudiosos insignes como Menéndez y Pelayo o Pi y Margall y otros dedicaron a las tradiciones catalanas, con el mismo amor y orgullo cultural y patriótico que a cualquier otra creación hispánica, y que en modo alguno podría justificar ningún sentimiento separatista. Al fin y al cabo, ¿qué ganarían “culturalmente” los catalanes si se segregaran del orbe hispano? Nada, y en cambio perderían mucho —por no decir que lo perderían todo. ¿Hay cosa más grotesca que un folclorista catalán que pierde el sentido de las proporciones y pretende hacer competir lo chico con lo grande?

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  16. Confundir las razones del nacionalismo con una pulsión étnica es un error, porque no hay tal pulsión sino más bien un anhelo épico, un sentido trágico de la historia que oscila entre la ofensa y el reconocimiento. Tengo que darle la razón a Joaquim cuando incide en la importancia de la condición posmoderna, pues estos nacionalismos, vale decir tardíos, no se comprenden sin la formación de las masas mediáticas como sujeto soberano. Los esfuerzos de los líderes políticos se dirigen a mimar y seducir a este sujeto difuso que se expresa en los sondeos de opinión, pues son muy conscientes de la oclocracia existente. La taumaturgia del proyecto independentista ni es sorprendente ni está desconectada de las tácticas de seducción que se utilizan con profusión en los ámbitos de la publicidad y del cine. El chovinismo perpetuamente ofendido que caracteriza al nacionalismo político brilla con luz propia en el espectáculo del fútbol, un fenómeno de masas que debería darnos la medida cabal del nacionalismo en estado puro. Me atrae la idea de pensar que el verdadero nacionalismo se da en las gradas y que, por tanto, el nacionalismo político no es sino la transposición —conducida por unos despiertos muy dados a los juegos de comunicación— de los mismos mecanismos afectivos que producen adherencias inquebrantables y plenas de sentido, aunque sea un sentido impropio y milagroso.

    Otra cuestión, en un plano técnico ajeno al ciudadano común, son los medios de creación de un nuevo Estado y lo indeseable o deseable que pudiera resultar semejante empresa para los distintos interesados. Pero esta cuestión, por chocante que parezca, no tiene una gran relevancia en la formación de las conciencias operativas que concretan el cuerpo social, como tampoco en los paralogismos que puedan justificar sus convicciones. Seguro que algunos —convenientemente estimulados— estarían dispuestos a entregar su vida por la gloria del Club.


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  17. En el primer párrafo de lo que escribe Alfonso veo una magistral síntesis de interesantes conceptos críticos. De momento son un tanto elípticos, pero seguro que producirán explicaciones y matizaciones más amplias. Me inspiran dos series distintas de réplicas, la primera refutatoria y la segunda aprobatoria.
    (1) No me parece correcto atribuir a las masas —ya sean “mediáticas” o pasivamente ocultas y silenciosas— el carácter de sujeto social; más bien me siguen pareciendo una víctima; y menos aún pueden considerarse un sujeto “soberano”, salvo como un falso gobernador de una falsa Barataria. Ningún instrumento de poder, de verdadero poder, está en manos de las masas bajo el capitalismo. Simplemente se las hace participar en esos simulacros pseudodemocráticos en que creen poder ejercer su derecho a imponer el criterio de la mayoría (no sólo las elecciones a los parlamentos —que tampoco en ellos, ni en los gobiernos, reside la mayor parte del verdadero poder—, sino en cualquier encuesta de “opinión”, o cuando “expresan” su idiosincrasia “libremente” comprando tal o cual producto o visitando tal o cual web). El arte de seducir a las masas, no es que no exista o que no juegue un importante papel en la vida social, sino que más bien constituye una parte pequeña y subordinada de todo el tinglado; forma parte de lo aparente, del espectáculo-simulacro mismo, mientras que lo decisivo es todo el aparato técnico y laboral oculto en la tramoya, por decirlo metafóricamente. Ese simulacro tiene, no cabe duda, también su parte importante en las cuentas del teatro, pero pequeña y no decisiva; porque puede sustituirse por cualquier otro, mientras que la tecnología y el trabajo que lo producen son insustituibles.
    La manera “posmoderna” de tratar a las masas como sujeto es también una metáfora, cuya mayor utilidad reside en que bien pronto nos revela su debilidad e inconsistencia como tal metáfora, que no esconde detrás ninguna verdadera sociología científica. Se me ocurre que podríamos comparar muy bien a esas “masas mediáticas”, no ya con los espectadores, y ni siquiera con los jugadores, de Gran Hermano (pues el espectáculo lo crean ambos conjuntos), sino con el Truman Burbank de El show de Truman, porque éste ni siquiera es real, sino que sólo cree ser quien todo un sofisticado simulacro, un potente aparato sugestivo le ha llevado a creer que es. Por supuesto que todo el negocio, y el espectáculo como menor parte del mismo, depende crucialmente de la conducta de Burbank, pero lo que realmente mantiene el funcionamiento de todo ese tinglado es el aparato y el trabajo colectivos y “ocultos”, ajenos a esa conducta, ajenos a la apariencia concreta del espectáculo. Es todo ese aparato material y organizativo el que mantiene el mundo; puede ser modificado, pero no suprimido, mientras que el concreto y casual show de Truman puede desvanecerse en cualquier momento sin acarrear otra conmoción que la del drama personal de Truman Burbank.

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  18. (2) Estoy mucho más de acuerdo con la sugerencia de que el fútbol (el espectáculo, no el juego en sí) es el modelo más perfecto de la dinámica psíquica del nacionalismo. Ahora bien, en mi opinión no se trata de que las masas sean manipulables, ni de que lo sean en particular mediante sus instintos e inclinaciones primarias. En todo caso, la demagogia no es ningún fenómeno reciente; se conocía por lo menos en época de Aristóteles, que de otro modo no le habría dado nombre (en cuanto a la oclocracia, posiblemente sólo ha existido en el fascismo, la “dictadura de la chusma y la escoria”, como lo llamaba Serenus Zeitblom, el biógrafo de Adrian Leverkühn en Doktor Faustus, por oposición a la dictadura del proletariado). Aunque describe un complejo de mecanismos y circunstancias frecuentes, no puede ser nunca una teoría correcta (quiero decir que la seducción de las masas podrá ser un arte, pero no una explicación sociológica); porque sus propios términos y su propia estructura requieren que sean siempre “los otros”, la “gente”, la mayoría, en una palabra, las “masas” una pandilla homogénea de borregos fácilmente manipulables o seducibles, mientras que sólo unos pocos están en el secreto de esa manipulación. Me parece inverosímil; aun admitiendo que las masas se comportan muchas veces como ese fantasmal sujeto oligofrénico con apetitos a que lo reduce la metáfora, y al que un astuto tutor, también metafórico, conduce para que haga con gusto cualquier cosa —y además con la sensación de que lo hace voluntaria y libremente—, ¿puede alguien creer que esa será la conducta prolongada de la mayoría de los individuos, a menos que se les practique una lobotomía, o que sean realmente idiotas, lo cual es manifiestamente imposible? Además, ¿se extrañará alguien de que eso sea lo que la mayoría confesaría creer, o sea que los demás son tontos? Paradójicamente, es en esto en lo que más se engañan: es sólo al creer que la mayoría de sus congéneres son estúpidos cuando razonan estúpidamente. Me parece evidente que cuando vuelva a fraguase un movimiento emancipador entre las masas, la discusión pública y la agitación y propaganda revolucionarias producirá de nuevo una población crítica e indomeñable; entonces la acción decisiva será la de las masas políticamente educadas, no la de las masas adocenadas; pero se trata, en rigor, de las mismas personas, bajo circunstancias distintas.
    Por otro lado, la mefistofélica metáfora de la seducción de las masas (tibi dabo parece ser en efecto el mensaje hipnotizador que se le insufla) produce otra falsedad, a saber: que el demagogo comprende lo que sucede y controla racionalmente el engaño. Pero no sucede así en absoluto. Quienes controlan la industria cultural que “seduce” a las masas con engaños de todo tipo no son cínicos que saben que eso es una mentira que les beneficia; ellos mismos participan de los sórdidos gustos y las falsas creencias que contribuyen a inculcar en los otros. El aparato propagandístico de un club de fútbol no los conducen técnicos que sabrían hacer lo mismo con el club rival, sino de personas que comparten las emociones que contribuyen a exacerbar por dinero. Los dirigentes políticos que asisten a un espectáculo deportivo aplauden a su equipo con el mismo entusiasmo que cualquier palurdo no son actores astutos que fingen ese entusiasmo para ganar popularidad, sino que sufren exactamente los mismos calambres que las masas a las que engañan en otro sentido. Lo mismo cabe decir de los lunatismos de los dirigentes nacionalistas.
    Resulta entonces irónico que esta nueva manera, “posmoderna”, de exagerar el papel de la fascinación demagógica, que se presenta poco menos que como una revelación histórica, algo que jamás sospecharon los antiguos (así lo parece ya en Debord, pero incluso, en otra clave, en Ortega, y antes aún, en Le Bon), no es más que una versión actualizada de la vieja falacia ilustrada que pretendía explicar la religión como un mero engaño deliberado del clero.

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  19. Hay una observación acertadísima en el comentario de Alfonso: cuando se refiere al “sentido trágico de la historia” como verdadera raíz de la ilusión nacionalista. Sí, me parece la caracterización filosófica más amplia y correcta del nacionalismo —aunque también sirve para el fascismo, y en general para todo ideología irracionalista o “vitalista”. Pero yo añadiría que se requiere otro ingrediente: la ignorancia histórica, la falta de objetividad. Quienes contemplan la historia (lo poco y superficial que conocen de ella, de un modo “impresionista”) como una cadena de ofensas al alma colectiva de su “pueblo” no tienen el menor sentido de lo real; son capaces de “sentirse” los herederos vengadores de los celtas, los iberos o los catalanes del siglo XVIII, según la mítica idea que se hayan forjado de ellos; y a ese fin usan, entre otras, dos estrategias complementarias, en esencia idénticas: (1) o bien adoptan cualquier vestigio “identitario” (la lengua, el folclore…) como reliquia que “prueba” su distinción, su humillación histórica y la necesidad de vindicar el rescate moral del glorioso y mítico pueblo antepasado (nostalgia), (2) o bien adoptan lo que definitivamente ya no existe —e incluso lo que jamás existió— como “prueba” de lo mismo: de su designio rescatador… Será difícil que un movimiento nacionalista cunda entre las masas si carece de estos componentes trágicos y míticos, si se atiene, digamos, a lo real-objetivo-actual; en cualquier caso, esto no sucede.
    Si uno se aficiona a la historia, y tiene un alma romántica, hallará incontables motivos para sentirse triste, identificándose con las víctimas, con los derrotados. Pero los derrotados raramente son “pueblos”: generalmente son los pobres, los esclavos, siervos o proletarios, dentro de las mismas sociedades en que se hallan sus verdugos. En este caso, también el ideario comunista, desde los Evangelios hasta Benjamin, por ejemplo, puede adquirir un tinte trágico, o melodramático. Por descontado, tratándose de la simpatía emocional por los parias, la cosa es mucho más racional que cuando uno se identifica con la sangre y el suelo de un “pueblo”, como los nazis con su Ur-Vaterland y su raza aria, o los catalanistas con sus Segadors. Pero cualquier sentimentalismo de la historia perjudica el entendimiento y la objetividad. El historiador que domina la irracional tendencia a juzgar en términos morales o emotivos descubre que los hombres de todas las épocas, razas y condiciones sociales han vivido experiencias y se han propuesto objetivos buenos o malos, aprovechables universalmente. El nacionalista, en cambio, ignora lo que los hombres reales han hecho y pensado, y juzga que la historia no la han protagonizado realmente los hombres, sino las “culturas”, una ficción de lo más desconcertante, ajena al sentido de realidad.
    Estoy de acuerdo en que una cosa es el arte de seducir a las masas, o la constatación de que existen razones poderosas que las hacen vulnerables a la fascinación, y otra cosa es creer que ésta es su naturaleza o su destino, que toda esa demagogia no podrá ser nunca sustituida por una verdadera democracia, en una sociedad en que todo el poder esté en manos de los trabajadores.

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  20. Me ha intrigado mucho la interesante, aunque algo elíptica, observación final de Alfonso, que contiene muchos matices en muy pocas palabras. Dice que la cuestión de “los medios de creación de un nuevo Estado y lo indeseable y deseable” de tal empresa (1) es “otra cuestión”, (2) es técnica y ajena al ciudadano común, y (3) es irrelevante en la formación de la conciencia social y de las justificaciones ideológicas. No puedo estar en desacuerdo, pero quiero saber si extraemos las mismas consecuencias.
    (1 y 2) Que esta cuestión (yo diría la cuestión, o sea la cuestión cardinal del poder) sea una cosa “técnica” y “ajena al ciudadano común” significa, para mí, que ahora las masas no están organizadas en un amplio movimiento de emancipación social dirigido conscientemente a tales objetivos; o sea que están “despolitizadas”, y que el tema apenas se plantea más que entre intelectuales; y que sea “otra cuestión” (diferente de la del análisis del nacionalismo, sus raíces y su significación irracional) significa, para mí, que los ciudadanos seducidos por la retórica nacionalista carecen especialmente de inteligencia política. Pero esto, como se ha sugerido, es una coyuntura, un momento histórico, no una condición perpetua —ni tampoco nueva, digamos “posmoderna”, como también se ha advertido.
    (3) Que esta cuestión sea irrelevante en los procesos de formación de una conciencia política socialista significa, para mí, que ahora es inoperante, que no se está produciendo sensiblemente una educación política de los trabajadores. Lo mismo digo: es una situación transitoria, no perenne. Otras muchas veces se han expresado, incluso en este blog, opiniones, digamos, pesimistas o derrotistas al respecto. Pero si de verdad creyésemos que “no hay nada que hacer”, que las masas siempre serán vencidas o amaestradas por el capitalismo con todas sus artimañas (incluido el nacionalismo), entonces no perderíamos, creo yo, ni un minuto en discutir aquí ni en ningún otro sitio estas cuestiones, ni siquiera por un morboso placer dialéctico. Dirijamos nuestros ojos y nuestras orejas a los movimientos de resistencia popular que cada día incrementan un grado la temperatura moral revolucionaria (PAH, 15-M, Frente Cívico…). Sólo falta, en mi opinión, una “chispa” (¡Iskra!) que encienda la llama, o sea un programa político de mínimos que ya está suficientemente esclarecido, como recordaba Alberto en el texto de la entrada: “nacionalización de la banca, abandono de la unión monetaria europea, fiscalidad progresiva, salario y renta mínimos, salario y renta máximos, recuperación del gasto público, democracia participativa, &c.” Se sobreentiende que falta también que los líderes y los militantes veteranos de las distintas organizaciones de la izquierda, y otros surgidos de estos nuevos movimientos, se unan en la tarea común de vertebrarlos políticamente. Tan intenso y perentorio es este impulso renovador, de resistencia ciudadana al expolio social, que incluso hemos visto cómo ha querido ser aprovechado por algunos nacionalistas de izquierda (no discuto ahora la evidente contradicción en sus términos que aquí se contiene, como justamente recordó Joaquim). Me refiero a esa reciente iniciativa de “plataforma popular” que pretenden impulsar Arcadi Oliveres y la monja Teresa Forcades. Doy por supuesto que la izquierda no debe secundarles en absoluto, porque el nervio de esa iniciativa es groseramente nacionalista, y al menos para detectar el aventurerismo político sí que tienen olfato los dirigentes de la aborregada izquierda tradicional. Simplemente llamo la atención sobre el hecho importante de que el programa de esa plataforma nacionalista quiera ampararse también en las exigencias de orden socialista. Significa que éstas son cada día más evidentes y perentorias. De modo que, según puedo yo deducir, la cuestión de la forma de Estado, la cuestión del poder, sí juega, ya ahora, un papel relevante en la tarea nuevamente incipiente de reeducar políticamente a las masas.

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  21. Quizá la expresión «masa mediática» no sea demasiado afortunada, ya que conlleva ciertas connotaciones que dificultan su comprensión; a saber, homogeneidad, respuesta unánime, crecimiento desde un cristal de masa, etc. Sin embargo, la masa mediática no se define por el encuentro y la homogeneidad de una muchedumbre, sino por la atomización y la heterogeneidad, como lo manifiestan los sondeos de toda clase que constituyen su vehículo de expresión. La masa influye en la organización política gracias a los instrumentos estadísticos con los que se representan sus tendencias; hablo de un sujeto político en este sentido o, si se prefiere, de reacciones con influencia política totalizadas por técnicas estadísticas. En efecto, este sujeto no coincide con los egos singulares de los individuos que, siempre puntualmente y no de manera esencial ni continua, forman parte de la masa mediática. Entonces el concepto de masa mediática señala un conjunto de conductas específicas circunscritas a la ventana de actualidad que transmiten los medios de información, y que encuentra su igualdad en el resultado estadístico; no como principio de cohesión interna sino como determinación enteramente externa. Pero no olvidemos que la recepción de esta actualidad, y su consiguiente transformación en conductas, requiere una elaboración según unos hábitos intelectuales o, cuando menos, según unas disposiciones anímicas moduladas en gran medida por los medios de formación —del telefim al aula, pasando por los imaginarios de horóscopo.

    El asunto de la distinción neta entre seductores y seducidos se puede abordar desde un ángulo posicional. Parto de que la asimetría implícita en los juegos de comunicación de masas (tanto en la difusión de modelos de conducta y de consignas emotivas, como en sus técnicas demoscópicas) distribuye forzosamente unas posiciones, asimismo la conciencia posicional es inherente a estas prácticas. Ya se sabe, los iguales y los más iguales. A mí modo de ver, esto no encierra ninguna mala fe especial, es un modo de relación motivado principalmente por la sofisticación tecnológica y, esto no es nuevo, por la cantidad de personas que componen la sociedad. Podríamos indagar en los fines de la política en general y del derecho en particular, las ideas de Michel Villey son interesantes a tal efecto, pero no quiero desviarme demasiado del tema que trata el artículo. Artur Mas —a modo de ejemplo, para el caso serviría cualquier formación política o icono personificado— presentará conductas de masa, compartirá fantasías y sentimientos semejantes a los de algunos grupos de la opinión pública, no obstante, las consecuencias del periplo "constituyente" no serían las mismas para él en su posición que para cualquier votante. Esta posición social comporta una toma de conciencia, puesto que sus posibilidades de acción y de beneficio no se pueden comparar con las de un ciudadano cualquiera, además la distribución propagandística de ideas-fuerza no puede ser casual ni producto de una auto-organización cibernética, por mucho que los procesos de mimesis amplifiquen su difusión en la sociedad. Para enfrentar los problemas esbozados, muy superficialmente, en estos párrafos creo que tal vez podríamos recuperar algunas tesis de Gabriel Tarde y hacerlas funcionar en estas situaciones de actualidad.

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  22. La última sugerencia de Alfonso me incita a intercalar en este prometedor debate unas breves apreciaciones sobre un aspecto importante de la clásica psicología de masas, y en particular sobre Gabriel Tarde. (Creo que podríamos dedicar a este asunto “otro” debate, aunque también encaja bien aquí, e invito a Alfonso a preparar, si lo desea absolutamente, una entrada a propósito.)
    Para Le Bon y otros pioneros de la “psicología de masas” (doctrina que yo considero, en conjunto, una sofisticada falacia), éstas se caracterizan por su intrínseca depravación moral; también será así más tarde para Ortega, o incluso para Jaspers, o para Francisco Ayala, y aun para autores de mentalidad más democrática como el dirigente socialista Henri de Man); pero me limito ahora al caso de los primeros autores burgueses sobre la cuestión, como Le Bon o el mismo Tarde. Tomaron el izquierdismo anarquista-terrorista como modelo y expresión genuina de ese carácter depravado, a pesar de que estos brotes radicales nunca lograron la hegemonía en el movimiento obrero. “Las masas” no es en estos autores sino una forma despectiva, metafórica y romántica, de nombrar al proletariado. En esencia, el análisis que Tarde hace de la dinámica psico-social de la conducta de las masas es una aplicación de su doctrina de la criminalidad, y no al revés, como han supuesto con cierta indulgencia muchos de sus admiradores. Para Tarde, todas las organizaciones obreras encajan en la categoría de “sectas criminales”. Esto, bien mirado, es muy sincero y muy cierto, desde el punto de vista burgués. Frente al desarrollo del movimiento socialista, la burguesía enfatiza la idea de que las masas no pueden autogobernarse, que deben ser dirigidas por las elites. Y esto es muy cierto; la cuestión es que también el Estado socialista se basa en una dirección de las masas por las elites, con la diferencia de que éstas forman parte, democráticamente, de la misma clase social, el proletariado. Nadie, salvo los anarquistas y otros idealistas, niega la necesidad de líderes y capitanes (de la industria, del ejército, de la administración, de la investigación científica…); lo que rechaza el socialismo es el engaño de tomar por capitanes a quienes defienden sus propios intereses privados (o los de la minoría capitalista para la que trabajan), contra la masa a la que explotan. De ahí que consideren criminal el socialismo, pues de hecho éste amenaza la legalidad fundamental del sistema: la propiedad privada de los medios de producción. Los ideólogos burgueses sostienen que los trabajadores son seres primarios y brutos, incapaces de dirigir eficazmente el orden social; más exactamente, lo que sostiene es que es imposible que lo dirijan democráticamente, en defensa del interés social, colectivo, pero esperan que los trabajadores sigan individualmente el ejemplo del capitalista, que sólo persigue su individual provecho. Pero hay muchos factores que desmienten y dificultan los contradictorios designios capitalistas; sin ir más lejos, la educación universal, que produce —por precaria que resulte a los ojos de los más sabios— una multitud de ciudadanos con pericias suficientes para dirigir colectiva y eficazmente el Estado; otra demostración de esa falacia es la sorprendente creatividad, rigor, inteligencia político-militar, firmeza moral y disciplina que exhibieron ya durante el siglo XIX las organizaciones socialistas, y el hecho de que se sumaran a sus filas numerosos intelectuales surgidos del seno de la burguesía.

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  23. Muchas de las observaciones de Tarde —y de otros sociólogos burgueses— sobre la masa tumultuosa son no sólo correctas, sino técnicamente aprovechables todavía hoy, y no sólo por la burguesía, sino también por un Estado socialista. Es por ejemplo indudable que los rasgos más brutales de lo que percibe en el proletariado corresponde exactamente al Lumpen, a “la chusma y la escoria”. Pensemos que un Estado obrero y democrático deberá disponer también de una policía y de toda clase de medios, tanto coercitivos como educativos, para reducir la delincuencia, ni más ni menos que el Estado capitalista; es más, uno de esos medios se admite también en el orden democrático capitalista: la reducción de la miseria, sólo que el capitalismo es incapaz de lograrlo. Una de esas numerosas observaciones correctas de Tarde es la de que las multitudes no actúan anárquicamente, sino obedeciendo a sus líderes.…
    Otras observaciones son absurdas para la ciencia, pero fascinadoras para la creación poética, como cuando Tarde dice que “la verdadera multitud…está compuesta por gentes en pie y, podemos decir, en marcha”, de modo que, por ejemplo, “un auditorio de teatro es una multitud sentada, es decir una multitud sólo a medias”. Tarde enfatizó el viejo tópico de que la multitud es menos inteligente que el individuo, idea que hallamos ya inequívoca y explícitamente en Solón de Atenas. Podríamos decir que la convicción de que la “verdadera” naturaleza de la multitud es la que se manifiesta como masa en contacto físico y en acción, resulta ahora parcialmente obsoleta; las multitudes semi-silenciosas y hasta descoordinadas que aglutinan Facebook o Twitter son hoy tan temibles como las legiones en pie y en marcha durante las clásicas celebraciones del 1º de mayo, porque el contacto “virtual” y permanente proporciona la capacidad de movilizar a las masas “físicamente” en cualquier momento, como se ha podido comprobar ya en muchas ocasiones. El capitalismo no puede frenar ni controlar completamente el desarrollo tecnológico y social de unos medios que, siendo parte necesaria de los ciegos mecanismos de realización de la plusvalía, ponen al mismo tiempo en manos de los ciudadanos, contradictoriamente, herramientas poderosas para su acción política; se parece al protagonista de aquel cuento de Goethe, el aprendiz de brujo al que todo se le acaba yendo de las manos.
    Todas las grandes revoluciones que cambiaron radicalmente, en breve lapso, la faz del mundo (la francesa de 1789, la rusa de 1917) surgieron espontánea e inadvertidamente, impredeciblemente. Por supuesto fueron “necesarias” e “inevitables” en un sentido muy real y objetivo, pero el momento de contagio súbito, de explosión, era, también objetivamente, casual. Lo que encuentro fundamentalmente erróneo de los estudios de “psicología de masas”, todavía hoy, no son sus concretas, minuciosas y verídicas observaciones técnicas, sino un presupuesto como inconsciente, una metafísica subyacente, a saber: la creencia en que la conducta de las masas obedece a principios mecánicos, “conductistas” (o mejor, pseudo-conductistas), y fijos, cuando en realidad depende de condiciones y experiencias cambiantes. Y sí, desde luego que la cosa funciona, hic et nunc, con la regularidad que dictan las resultantes vectoriales de una acción, como ha dicho Alfonso, heterogénea. Pero insisto, aunque siempre será heterogénea, no siempre será anárquica o sin dirección política consciente.

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  24. Me parecen verdaderamente fascinantes los comentarios surgidos a raíz de esta entrada sobre el nacionalismo. Soy consciente de la cantidad de temáticas vinculadas o adyacentes al nudo gordiano de este debate, esto es, el nacionalismo. Sin embargo, dado que el tiempo me estrangula (sería interesante, en alguna ocasión, abrir un debate sobre la regulación del tiempo en las sociedades capitalistas, como hiciera en su día E. P. Thompson), me limitaré, por el momento, a exponer algunas reflexiones suscitadas por el intercambio epistolar privado —ahora ya público— entre Alberto Luque y Joaquim Rius. Por otra parte, debo advertirlo de entrada, no diré nada que no se haya dicho ya, nada nuevo para los lectores y colaboradores de este blog: ‘nihil novum sub constellatione’…

    Me parece muy seductora la idea de analizar la relación entre nacionalismo y posmodernidad tal y como la presenta Joaquim. En anteriores entradas se discutió ampliamente —aunque no lo suficiente— la vinculación conflictiva entre las tesis socialistas-marxistas y el nacionalismo (vinculación pretendida por algunos partidos políticos que no se les cae la cara de vergüenza de seguir proclamándose socialistas; por no hablar de esa reciente broma de “plataforma popular” que quieren impulsar Arcadi Oliveres y sor Teresa Forcades… en definitiva… toda esa conocida trama estéril que infesta nuestro país). Así pues, comparto la opinión de Joaquim cuando señala la incompatibilidad de esas dos posturas políticas e intelectuales. No obstante, no me parece del todo preciso su modo de decirlo: "…desde el marxismo no existe el nacionalismo, así de simple".

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  25. Hay varias maneras de interpretar esta frase: (1) que desde una postura marxista no se puede ser nacionalista o (2) que la existencia del nacionalismo como proyecto sólido resulta imposible dado que se fundamenta en argumentos falaces y hechos históricos que jamás han tenido lugar —más que en las propias mentes dementes de los nacionalistas— y que, por lo tanto, todo en el nacionalismo no es más que apariencias y sombras. Pero además de estas dos interpretaciones —que se complementan entre sí— alguien puede realizar una interpretación radical (i. e., literal), a saber, (3) que el marxismo considera ‘inexistente’ el nacionalismo, que no lo considera como algo ‘real’, como algo que “está en el mundo”, por lo cual, desde una óptica marxista “el nacionalismo, simplemente, no existe”. Entiendo que Joaquim se refería, efectivamente, a la primera de las interpretaciones expuestas; sin embargo, conviene aclarar que cualquiera que pudiera entenderlo al modo tercero estaría en un error por dos razones, una de índole ontológica-epistemológica y otra histórica:

    (a) Los argumentos lunáticos, irracionales, sofísticos, falsos, supersticiosos e ilusorios del nacionalismo no niegan el ser del nacionalismo, su existencia. Cualquier persona racional, o simplemente con sentido común —que no el de la mayoría, sino entendido como “buen sentido”— sabe que los testigos de ‘Cuarto Milenio’ que aseguran haber visto el espíritu de un difunto, aunque probablemente ‘algo’ hayan visto, la verdad es que resulta imposible que se trate de un “espectro”, porque los espíritus, simple y llanamente, no existen (salvo uno, el fantasma de Iker Jiménez). Lo mismo sucede con la locura: cuando un esquizofrénico asegura oír voces en su cabeza que le hablan (obligándole a matar, violar, maltratar, &c.) resulta evidente que se trata de una pura alucinación. Tanto las apariciones como las voces que se dicen ver y escuchar son “irreales”, fruto de la pura irracionalidad o demencia de uno o varios sujetos. Ahora bien, siempre hay una explicación racional de los fenómenos irracionales, de sus causas. Aunque no existan espíritus o duendes que hablan dentro de las cabezas, tenemos que poder explicar el porqué del fenómeno ‘poltergeist’ y el porqué de la locura. En este sentido, el nacionalismo es como un espíritu, como una locura, individual y colectiva. La nación de la que hablan los catalanistas no existe, jamás existió. Siguiendo la fórmula denotativa y tautológica de Eddington para definir “Física” (“Física es lo que se contiene en el ‘Handbuch der Physik’”) podríamos definir “nación” del mismo modo: “la nación [catalana, en este caso] es lo que los nacionalistas creen que es una nación”. En otras palabras, no tiene una “existencia real”, se trata —por usar la expresión de Benedict Anderson— de una “comunidad imaginada”; su existencia es meramente mental. Ahora bien, eso no significa que “no exista el nacionalismo”, entre otras cosas, porque a pesar de que sus delirios sean psicológicos, imaginarios o voluntaristas y carentes de “existencia material” (hablo ligeramente… no pienso que las ideas, lo mental, no exista —o que se trate de algo ‘inmaterial’—; aunque este no es el lugar ni el momento idóneo para exponer la compleja filosofía de Bueno sobre los tres géneros de materialidad expuestos en la magnífica obra ‘Ensayos materialistas’, Madrid, Taurus, 1972) esa existencia mental del nacionalismo influye en la realidad; concretamente en la realidad política y civil. Así pues, el nacionalismo existe, ‘es’, y, tanto desde un punto de vista científico y racional en general, como desde un enfoque marxista en concreto, es posible conocerlo, analizarlo y establecer el grado de verdad que en él se pueda contener.

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  26. (b) Desde un enfoque histórico, errarían aquellos que interpretasen literalmente la frase de Joaquim, pues no solamente es cierto que “desde el marxismo, el nacionalismo sí existe”, sino que se trata de un tema de primer orden dentro de sus análisis filosófico-políticos y de sus implicaciones históricas. No hay más que ver una parte de la inacabable lista clásica de libros, artículos y toda clase de textos marxistas: ‘El derecho a la autodeterminación de las naciones’ de Lenin, ‘La cuestión nacional y la autonomía’ de Rosa Luxemburgo, ‘La cuestión nacional de Stalin’, &c.

    Vayamos, no obstante, a la cuestión principal que envuelve toda la argumentación de Joaquim y que él ha calificado como “el tema líder del cambio de siglo”: la posmodernidad. ¿Qué decir de esta palabreja? Está de moda. Queda muy “intelectual” citarla en una conferencia o en una cena de amigos, y si eres alumno y se te ocurre citarla en uno de tus trabajos, tienes la matrícula asegurada… En realidad, significa tantas cosas que termina por no significar nada. Parece que existe cierto consenso en atribuir a Toynbee ser el primero en usar esta palabra; y hago bien en decir palabra y no concepto, porque poco o nada tiene que ver lo que él entendía por posmodernidad y lo que entendemos nosotros. Algunos autores han querido diferenciar los conceptos “posmodernidad” y “posmodernismo” refiriéndose a los aspectos políticos y sociales con el primero y a los elementos culturales y artísticos con el segundo. Otros han convenido —convención que por lo menos es clarificadora— en llamar “posmodernidad” a los aspectos histórico-objetivos y “posmodernismo” a los ideológico-subjetivos. Sea como fuere, una característica fundamental de la posmodernidad —o “cuarta época”, por usar un concepto menos afortunado acuñado por Wright Mills— es su posicionamiento y su orientación antitética a la modernidad, su oposición a los “grandes relatos”. Se regresa, así, a lo pequeño, a lo próximo, a lo diferente… a una “visión fragmentaria de la sociedad”, como señala Joaquim. La posmodernidad representa o anuncia un “cambio de paradigma” que, también según Joaquim, “ya no será un resurgimiento o derivación de las teorías de los señores de pelucones blancos”, sino otra cosa muy distinta que, sin embargo, y haciendo gala de la típica “incertidumbre posmoderna”, no sabe todavía de qué se trata.

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  27. Pues me temo que yo sí intuyo de que se trata, y se trata precisamente de seguir insuflando vida al neoliberalismo imperante. Se refleja en las palabras de un posmoderno como Joaquim cuando asevera que “la división entre opresores y oprimidos existirá siempre… se trata de sortearlo… se trata de partir de lo posible partiendo de lo pequeño”. ¿Resignación? A mi modo de ver, y como apuntaba Cosma, eso es “claudicación, evasión o autoengaño”. Las diferencias sociales entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados —la lucha de clases en definitiva— no es más que un odioso “metarrelato” marxista que pretende la emancipación social los explotados; así pues, mejor olvidarnos de esto y volver a la caverna, a lo pequeño, a la nación, a la tribu… La ideología posmoderna, incluso cuando cree estar rebelándose contra el capitalismo, lo está defendiendo sin saberlo. Por decirlo con D. Lyon: “¿Nos dejará la condición posmoderna en un flujo permanente de relatividad, donde todo esté sujeto únicamente a las maquinaciones arbitrarias del mercado?” (‘Postmodernidad’, Madrid, Alianza, 1996, p. 102). O más claro aún: “Las ideologías —dice Alberto en este mismo debate— que sirven más o menos eficazmente para defender el capitalismo no son ya las que, como el liberalismo en todas sus modalidades, lo hacen con toda franqueza y claridad (aunque falsificando los hechos y perpetrando toda clase de sofismas), sino las que predican una “superación” de las doctrinas clásicas, como ese heterogéneo caldo de cultivo ideológico que llamas posmodernismo”. Y dicho de otro modo: “La posmodernidad es la transcripción cultural, política y filosófica de un capitalismo sin fronteras que, además de meterle la mano en el bolsillo, ha inscrito sus ideas en el imaginario de la gente” […] Lo ‘radical-posmoderno’ es el chivo expiatorio al que recurre un ‘capitalismo con rostro humano’ que simula responsabilidad ecológica, cuidado de lo auténtico, filantropía para con el desvalido y respeto de las diferencias” (Ernesto Castro, ‘Contra la posmodernidad’, Barcelona, Alpha Decay, 2011, pp. 11 y 51). Puedo entender que Joaquim prefiera “ir a los problemas concretos” y dejarse de discursos grandilocuentes y más o menos utópicos (aunque yo no creo que la implantación de un orden socialista sea utópico, y mucho menos que tener una ideología y unos proyectos políticos ambiciosos esté reñido con atender los problemas concretos del presente). Sin embargo, movimientos sociales como el 15-M y la PAH están haciendo esto mismo, reivindicar soluciones a problemas concretos de candente actualidad (sin ningún gran relato detrás, más que un programa de mínimos presentado por el Frente Cívico de Julio Anguita y cosas por el estilo). Yo no creo que estos sean movimientos posmodernos, sin perjuicio de que muchos posmodernos, considerados individualmente, adhieran a esos movimientos. Quiere decirse que es posible preocuparse y actuar frente a cuestiones concretas sin por ello tener que defender o adherir a los dictados de la posmodernidad y sin renunciar a la lucha contra las contradicciones de orden socioeconómico que, de alguna manera, siguen siendo las mismas de siempre.

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  28. Pienso, asimismo, que es un grave error —o una intencionada omisión— ver únicamente el fascismo y el estalinismo como los monstruos paridos por la modernidad. La modernidad, su legado, no es únicamente eso. El capitalismo (liberalismo económico) también fue alumbrado por la modernidad, pero curiosamente rara vez acompaña a los dos hermanos feos de la familia. Se ha hablado del fin de la Ilustración, del fin de la modernidad; no obstante, con sus cosas malas y sus cosas buenas, sigo pensando —con Habermas— que la modernidad es un proyecto inacabado y que merece la pena trabajar en él, enderezarlo por los caminos de la razón y del socialismo, es decir, concluirlo. Siguiendo de algún modo a Marx, decía Alberto —señalando como el capitalismo lleva sus propias contradicciones al límite— que “aquí sí existen, por primera vez, bases objetivas, materiales, para un orden socialista”. Culminar el proyecto de la modernidad no significa una conclusión teleológica y finalista (un «fin de la historia» 'à la' marxista); seguirán las contradicciones, aparecerán nuevos problemas… porque la dialéctica de la naturaleza y de la historia no tiene fin.

    El tema del nacionalismo y la genética me ha erizado un poco los pelos. Si “por ser humanos y tener los genes que tenemos somos nacionalistas”, ¿cómo explica Joaquim mi caso y el de tantos otros que no somos nacionalistas? ¿Somos una mutación genética anómala? Quizá hemos tenido en infortunio de que nuestros aminoácidos no sean nacionalistas, pero creo que hay una explicación más plausible: la cultura, o mejor, la civilización permite a los seres humanos elevarnos por encima de los instintos gregarios, tribales, emocionales… no se trata de una cuestión genética, biológica, sino de otra cosa. Lo ha aclarado Cosma con suma perfección y no tengo más que decir. También arguye Joaquim que “antes que historiadores, ingenieros, &c., somos humanos, animales”. ¡Pues vaya cosa nos dice! Lo raro sería que fuese al revés. Me recuerda a Pi Margall cuando decía “antes que español, soy hombre”. Claro que hay en nosotros una parte animal, instintiva… pero se trata de valorar en qué medida resulta lógico o beneficioso reivindicarla (como hacen algunos vitalistas dionisíacos) o limitarla. Los posmodernos parece que adhieren a un hedonismo sin limites y revalorizan tipos de vida antiguos, más “puros” y “naturales” (se observa una clara influencia de Rousseau y los románticos en los múltiples grupos actuales de hippies, ecologistas, nudistas, vegetarianos, animalistas, &c.).

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  29. Dice Joaquim que los “totalitarismos no tienen en cuenta esto”, es decir, las pulsiones, los instintos y la parte más emocional de los seres humanos… Yo no creo que sea del todo cierto. Ahí tenemos a los nazis de los años 30 del siglo pasado, alimentando justamente eso: las pulsiones instintivas, sembrando el odio irracional hacia otras razas y reivindicado unos supuestos valores étnicos propios, apelando a una religión y a unos símbolos ancestrales, completamente esotéricos para la gran masa, pero con capacidad de atracción, de seducción (recuerdo que con seis o siete años me pasaba las horas dibujando esvásticas, estrellas, y toda clase de simbología en mis libretas sin tener la menor idea de lo que significaban, pero ejercían sobre mí un poder cautivador, enigmático, misterioso), &c. Seguramente Joaquim se refería a la crítica que se hiciera, entre otros, desde la Escuela de Frankfort; es decir, la razón, la racionalidad, convertida en despiadada “razón instrumental” como un monstruo derivado directamente de la modernidad. Es decir, la modernidad, con su secularización del mundo, sentó las bases para la aparición de los totalitarismos, de las cámaras de gas, &c. En todo caso, esto nos llevaría a otro gran debate sobre la modernidad, a ‘repensar la modernidad’.

    Quería seguir comentando más cosas, pero no quiero excederme por ahora. Llamaría a Joaquim a participar de este interesante debate que, de algún modo, él mismo ha abierto. Cuando he leído que Joaquim se declaraba ateo y cristiano por cultura y tradición, “como aceptación de una herencia, de un poso que viene de los griegos pasando por Roma” un destello de esperanza me ha iluminado: creo que Joaquim, aunque nos lo niegue, todavía conserva algún peluquín blanco en su casa.

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  30. Por lo que hasta aquí se ha dicho (y repetido), me parece claro que los iniciales argumentos de Joaquim Rius han sido totalmente desacreditados, salvo uno quizá, a menos que él quiera replicar, cosa que espero, si es que no le hemos convencido. Sobre todo ha quedado desestimada como errónea la idea de que la carga emocional de que indudablemente se nutre el nacionalismo sea “natural” o “genética”. Eso parece que no convence a nadie sensato. Pero quizá queda en pie algo de su insinuación de que las condiciones de producción de ideologías en la “posmodernidad” sean en verdad tan nuevas y tan fundamentalmente contrarias a toda dinámica social anterior como para que resulte conveniente desestimar cualquier doctrina política o filosófica —y en particular el marxismo— como vestigio inútil, o falso, de la era de los “grandes relatos”, como dice Lyotard. Alfonso Claudiano le ha dado la razón (en parte) en esto, porque también opina que los mecanismos de producción y control ideológicos son ahora de una naturaleza, digamos, más evasiva, enigmática o taumatúrgica que en tiempos anteriores. Así nos lo han hecho creer muchos críticos, y desde coordenadas teóricas muy distintas, de Guy Debord o Umberto Eco a Giovanni Sartori, por ejemplo. Alfonso ha sugerido, si no estoy exagerando, que el tema del nacionalismo se explica bien, en lo esencial, como ejemplo de mecanismo “espectacular” (su comparación con el fútbol así lo asegura explícitamente). Yo creo que, en efecto, los rasgos psicológicos de la conducta de masas en la “sociedad del espectáculo” (incluyendo la de los líderes), explican muy minuciosa y exactamente las formas y apariencias del fenómeno nacionalista, pero no el fondo, sus raíces políticas y sus causas sociales. ¿Por qué? Pues justamente porque aquí se trata de una cuestión literalmente política; el nacionalismo, a diferencia del fútbol o de los tele-shows &c., es un asunto directa y explícitamente político (aunque en sentido negativo, como corrupción de lo político), que afecta inmediatamente a la organización del Estado (a la política fiscal, a la administración, al derecho, &c.). Su comparación con el nazismo es más pertinente. Ideológicamente, o psicológicamente, el nacionalismo se alimenta de ficciones y de falsificaciones, resentimientos, irritaciones, &c., y esto afecta a sus estrategias de movilización, pero todos los nacionalistas saben que, de cumplirse sus proyectos, cambiarán sensiblemente muchas estructuras del orden material-social, cosa que no esperan que ocurra cuando se trata de que su equipo de fútbol gane la liga o que gane su favorito en Gran Hermano.
    Entonces importa combatir (políticamente, ideológicamente) el nacionalismo, pero no la afición a los tele-shows o a los espectáculos deportivos. Me hago cargo de que lo que pretenden las ideologías que se auto definen como “posmodernistas” es demostrar que incluso el terreno de lo político ha quedado desdibujado, que los criterios clásicos están también aquí inutilizados, y que el nuevo panorama sólo puede ser contemplado o concebido como una suerte de invención fantasmática, de “hiperrealidad” televisiva, de sofocación “espectacular”, de fascinación errática y cosas por el estilo. Por supuesto, yo no lo veo así. También yo creo, como el escéptico Qohelet, que nihil novum sub sole est.

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  31. Alfonso coincide conmigo en que los líderes de un movimiento basado en doctrinas irracionales y fantasías comparten las mismas creencias que las masas que les secundan. Por supuesto, esta sinceridad no excluye que mientan continuamente “a sabiendas” sobre numerosos asuntos cotidianos y tácticos, que no afectan a sus convicciones ideológicas. Y hace bien Alfonso al precisar luego que las consecuencias materiales de una victoria nacionalista, por ejemplo, no son las mismas para sus líderes que para la masa de ciudadanos en que se apoyan. Ahora, yo no soy capaz de extraer de la doctrina de Tarde alguna idea que ilumine esta diferencia en el provecho que cada uno saca. Intentaré exponer mis dudas al respecto en su entrada sobre Gabriel Tarde, pero dejo apuntada aquí una idea muy sencilla: esa diferencia no tiene misterio, es una diferencia de poder, o de apropiación, que no deriva de (ni se explica por) la psicología, ni siquiera la “psicología económica”; las estrategias del orden psicológico son más bien consecuencias, ellas también, de una diferencia previa de status.

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  32. Viola, digo exactamente lo contrario, no sé que has leído compañero, por lo tanto argumentas en el aire. Será qu eres muy "Moderno", por lo tanto antiguo y el "NO" lo dabas por supuesto y por eso lo has visto sin estar


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  33. Agradecería concreción y síntesis, eso de los Bueno si breve... Mejor una partida de ajedrez ràpida que una de esas que dura meses

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  34. (Joaquim, acabo de leer esos dos últimos comentarios, que seguramente son tuyos, aunque están como “Anónimo”. Tanto Viola como yo, y posiblemente algún otro lector, comprenderá enseguida que eres tú, pero convendría que lo firmases. Si no quieres usar una cuenta de Google, WordPress, etc., lo mejor es elegir la opción de “Comentar como”: Nombre/URL, poniendo el nombre y dejando vacío el campo URL.)
    Lo de que Viola te atribuye justo lo contrario de lo que afirmas no lo entiendo. En mi opinión sus argumentos no contienen ninguna tergiversación. Deberías aclarar en qué extremo exactamente te ha (o hemos) malentendido. Y sobre lo de la brevedad, yo no comentaré nada; no es un verdadero argumento; cada cual que se tome el tiempo que quiera, que sea retórico o lacónico, lo mismo da; también puede ser tomado como un “argumento”, pero no sobre el tema que tratamos, sino sobre la dialéctica o la psicología, eso de que sea mejor breve (en mi opinión, lo bueno, mientras más mejor; sólo lo malo debería reducirse). Seguramente lo que Josep Maria Viola o yo mismo, o Alfonso, o Cosma y Saúl, que somos los que hasta ahora hemos intervenido, esperamos contraargumentos, ya sean breves o dilatados. Algunos de nosotros seguro que somos capaces de sintetizar con frases lapidarias, porque de hecho consideramos el tema del nacionalismo zanjado y acabado, irreduciblemente; y creo que en realidad no sólo lo hemos explayado, sino que también lo hemos sintetizado y simplificado en algún momento: se trata de delirio y de incivismo. Y si me permitís hacer un poco de moderador, creo que hasta el momento el debate podría considerarse sintetizado en las dos últimas cuestiones que comenté: (1) que no se explica el nacionalismo como inclinación natural (tesis que de momento me parece incontestada e incontestable), y (2) que no está claro que las coordenadas de lo “posmoderno” nos obliguen a entenderlo de un modo especial (tesis que de momento todavía queda sub judice aquí, porque también Alfonso opina que la dinámica socio-cultural es hoy como más compleja o evasiva).

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  35. Comentarios a esta entrada con más de 12.000 palabras y más de 65.000 caracteres (sin espacios) con argumentos —buenos o malos, mejores o peores, ciertos o falsos— sobre el nacionalismo, la posmodernidad, las “masas”, y yo qué sé cuántas cosas más… y todo ello ¿para qué? Para obtener una contestación de Joaquim sumamente concreta y sintética, a saber: la concreción y la síntesis de la nada. Para lo que ha aportado al debate, más le hubiese valido seguir pitagóricamente esa máxima de “si no vas a decir algo mejor que el silencio, no digas nada”. Contesto por cordialidad y suscribo las palabras de Alberto: en cuanto Joaquim aporte contrargumentos serios —sean breves o no— me dignaré a seguir este debate; por el momento no tengo nada más que decir y lo doy por zanjado. (En este mismo lugar, un poco más arriba, se está desarrollando [entre Vicenç Furió, Alberto Luque y Alfonso Claudiano] un tema que me parece —quizá por mis pésimos conocimientos sobre el mismo— mucho más interesante; un tema que voy siguiendo atentamente pese a no participar).

    Firmado: Un moderno antiguo.

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  36. Alfonso Claudiano25 de mayo de 2013, 0:39

    Hace unos días me llamó la atención un artículo, poco meditado pero bastante pretencioso, acerca de la soberanía catalana en el que un ciudadano honrado, perspicaz y extemporáneo revelaba los motivos profundos de la cuestión nacional a un periodista estadounidense, a su juicio muy desorientado. Resulta que ni la defensa de la lengua vernácula, ni de las tradiciones regionales, ni el déficit fiscal, ni todo lo que se argumenta normalmente, por separado o en conjunto, permiten comprender el fondo de la cuestión: el imperativo moral de la catalanidad o de la identidad genuinamente catalana (Cosma trató el asunto en un comentario anterior). Huelga decir que tanto el imperativo moral como la catalanidad se asumían como certezas apodícticas a lo largo del artículo, sin explicación alguna puesto que eran en sí la explicación misma. Nociones vaporosas y extrañísimas, qué duda cabe. La identidad catalana, a la espera de algún argumento cabal que indique otro fundamento, sólo se puede objetivar como participación en el folclore (incluye las ofensas históricas) y en el uso de la lengua catalana. Pero el uso de una lengua no implica una comunidad de pensamiento, siendo que en perfecto catalán estándar se expresan concepciones antagónicas, o inconmensurables, del mundo y de la vida. Como hecho diferencial es muy débil, basta parar mientes en la cantidad de hechos diferenciales que se dan en función de las rentas, las formas de ocio, la indumentaria, el corte de pelo, &c. o de los intereses intelectuales, artísticos, profesionales &c. –sin mencionar el hecho diferencial que supone el gran número de castellanohablantes pertenecientes a la sociedad catalana. Por si no bastase, la equivalencia semántica del idioma queda patente en la facilidad de traducción. No parece que sea un factor común especialmente importante, mucho menos suficiente para fundamentar una identidad nacional, aunque funciona muy bien para ocultar hechos diferenciales que sí hacen diferencia –de clase, por ejemplo. En cuanto al argumento moral, si suponemos que se refiere a la moral judeocristiana o católica, no hay razón para calificar al supuesto imperativo de algo más que de ocurrencia arbitraria. Ahora bien, es posible que se refiriera a la “moral” mundialista establecida en la carta universal de los derechos humanos y en los tratados de homologación de las comunidades internacionales y, por añadidura, en las constituciones nacionales sujetas a aquellas homologaciones –procesos de homologación en los que se observa una curiosa inversión de los investimentos de las soberanías nacionales, o de la emanación del poder. Entonces se desplaza el asunto al reconocimiento internacional y al “derecho de autodeterminación[sic] de los pueblos”, una reificación intolerable; además, si enmarcamos la cuestión en este contexto el imperativo moral de la catalanidad sigue inexplicado y es de todo punto irrelevante, porque ya se juega en el terreno de los sujetos aunque se parta de una mala abstracción. En cualquier caso, queda pendiente dilucidar el principio en el que se sustenta el “imperativo moral de la catalanidad” para proseguir con el análisis crítico.

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  37. Alfonso Claudiano25 de mayo de 2013, 0:41

    Espero que a nadie le moleste el chiste: sobre el fulcro metafísico del imperativo moral catalanista –cuando no se confunde entre las brumas del biologismo más risible– se erige la figura del Almirante Cristóbal Colón que, ataviado con un camisón del Fútbol Club Barcelona de la marca Nike, tras un gracioso giro señala a los grupúsculos alógenos que invaden con su infame barbarie las tierras catalanas allende las Ramblas. Bromas aparte, gracias a los planteamientos del párrafo anterior y de otros similares, existe la creencia –producto de reificaciones esquizotípicas según Joseph Gabel– de que hay catalanes auténticos y alógenos. No se distinguen por el permiso de residencia, sino por un sentimiento oceánico de pertenencia, un imperativo moral catalanista o una llamada del instinto étnico. Los auténticos, como es natural, se sienten propietarios del territorio y legitimados moralmente para gobernar en su fantasía el reino ancestral de la gracia rica y plena. Por desgracia, sin indagar demasiado, instrumentos tan conocidos como las escrituras y el Registro de la Propiedad llevan al traste los señoríos imaginarios del pueblo verdadero; pero las tierras tienen dueños, y usufructurarios, también existen leyes que regulan y garantizan todos estos asuntos de la propiedad. Desde luego no está en la agenda de los soberanistas verdaderos (los de buena posición en la jerarquía de mando) trastocar ni un ápice la realidad jurídica de la propiedad, mucho menos aflojar las condiciones de dominación sobre los auténticos súbditos. Un clamor por el buen soberano que suena poco más o menos así:
    —¡Sí! ¡Viva el Padre Ubú! ¡Qué buen soberano! ¡Qué gran entrepreneur! No se veían cosas así en tiempos de Venceslas.

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  38. Parece que toda discusión sobre el nacionalismo ha de empezar, continuar y acabar en lo mismo, en sus componentes simples y únicos, que son del orden de la psiquiatría. Que la retórica nacionalista sea interminable y parezca renovarse por momentos, no significa que el asunto encierre más ideas: es un continuo redundar sobre lo mismo. El caso catalán, por cierto, es el más ingenioso, modelo literario para todos los otros, como si dijésemos un referente mundial. Sale Artur Mas a protestar contra la injusticia tratar a “Catalunya” como un “objeto” político, porque indudablemente es —según lo entiende él mismo, que es quien lo ha inventado— un “sujeto” —es decir una persona. Y eso quiere decir, siempre según Mas, que no se la puede gobernar, organizar, obligar en algún modo a cumplir los dictados soberanos de los dirigentes del Estado, sino que hay que “dialogar” con “ella” (cosa, además, bastante difícil, porque al parecer se trata de un sujeto irredento y obstinado). Hay aquí no sólo una estúpida prosopopeya, sino también un romántico arrebato anarquista: ¿o acaso no se gobierna también sobre las personas reales? ¿Acaso un sujeto político, un ciudadano, es alguien a quien no debe obligarse a cumplir las leyes? Sale luego ese otro “ciudadano honrado, perspicaz y extemporáneo” que ha llamado la atención de Alfonso, negando que el verdadero asunto tenga algo que ver con todo eso que a diario contienen las soflamas catalanistas (la lengua, el folclore regional o la política fiscal), sino con la “identidad”, con el “imperativo moral de la catalanidad”. Es como si, hartos de que su irritante retórica haya agotado su virtud de lograr más conversiones en masa, incrementasen un grado su inventiva poética para decir: “No es eso, nada de todo eso es lo importante: lo que importa es un hecho más sublime y profundo, es la catalanidad…” (Katalanisch über alles, como ironizaba aquí mismo hace unos meses Alberto Luque). Es decir, consiste en volver a repetir lo mismo de siempre presentándolo como una revelación nueva. Sugiere muy bien Alfonso, con una exquisita y demoledora indulgencia, que podríamos limitarnos a desoír semejante imperativo como una mera “ocurrencia arbitraria”. Pero, bien mirado, es algo más que eso, aun siendo eso en rigor: es el destilado químicamente puro a que se reduce la ideología nacionalista, y deberíamos agradecer que se exprese así de claramente (i.e. así de claramente irracional, porque no hay nada más que este delirio en la esencia del nacionalismo). Del mismo modo que debemos agradecer que en un debate sobre religión el creyente acabe concediendo que no puede ni quiere demostrar racionalmente la existencia de Dios, sino que se atrinchera en su derecho moral —que desde luego también se le puede discutir, pero en otro orden— a confiar ciegamente en su fantasía. Porque del mismo modo que en religión se esclarece el problema admitiendo que la fe es extraña a la razón, en la vida política se avanza mucho si se admite la raíz mórbida, fantasiosa, en suma impolítica del nacionalismo.

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  39. A un iluminado que se expresa en los místicos términos de ese ciudadano honrado a que se ha referido Alfonso, o en los de Artur Mas, lo podemos ignorar olímpicamente como a cualquier otro desquiciado; en cambio, parecería que estamos obligados a discutir con él si trata de la política lingüística o el reparto de competencias del Estado, que son asuntos que incumben a todos los ciudadanos que no deliran. Sin embargo, es necesario desacreditar de un plumazo las pretensiones políticas del nacionalismo señalando su raíz mística, esquizoide. De lo contrario, sería como si en un juicio por fraude contra algún espiritista el juez se plegase a escuchar sus protestas de obrar honradamente, según un don, y de sentirse injustamente perseguido por la incomprensión, por no comulgar con las ruedas de molino de la ciencia y la jurisprudencia. Lo que decía aquel catalanista honrado y avispado es en suma lo que debe concluir cualquier crítico inteligente: efectivamente la ideología nacionalista se reduce al calambre mórbido de ese “imperativo moral de la identidad de un pueblo”, ni más ni menos que la creencia en Dios no tiene garantía racional alguna, y no requiere más justificación que ella misma, como impulso irracional. Y entonces diremos al nacionalista que disfrute con los suyos de sus ensoñaciones, pero le advertiremos que como ciudadano hostil al orden democrático sólo podrá ser tratado objetivamente como un delincuente, un sedicioso. Total, que el catalanista que llamó la atención de Alfonso no es, bien mirado, tan “extemporáneo”, aunque sí “honrado y perspicaz”.

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  40. Querría aún hacer un comentario rápido sobre el tema de lo psicopatológico. Por cierto, ha sido muy oportuna la referencia de Alfonso a Joseph Gabel, un autor interesantísimo que lamentablemente no ha sido demasiado influyente. Encuentro prácticamente inevitable involucrar la perspectiva psiquiátrica en el asunto del nacionalismo, aunque sólo sea acudiendo a comparaciones metafóricas. Pero ¿es realmente una cuestión de (ir)racionalidad mórbida, en términos estrictamente psicopatológicos? En un sentido riguroso no lo es. Ni a un creyente, ni a un espiritista, ni a un nazi, ni a un catalanista se les puede recluir en un manicomio por el solo hecho de creer cosas irracionales y con el propósito de sanarlos. Sus creencias son en efecto racionalmente anómalas, pero su génesis y su sentido no son simplemente psicológicos, individuales, sino sociales, ideológicos. No es que sea incorrecta la caracterización psiquiátrica que hacen Gabel y otros de la mentalidad involucrada en estas ideologías, sino que no puede concebirse reductivamente el tema como si su solución dependiese de un tratamiento psiquiátrico (cosa, por lo demás, que ni Gabel ni otros críticos sugieren). Un nacionalista, como un fascista o un creyente fanático, actúa y razona motivado por impulsos irracionales, pero no únicamente; lo que hace, más bien, consiste en acomodar como puede esos impulsos con un complejo mundo de acciones e ideas del orden práctico y racional. En la medida en que su temperamento sea realmente vesánico, procederá psicótica o neuróticamente, según los casos, simplificando arbitrariamente los hechos y los razonamientos, dificultando de ese modo la comunicación racional; pero en la medida en que sus facultades mentales no estén seriamente perjudicadas —lo que conjeturo cierto en la mayoría de las personas—, será sensible a lo real y racional, y el roce con la experiencia y la inteligencia común de otros podrá llegar a convencerle de sus errores. Al fin y al cabo, los impulsos emocionales son prácticamente imposibles de evitar, aunque el entrenamiento dialéctico nos protege de dejarnos arrastrar demasiado por ellos; en todo caso, es la interacción con otras personas racionales lo que ayuda a no caer en el idiotismo y la pérdida de realidad, a menos que una severa perturbación mental lo haga inevitable, pero esto, ya digo, no es el caso común. Esto no quiere decir que sea más prudente evitar la caracterización psicopática del nacionalismo, porque formalmente se trata en efecto de un delirio, sino que debemos ser conscientes de que, pese a la comparación, y pese al carácter en esencia antipolítico, el nacionalismo debe ser rechazado políticamente, y no tratado psiquiátricamente. Caracterizarlo como delirio es útil para discutirlo, para convencer a los que lo adhieren de su falta de lógica, pero, insisto, no quiere decir que el nacionalista sea habitualmente un loco o un iluminado (sin excluir que realmente lo pueda ser, como muchos de sus dirigentes lo son efectivamente en mi opinión).

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  41. Estoy de acuerdo con Cosma: aun sin excluir la vesania entre los políticos nacionalistas (más o menos en la misma proporción que en cualquier muestra aleatoria lo suficientemente grande de la población general), su lunatismo es irremediablemente político, social, aunque su caracterización psiquiátrica es justa y necesaria, al modo en que lo ha explicado Cosma. Ni Alfonso, ni Josep Maria, ni Saúl, ni yo mismo, ni ninguno de los críticos del nacionalismo en otros lugares puede evitar esa comparación con la locura, y no sugerimos con ello que su tratamiento deba ser psiquiátrico. Se trata de una variedad del “racionalismo mórbido” de que hablaba Gabel —sobre todo por ser antihistórico e idiótico (por cierto, esta caracterización es también perfecta, añadiendo el instrumentalismo, para el caso de la inflación formalista, la “hegemonía de la mathesis” y la fragmentación desbordante la ciencia que Alfonso y yo hemos discutido en la entrada sobre el arte abstracto y Hilma af Klint).
    Hemos hablado también aquí de que la irrealidad del ideario nacionalista no pueda concebirse como una suerte de “engaño deliberado” de las masas por sus líderes, porque éstos realmente creen —salvo algún que otro cínico— en las tonterías que dicen. Y sin embargo, como también ha sugerido Cosma, no todo lo que creen y hacen está afectado por una pérdida de realidad. Lo que hace que se conduzcan parcialmente con verdadera inteligencia política —aunque perversa— es que no carecen de poder. Pero se trata del poder en manos de locos peligrosos, de aventureros políticos. No hace falta ya que insista en la distancia que media entre esta locura y la vesania particular que aqueja a los alienados que pueblan los manicomios, pero a veces pienso que quizá esa caracterización psiquiátrica es mucho más que una metáfora o una comparación formal, y que también la conducta colectiva puede ser sana y puede ser lunática, como la de un individuo, no ya sólo a causa de factores rigurosamente sociales, sino a causa de desarreglos genéticos. Confieso que también yo a veces me dejo arrastrar por la aparente coherencia y exactitud descriptiva de la “psicología de masas” —à la Le Bon, à la Tarde o, sobre todo, à la Freud. Porque sin duda hay “oleadas”, por ejemplo, por imitación (de delincuencia, de sabotaje, de resistencia a la ley, &c), o influencia directa de los mensajes publicitarios, lavado colectivo de cerebros y todo eso. (En cierto modo, esto parece darle la razón a Joaquim Rius en lo del componente genético del nacionalismo, pero visto a la inversa: no sería la genética normal, sana, sino la perturbada, la anómala.) No obstante, opino que actúa permanentemente también algo así como una ley de regresión, una tendencia a volver a procedimientos y mecanismos normales y racionales, no patológicos. En el tema del nacionalismo, por ejemplo, me parece innegable la necesidad de su agotamiento, lo mismo que se agota cualquier sobreexcitación en el individuo, y que tarde o temprano la población comprende en su mayoría que se trata de irritaciones inciviles y estúpidas; a esta comprensión no contribuye sólo ni principalmente la discusión política, sino también los descalabros más o menos violentos a que conduce semejante aventurerismo.

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  42. Lamento que Joaquim Rius no haya respondido a nada de cuanto se le ha objetado, ya que fue por su interés por lo que yo mismo me presté a iniciar este debate, pese a lo mucho que aborrezco el tema, que hasta me fatiga. Tenemos la impagable compensación de al menos dialogar inteligentemente entre los demás sobre este turbio asunto, que como cualquier otro es también “bueno para pensar”. No se cumple aquel veleidoso propósito de procurar que intervengan libremente los defensores del nacionalismo. Es natural: ya tienen sus propios círculos cerrados donde complacerse en su onanismo colectivo; y esto, me parece, es otra prueba directa del agotamiento de su influencia.

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